¡No valgo! ¡Nada me sale bien! ¡Pobre de mí! Estas proclamas catastrofistas constituyen la trampa de la autocompasión.
Por: Alfredo Garland Barrón | Fuente: CEC
Los directores espirituales, los psicólogos, los psiquiatras, los
amigos, las personas que han ganado la confianza de otras, están acostumbradas
a escuchar una sentencia enunciada de infinitas de maneras: ¡No valgo! ¡Nada me sale bien! ¡Pobre de mí! Estas
proclamas catastrofistas constituyen la “trampa de
la autocompasión”.
Las personas dedicadas a la ayuda y al consejo aprenden a “desarmar” semejantes pensamientos. Partiendo
desde una perspectiva espiritual, ¿acaso el valor
personal no se enraíza en el amor que Dios tiene por cada uno de nosotros, con
nombre y apellido, y que se ha manifestado en el sacrificio de su Hijo? Por
otro lado, confrontando la realidad, el consabido “no
valgo” difícilmente resiste un adecuado cuestionamiento.
El problema está quizá en dimensiones más profundas, y a la vez,
cotidianas. Para enumerar algunas, el desconocimiento personal y los hábitos de
pensamiento. Es necesario introducir otra consideración: el contenido que le otorgamos a la palabra “valor”. Lo
que entiendo por ello es muy importante. Asimismo necesito preguntarme sobre
qué base, qué patrones o modelos juzgo si valgo o no.
Es válido afirmar que difícilmente nos escaparemos de los hábitos
mentales autocompasivos. Nos veremos asaltados por ellos, posiblemente, en
circunstancias de aflicción. Cuando las cosas están serenas, comprendemos que
aquellas cavilaciones no conducen a ningún lugar, salvo al abatimiento. Sabemos
que es necesario mostrar firmeza con los abismos mentales, destructivos y
catastrofistas. Pero, en momentos de fragilidad, y, especialmente, cuando está
extendido el hábito de la autocompasión, estas maneras de pensar brotarán,
requiriendo una respuesta de nuestra parte.
Durante la reciente canonización del Papa Juan XXIII recordaba la
providencial pero difícil trayectoria que le acercó al Pontificado. Nombrado
Nuncio, pasó 20 años destacado a dos destinos remotos, considerados
superficialmente de “limitada importancia”:
Bulgaria y Turquía. La tentación hubiese sido pensar que “se le tenía en menos”. Pero no fue así. Relata
Angelo Giuseppe Roncalli en sus memorias que aquellos años fueron fundamentales
para su aprendizaje pastoral y diplomático, adquiriendo una cosmovisión sobre
las relaciones con las Iglesias Orientales y el diálogo interreligioso. Ideas
que se plasmarían, más tarde, en la preparación del Concilio Vaticano II.
LA “TRAMPA” DE LA
AUTOCOMPASIÓN
El psicólogo Jay Adams prevenía que el continuo rumiar y el circunloquio
de pensamientos autocompasivos conduce a consecuencias desastrosas: «La autocompasión es pensar sin acción. Es hablar con uno
mismo sin considerar las soluciones de Dios. Sólo puede producir efectos
perniciosos. Cuando uno cavila sobre problemas pasados, permite que lo que ya
no tuviera existencia, excepto en la mente, le haga desgraciado. Los problemas
pasados no tienen este poder. Lo que hace uno sobre ellos es lo que determina
el traerlos al presente. Cuando lo que uno hace es cavilar y compadecerse, está
haciéndose a sí mismo desgraciado, creando su propio malestar» (1).
La autocompasión puede constituirse en un hábito mental que no responde
a la realidad. Una especie de “piedra de molino” atada
al cuello que perturba la vida. Aquellos hábitos se acrecientan cuando se cede
en materias que podrían “no ser”.
Los hábitos, incluidos los de pensamiento, son el producto de las
costumbres acondicionadas a nuestro entorno. Nunca podremos dejar de valorar la
importancia de los hábitos cuando están correctamente educados y encausados. El
Cardenal Tomás Spidlik afirmaba que «la vida
adquiere estabilidad por los hábitos que se convierten como una segunda
naturaleza» (2).
