El otoño tiene su peculiaridad y, por qué no, también sus características tormentas.
Por: P. Cristóforo Fernández | Fuente: Catholic.net
El sacerdote anciano ha sido lector privilegiado de la carta que Juan
Pablo II escribió a sus coetáneos, porque, a diferencia de otros, condivide con
él su "himno a la vida" y además
un pasado sacerdotal. Ha podido percibir gustosamente que el Papa se ha
dirigido a cuantos viven en el mundo esta tercera edad y que lo ha hecho con
acentos personales que le revelan. Ha leído que él ha escrito no sólo: "He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de
ponerme en diálogo con vosotros", sino también: "A menudo me viene a los labios, sin asomo de
tristeza alguna, una oración que el sacerdote reza después de la celebración
eucarística: In hora mortis meae voca me,
et iube me venire ad te". El sacerdote anciano ha disfrutado de
un doble canal de música; su percepción ha sido de excepcional calidad.
Si luego de leerla el sacerdote coetáneo del Papa quiere entrar en diálogo
consigo mismo y corresponder al retrato que traza el Papa, necesita, a mi
entender, no sólo de la ayuda de otros, como tanto recomienda el Papa (nn. 11 y
12), sino especialmente de la que puede darse él mismo a sí, recogiendo las enseñanzas
y admirando el ejemplo de sacerdote anciano que el Papa ha ofrecido al mundo.
Esta fase de la vida ha sido comparada al otoño por analogía con las estaciones
y la sucesión de los ciclos de la naturaleza (n. 5). Y el otoño tiene su
peculiaridad y, por qué no, también sus características tormentas.
Podemos ejemplarizarlas en las que se levantan en su ánimo en ese peculiar
momento de ir en pensión o ser relevado de su antiguo puesto. Cuando sale del
centro de la escena, cuando deja la representación del papel principal a la
siguiente generación. Charles Chaplin, en otro ángulo del mundo, describió
magistralmente esta experiencia en la película Candilejas: ahora el gran payaso Calvero se hace viejo y ahora sus
artes y sus gracias comienzan a perder brillo y aplauso; ahora en la escena del
majestuoso teatro se queda hablando solo, pues la gente, aburrida, toma el
sombrero y se va; ahora la tristeza se abre paso en su alma y con ella,
lentamente, el alcohol... Es un drama y una ficción evidentemente, pero
una experiencia viva.
Antes tal sacerdote tomaba muchas decisiones, hacía cara a mil problemas. Vivía
tan sepultado en la actividad, que, ahora que se queda sin ella, experimenta la
sensación de que comienza a ser inútil. Aun si admite que sus fuerzas físicas y
mentales se van mermando, ante el espectáculo de los jóvenes que le reemplazan
y desplazan, se hace espontáneamente la pregunta: ¿por
qué no me aprecian? ¿no lo hice bien? ¿es justo?... Y cuando la sombra
de la nube se extiende a cubrir mayor parte del terreno, también medita: ¿habrá merecido la pena tanto afán? ¿se dará continuidad
a mis trabajos?... En el silencio de estas zozobras, contestadas sólo
por el viento otoñal, cae la noche de la soledad en una nueva forma antes no
conocida.
A PESAR DE LAS LIMITACIONES
QUE ME HAN SOBREVENIDO CON LA EDAD, CONSERVO EL GUSTO POR LA VIDA
El otoño de la vida del sacerdote, a menos que siga el sendero que el Papa
camina, puede ser un otoño triste y húmedo. Aquí el peligro es tratar de "autodefenderse" ante este despojo que,
aunque es parte lógica de la vida, puede ser, sin embargo, mal interpretado,
mal recibido. "Nostalgia de atardecer", según
la canción del poeta, persistente tristeza, que, en ocasiones, no queda exenta
de algunas gotas de lluvia, pequeñas gotas de amargor y de resentimiento; de
escepticismo, porque las ilusiones, marchitas, han ido cayendo sin hacer ruido;
de cierta distancia entre los deberes y el corazón, mecanicismo, rutina.
Entonces, en ese momento ¿dice algo la carta del
Papa al sacerdote anciano? ¿Éste no se ha fijado sólo en lo que el Papa dice a
los jóvenes recomendando que valoren y asistan al anciano, al sacerdote
anciano, también él "depositario de la memoria colectiva"
presbiteral, "intérprete privilegiado del conjunto de valores
comunes"? Sí, lo dice el Papa, es importante... pero, además, queda
abierta la consideración de lo que puede hacer el sacerdote anciano para
ayudarse a sí mismo. Tratando de responder a este punto, volvamos la atención
hacia el momento paradigmático de la "tercera
edad" sacerdotal antes recordado, el momento de la pensión. Todos
recordamos a muchos sacerdotes que lo han enfrentado "con
gracia ante Dios y ante los hombres". Conocemos también a
sacerdotes mayores que gozan en torno de amor y de veneración, sacerdotes que
ahora influyen en los demás más por lo que son que por lo que hacen, figuras
llenas de sabiduría que rebozan profunda satisfacción en su rostro. A su
estilo, incluso cargando con el dolor y las limitaciones, continúan a su ritmo
siendo creativos, imaginativos, activos y muy eficaces.
