EL PAPA PRESIDE UNA MISA EN LA CAPITAL DEL PAÍS CON MOTIVO DE SU PARTICIPACIÓN EN EL VII CONGRESO DE RELIGIONES.
El Papa Francisco presidió este
miércoles 14 de septiembre una multitudinaria
misa en la capital de
Kazajistán con motivo de su participación en el VII Congreso de Religiones Mundiales y Tradicionales.
Durante la Eucaristía, el Santo Padre estuvo acompañado por algunos miles de
fieles kazajos, así como por los obispos del país y la práctica totalidad del
clero local.
"La cruz es un
patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día de fiesta celebramos la
exaltación de la Cruz de Cristo", empezó el
Papa en su homilía en Nursultán. Durante sus palabras, Francisco quiso distinguir entre las serpientes que muerden y las que salvan. Unas
inyectan "los venenos de la desilusión, del
desaliento, del pesimismo y de la resignación" y las otras son "los brazos extendidos de Jesús: el tierno abrazo
con el que Dios quiere acogernos".
"NO
HAN FALTADO MORDEDURAS"
En este sentido, el Papa destacó
que "ser cristianos significa vivir sin venenos. Es decir,
no mordernos entre nosotros, no murmurar, no acusar, no chismorrear". Francisco
puso de ejemplo la historia del propio Kazajistán: "En
la historia de esta tierra no han faltado otras mordeduras dolorosas.
Pienso en las serpientes abrasadoras de la violencia, de la persecución
atea".
La paz volvió a estar muy
presente en su homilía, como ya ocurrió este martes en su discurso de bienvenida al
país. "La
paz nunca se consigue de una vez
por todas, se conquista cada día,
del mismo modo que la convivencia entre las etnias y las tradiciones
religiosas, el desarrollo integral y la justicia social", comentó
Francisco.
En sus palabras finales, el Papa
tuvo un recuerdo especial para Ucrania. "Pienso
en tantos lugares martirizados por la guerra, sobre todo en la querida Ucrania.
No nos acostumbremos a la guerra, no nos resignemos a lo inevitable.
Socorramos a los que sufren e insistamos para que se intente realmente alcanzar
la paz", concluyó.
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HOMILÍA DE LA MISA DEL PAPA EN
KAZAJISTÁN, CON MOTIVO DE SU PARTICIPACIÓN EN EL VII CONGRESO DE RELIGIONES
MUNDIALES Y TRADICIONALES:
La cruz es un
patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día de fiesta celebramos la
exaltación de la Cruz de Cristo. Porque sobre ese leño Jesús ha tomado sobre sí
nuestro pecado y el mal del mundo, y los ha vencido con su amor. Por eso hoy
festejamos. Nos lo narra la Palabra de Dios que hemos escuchado, contrastando,
por un lado, las serpientes que muerden y, por el otro, la serpiente que salva.
Detengámonos en estas dos imágenes.
En primer lugar,
las serpientes que muerden. Estas atacan al pueblo, caído por enésima vez en el
pecado de la murmuración. Murmurar contra Dios significa no sólo hablar mal y
quejarse de Él; quiere decir, más profundamente, que el corazón de los
israelitas ya no confía en Él, en su promesa. De hecho, el pueblo de Dios está
caminando en el desierto hacia la tierra prometida y se encuentra abrumado por
el cansancio, no soporta el viaje (cf. Nm 21,4). De manera que se desanima,
pierde la esperanza, y llega un momento en que parece que se ha olvidado de la
promesa del Señor. Esa gente no tiene ya la fuerza para creer que es Él quien
guía su camino hacia una tierra rica y fecunda.
No es casual que,
agotándose la confianza en Dios, el pueblo sea mordido por las serpientes que
matan. Estas hacen recordar la primera serpiente de la que habla la Biblia en
el libro del Génesis, el tentador que envenena el corazón del hombre para
hacerlo dudar de Dios. De ese modo el diablo, precisamente bajo la forma de
serpiente, cautiva a Adán y Eva, engendra en ellos desconfianza convenciéndoles
de que Dios no es bueno, más aún, de que Él envidia su libertad y su felicidad.