Algo que se descubre
tempranamente es el costo de desterrar un mal hábito. Alguien afirmaba que el
mejor método era semejante al empleado para extraer un clavo: introduciendo
otro por el lado contrario. Se trata de practicar buenos hábitos, evangélicos,
para desplazar a los nocivos. A este orden pertenecen también las formas de
pensar. Con la ayuda de Dios, los hábitos forjan el carácter y dan soltura en
las prácticas del bien. «El hombre virtuoso es
siempre feliz al practicarlas» (3). De lo contrario, si asumimos normas
erradas o complacientes, sobreviene el fracaso y la frustración.
En cierta forma la autocompasión es una respuesta condicionada, una
manera de pensar que puede ser “desarmada” mediante
el despojamiento de hábitos de pensamiento que están en desacuerdo con la
verdad, que es la adecuación a la realidad.
La autocompasión suele ser, por otra parte, una manifestación de
orgullo. Por ejemplo, podemos pensar: “Me encuentro
frustrado porque ansío que las cosas siempre me salgan bien o resulten a mi
antojo”. Aquello no suele ocurrir. Existen situaciones que deseamos,
pero que no son necesariamente las mejores. «Todos los argumentos de la razón
son contrarios», explicaba Spidlik. «Entonces, se
intenta justificar dicha acción con otras cosas, por ejemplo, con un texto de
la Sagrada Escritura, que lo interpretamos de manera tal que nuestro
pensamiento parezca recto» (4).
San Doroteo de Gaza señalaba que difícilmente se podrá ayudar a quien
está tercamente aferrado a sus propias ideas, a su voluntad caprichosa. Doroteo
explicaba que el proceso del desorden viene de formas de pensar que suscitan
una viva atención. En circunstancias correctas y prudentes existen instancias
de discernimiento: la perspicacia espiritual, o la
escucha al padre espiritual, por ejemplo. Pero quien está aferrado a su
voluntad, trata de justificarse. Sobreviene entonces la obstinación. Entre los
argumentos más recurrentes: “es justo”; “tengo
derecho”; “me lo he ganado”. En lenguaje corriente, se trata de
testarudez y terquedad.
LA HUMILDAD, PRIMER
PASO PARA SALIR DE LA AUTOCOMPASIÓN
¿Cómo quebrar el ciclo obstinado? Primeramente, movilizándonos
fuera de la autocompasión, y avanzando hacia el auténtico conocimiento
personal. Susan Annette Muto consideraba la humildad como el primer ingrediente
del reconocimiento caritativo de las propias limitaciones (5).
Muto destacaba el significado que Santa Teresa de Jesús atribuyó a la
humildad, como andar en verdad, reflejando auténticamente quiénes somos. La
mística carmelita recomendaba meditar en nuestra unión con Jesucristo quien, a
pesar de conocer nuestras miserias y pecados, nos ama, nos dignifica y salva.
Las voces de la autocompasión, por el contrario, nos conducen a tener lástima
de nosotros mismos.
Los afligidos tienen siempre a
mano una colección de excusas y racionalizaciones para justificar el complejo
de “víctimas”. Una típica actitud, por
ejemplo, es “echarle la culpa” de nuestros
problemas a los demás, o a las circunstancias. También solemos fijarnos en
nuestras características negativas. Por el contrario, es común que pasemos por
alto las buenas cualidades, fijándonos exclusivamente en nuestras
características negativas. Toda persona tiene valores, capacidades y recursos,
pero se hace necesario edificarlos de manera realista.
Otro psicólogo, en este caso Charles Kemp, considera que mucha gente no
es realista, poseyendo por lo general ideas falsas sobre sí mismas: «Algunos se comparan con otros y resultan perdiendo.
También necesitan preguntarse si es una equivocada humildad la que hace que no
se valoren. Algunos creen erróneamente que si se les aprueba son unos
vanidosos. Ser humildes no quiere decir que tengamos que negar nuestros puntos
fuertes, o despreciarnos. Significa que conocemos nuestras limitaciones» (6).
Con su acostumbrada clarividencia, el pensador inglés G.K. Chesterton
escribió: «Somos demasiado orgullosos para
sobresalir». Empleando alguna ironía Chesterton se refería a la «soberbia de la
timidez», cuyo peor vicio son los respetos humanos. Una persona que
esconde su timidez tras la falsa modestia es en esencia egocéntrica. Habitualmente
tiene una gran preocupación por la opinión de los demás, y un gran temor a ser
considerado como un fracasado. Se paraliza ante una acción buena y necesaria
por el miedo a quedar mal, especialmente si falla en su realización. Son los
típicos intérpretes después del acontecimiento: “Yo
lo hubiese hecho mucho mejor”.