Y ahora, en el desierto, vuelven las serpientes, unas «serpientes abrasadoras»
(v. 6); es decir, vuelve el pecado de los orígenes: los israelitas dudan de Dios, no se
fían de Él, murmuran, se rebelan contra Aquél que les dio la vida y de ese modo
van al encuentro de la muerte. ¡Hasta ahí lleva la desconfianza del corazón!
Queridos hermanos y
hermanas, esta primera parte de la narración nos llama a mirar con detenimiento
los momentos de nuestra historia personal y comunitaria en los que ha decaído
la confianza, en el Señor y entre nosotros. Cuántas veces, desalentados e
intolerantes, nos hemos marchitado en nuestros desiertos, perdiendo de vista la
meta del camino. También en este gran país está el desierto que, mientras
ofrece un espléndido paisaje, nos habla de esa fatiga, de esa aridez que a
veces llevamos en el corazón. Son los momentos de cansancio y de prueba, en los
que ya no tenemos fuerzas para levantar la mirada hacia Dios; son las
situaciones de la vida personal, eclesial y social en las que nos muerde la
serpiente de la desconfianza, que inyecta en nosotros los venenos de la
desilusión y del desaliento, del pesimismo y de la resignación, encerrándonos
en nuestro “yo”, apagando nuestro entusiasmo.
Pero en la historia
de esta tierra no han faltado otras mordeduras dolorosas. Pienso en las
serpientes abrasadoras de la violencia, de la persecución atea; en un camino a
veces tortuoso durante el cual la libertad del pueblo fue amenazada, y su
dignidad herida. Nos hace bien custodiar el recuerdo de todo lo que se ha
sufrido; no hay que eliminar de la memoria ciertas oscuridades, pues de otro
modo se puede creer que son agua pasada y que el camino del bien está encauzado
para siempre. No, la paz nunca se consigue de una vez por todas, se conquista
cada día, del mismo modo que la convivencia entre las etnias y las tradiciones
religiosas, el desarrollo integral y la justicia social.
Y para que
Kazajistán crezca todavía más «en
la fraternidad, en el diálogo y en la comprensión […] para “construir puentes”
de cooperación solidaria con otros pueblos, naciones y culturas» (S. Juan Pablo II, Discurso durante
la ceremonia de bienvenida, 22 de septiembre de 2001), es necesario el
compromiso de todos. Más aún, es necesario un renovado acto de fe en el Señor;
mirar hacia lo alto, mirarlo a Él, y aprender de su amor universal y
crucificado.
Llegamos así a la
segunda imagen: la serpiente que salva. Mientras el pueblo muere a causa de
las serpientes abrasadoras, Dios escucha la oración de intercesión de Moisés y
le dice: «Fabrica una serpiente
abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al
mirarla, quedará curado» (Nm 21,8). De
hecho, «cuando alguien era
mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado»
(v. 9). Pero,
podríamos preguntarnos: ¿Por qué Dios, en vez
de dar estas complicadas instrucciones a Moisés, no ha destruido simplemente
las serpientes venenosas? Este modo de
proceder nos revela su forma de actuar contra el mal, el pecado y la desconfianza
de la humanidad. Tanto entonces como ahora, en la gran batalla espiritual que
habita la historia hasta el final, Dios no destruye las bajezas que el hombre
sigue libremente; las serpientes venenosas no desaparecen, todavía están ahí,
al acecho, siempre pueden morder. Entonces, ¿qué
ha cambiado? ¿Qué hace Dios?