Está el caso de un joven intelectual, toda una promesa en su ramo.
Lamentablemente solía caer presa de la autocompasión y de aquella «soberbia de timidez», buscando justificar su
pereza y temor de no cumplir con sus expectativas perfeccionistas. Estos
pensamientos minaban sus motivaciones para entregarse al trabajo.
Tras años de reproches por haber abandonado libros proyectados y
artículos comprometidos, se estrelló, cara a cara, con la verdad. Había
desperdiciado un enorme caudal de talento creativo, echándole la culpa a las
circunstancias, a los estados de ánimo, o a sus colegas, según su opinión, poco
comprensivos, cuando en realidad quien era responsable era él mismo. Nunca se
enfrentó seriamente con sus responsabilidades. Se concentró tanto tiempo en
pensamientos autocompasivos y en sentir lástima de sí mismo, que no le quedó
espacio mental ni inspiración emocional para dar rienda suelta a su capacidad
creativa.
Como tantas personas, este talento frustrado creía firmemente que un
cambio de circunstancias señalaría el inicio de la recuperación de su estado
afligido. El problema estaba en que la transformación de las circunstancias se
muestra incapaz de modificar necesariamente los esquemas de pensamiento. En la
medida en que las creencias antievangélicas prevalezcan, se afincará el
abatimiento.
San Pablo llamaba a ser implacables en la lucha contra el derrotismo: «Por lo tanto no nos rendimos; más bien, aunque el hombre
que somos exteriormente se vaya desgastando, ciertamente el hombre que somos
interiormente va renovándose de día en día. Porque aunque la tribulación es
momentánea y liviana, obra para nosotros una gloria que es de más y más
sobrepujante peso y es eterna; mientras tenemos los ojos fijos, no en las cosas
que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas» (2Cor 4, 16-18).
Cuando el Santo Juan Pablo II visitó España en el mes de mayo del año
2003, se reunieron innumerables jóvenes para celebrar una vigilia en Cuatro
Vientos. Uno de los testimonios que se dejaron escuchar aquella noche pertenecía
a Lourdes Cuní, una muchacha que sufría de parálisis múltiple:
«Soy Lourdes, disminuida física. No puedo hablar y
tampoco puedo andar; por ello debo utilizar una silla de ruedas. Durante mucho
tiempo he vivido angustiada. A menudo me he preguntado cuál era el sentido de
mi vida y por qué me ha pasado esto a mí. Esta pregunta ha sido constante y la
prueba ha sido dura. Durante años la única respuesta ha sido descubrir cada
mañana que estaba siempre en el mismo sitio: atada a una silla de ruedas. A veces
he sentido que me habían arrancado la esperanza. Me sentía como si llevara una
cruz, pero sin el aliento de la fe. Un día descubrí a Jesucristo y cambió mi
vida. El Señor con su gracia me ayudó a recobrar la esperanza y a caminar hacia
delante. Ahora, cuando veo a otros jóvenes enfermos al lado mío, pienso que mi
cruz es muy pequeña comparada con la de ellos, y me gustaría mostrarles cómo yo
encontré al Señor para transformar su dolor en un camino de esperanza, de vida
y de santidad. Sé que mi silla de ruedas es como un altar en el que, además de
santificarme, estoy ofreciendo mi dolor y mis limitaciones por la Iglesia, por
Vuestra Santidad, por los jóvenes y por la salvación del mundo».
Nuestras cruces y sufrimientos son, quizá, menos graves que los de estas
personas. Testimonios como el de Lourdes constituyen un aliento para no
dejarnos vencer. En el misterio de la Cruz, del abatimiento y del dolor
cotidiano, se esconde también el secreto de la alegría.
Notas:
1.Jay
E. Adams, Manual del consejero cristiano, Clie, Barcelona 1987, p. 370
2.Tomás Spidlik, El camino del espíritu, PPC, Madrid 1998, p. 51
3.Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1810
4.Tomás Spidlik, Ob. cit., pp. 75-76
5.Ver Susan Annette Muto, Blessings that make us be. A formative approach to living
the beatitudes, Crossroad, New York, 1982, pp. 25-26
6.Ver Betty Tapscott y Robert De Grandis, S.S.J., Sanación de la propia imagen,
Publicaciones de la RCC, Madrid 1991, p. 31
No hay comentarios:
Publicar un comentario