Jesús lo explica en
el Evangelio: «De la misma manera que
Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el
Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él
tengan Vida eterna» (Jn 3,14-15). Este
es el cambio radical, ha llegado a nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la
cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a
la muerte. Ante nuestras
bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la mirada puesta en Jesús,
las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque Él, en la cruz, ha
tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha derrotado su poder
destructivo. Esto es lo que ha hecho el Padre ante la difusión del mal en el
mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a nosotros como nunca
habríamos podido imaginar: «A aquel que no conoció
el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Esta es la infinita
grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la
cruz —podríamos decir— “se ha hecho serpiente”
para que, mirándolo
a Él, podamos resistir las mordeduras venenosas de las serpientes malignas que
nos atacan.
Hermanos y
hermanas, este es el camino, el camino de nuestra salvación, de nuestro
renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado. Desde esa altura
podemos ver nuestra vida y la historia de nuestros pueblos de un modo nuevo.
Porque desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio; aprendemos la
compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la venganza. Los brazos
extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios quiere acogernos. Y
nos muestran la fraternidad que estamos llamados a vivir entre nosotros y con
todos. Nos indican el camino, el camino cristiano; no el de la imposición y la
coacción, del poder o de la relevancia, nunca el camino que empuña la cruz de
Cristo contra los demás hermanos y hermanas por quienes Él ha dado la vida. El
camino de Jesús, el camino de la salvación, es otro: es el camino del amor humilde, gratuito y
universal, sin condiciones y sin “peros”.
Sí, porque Cristo,
sobre el leño de la cruz, ha extraído el veneno a la serpiente del mal, y ser
cristianos significa vivir sin venenos. Es decir, no mordernos entre nosotros,
no murmurar, no acusar, no chismorrear, no difundir maldades, no contaminar el
mundo con el pecado y con la desconfianza que vienen del Maligno. Hermanos,
hermanas, hemos renacido del costado abierto de Jesús en la cruz; que no haya
entre nosotros ningún veneno mortal (cf. Sb 1,14). Oremos, más bien, para que
por la gracia de Dios podamos ser cada vez más cristianos, testigos alegres de la
vida nueva, del amor y de la paz.
Gracias, Mons.
Peta, por sus palabras, gracias por todo el esfuerzo realizado para preparar
esta Celebración y mi visita. A este respecto, deseo renovar un cordial
agradecimiento a las Autoridades civiles y religiosas del país. Los saludo a
todos ustedes, hermanos y hermanas, de modo particular a los que han llegado de
otros países de Asia central y de partes lejanas de esta tierra infinita.
Bendigo de corazón a los ancianos y a los enfermos, a los niños y a los
jóvenes.
Hoy, Fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz, sintámonos unidos espiritualmente al santuario
nacional de la Reina de la Paz de Oziornoje. Mons. Tomash ha recordado que allí
se encuentra una gran cruz, en la que, entre otras cosas, está escrito: “Al pueblo de Kazajistán gratitud” y “a
los hombres paz”. La gratitud al
Señor por el santo pueblo de Dios que vive en este gran país se une a su
esfuerzo por promover el diálogo, y se transforma en súplica de paz, paz de la
que nuestro mundo está sediento.
Pienso en tantos
lugares martirizados por la guerra, sobre todo en la querida Ucrania. No nos
acostumbremos a la guerra, no nos resignemos a lo inevitable. Socorramos a los
que sufren e insistamos para que se intente realmente alcanzar la paz. ¿Qué debe suceder aún, qué cantidad de
muertos debemos esperar antes de que las rivalidades cedan el paso al diálogo
por el bien de la gente, de los pueblos y de la humanidad? La única salida es la paz y el único
camino para llegar a ella es el diálogo. Sigamos rezando para que el mundo
aprenda a construir la paz, también reduciendo la carrera armamentística y
convirtiendo los enormes gastos de guerra en ayudas concretas a la población. Gracias a todos los que creen en esto,
gracias a ustedes y a cuantos son mensajeros de la paz y la unidad.
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