Después del viaje del Papa a la India y a Georgia para entregar a los Obispos
la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, comentaba Vittorio
Messori que nadie debería impedir al Obispo de Roma afrontar estos maratones. "Sería absurdo, pues es una iniciativa que contrasta
con su deseo, y sobre todo, porque si bien es ya mayor y la enfermedad deja sus
secuelas, conserva sus ansias de apostolado... Dejémosle ser cristiano a fondo,
hasta el final, pues hay que comprender que con un hombre así los criterios que
utilizamos para los mediocres no funcionan: nos encontramos ante un
santo". Actitud similar refleja el Papa en la carta cuando dice en
el final: "A pesar de las limitaciones que me
han sobrevenido con la edad, conservo el gusto por la vida. Doy gracias al
Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del reino
de Dios" (n. 17).
SE NOS HA DADO TIEMPO PARA
VOLVER SIN APREMIANTES DISTRACCIONES, HACIA AQUELLO QUE VERDADERAMENTE NOS
INTERESA COMO SACERDOTES
Hasta el final. El final de la vida. El "paso
de la vida a la vida". A sus coetáneos el Papa participa
reflexiones sobre la muerte (nn. 14-16), "dimensión
de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo".
Precisamente a la luz de la perspectiva tenebrosa de la muerte se levanta con
serenidad la esperanza cristiana, fundada en la verdad de que Cristo la ha
vencido y la certeza de que "la vida no
termina, se transforma". En la hora de la madurez biológica este
final es visto en toda su desnuda realidad. Hasta entonces, el sacerdote
anciano lo ha predicado en cada cuaresma, solamente ahora lo siente con
estremecedora seriedad. El Papa traza un sendero: "Cuando
venga el momento del paso definitivo, concédenos afrontarlo con ánimo sereno,
sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque al encontrarte a ti, después de
haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo valor auténtico experimentado
aquí en la tierra, junto a quienes nos han precedido en el signo de la fe y de
la esperanza" (n. 18). Sin embargo, antes de que llegue este
momento supremo, enfrentemos el período de la ancianidad gozosos de que se nos
haya concedido. Se nos ha dado tiempo para volver sin apremiantes distracciones
hacia nosotros mismos, hacia aquello que verdaderamente importa y que nos
interesa como sacerdotes: la Eucaristía, la oración, consolar y aconsejar a
otros. Somos sabiduría en pie, se supone. Ella invita a todos a tomarla sin
precio. La oración, la serenidad y la sabiduría son las fieles compañeras de la
santa ancianidad del sacerdote. El Papa recuerda figuras de la Sagrada
Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento; su vejez "se presenta como un tiempo favorable para la culminación de la
existencia humana... como momento de la vida en que todo confluye,
permitiéndole de este modo comprender mejor el sentido de la vida y alcanzar la
sabiduría del corazón" (n. 8).
Puesto que todo
esto es así, recemos por nosotros diciendo:
"Recibe, Señor, nuestros miedos y
transfórmalos en confianza.
Recibe, Señor, nuestro sufrimiento y transfórmalo en crecimiento.
Recibe, Señor, nuestras crisis y transfórmalas en madurez.
Recibe, Señor, nuestras lágrimas y transfórmalas en plegaria.
Recibe, Señor, nuestra ira y transfórmala en intimidad.
Recibe, Señor, nuestro desánimo y transfórmalo en fe.
Recibe, Señor, nuestra soledad y transfórmala en contemplación.
Recibe, Señor, nuestras amarguras y transfórmalas en paz del alma.
Recibe, Señor, nuestra espera y transfórmala en esperanza.
Recibe, Señor, nuestra muerte y transfórmala en resurrección".
CARTA A LOS ANCIANOS
(EXTRACTOS)
He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con
vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las
oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia.
Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos de
cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la Organización
de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar a los ancianos
para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el
peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles problemas.
Queridos hermanos y hermanas: a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de
nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance.
La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es
la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. "El tiempo se escapa irremediablemente",
sentenciaba ya el antiguo poeta latino (1). No obstante, aunque la existencia
de cada uno de nosotros es limitada y frágil, nos consuela el pensamiento de
que, por el alma espiritual, sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe
nos abre a una "esperanza que no
defrauda" (cf. Rm 5, 5).
EL OTOÑO DE LA VIDA ¿QUÉ ES
LA VEJEZ?
A veces se habla de ella como del otoño de la vida -como ya decía Cicerón (2)-,
por analogía con las estaciones del año y la sucesión de los ciclos de la
naturaleza. La vejez tiene sus ventajas porque -como observa san Jerónimo-,
atenuando el ímpetu de las pasiones, "acrecienta
la sabiduría, da consejos más maduros" (3). En cierto sentido, es
la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la
experiencia, porque "el tiempo es un gran
maestro" (4).
DEPOSITARIOS DE LA MEMORIA
COLECTIVA.
En el pasado se tenía un gran respeto por los ancianos. Si nos detenemos a
analizar la situación actual, constatamos cómo, en algunos pueblos, la
ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es
mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad
inmediata y la productividad del hombre.
Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como
solución para las situaciones difíciles. Más allá de las intenciones y de las
circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una
violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humana (5).
Es urgente recuperar una adecuada perspectiva desde la cual se ha de considerar
la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de la cual la vida es
una preparación, significativa en cada una de sus fases. También la ancianidad
tiene una misión que cumplir en el proceso de progresiva madurez del ser humano
en camino hacia la eternidad.
Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría,
porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son
depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del
conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social.
Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente,
en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura
experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y
enseñanzas preciosas.
"HONRA A TU PADRE Y A TU
MADRE"
El mandamiento enseña a respetar a los que nos han precedido. Honrar a los
ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos,
asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi
espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las
Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que
avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a
personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que es propio de una
civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se
sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad.
Ya observaba Cicerón que "el peso de la edad
es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes" (6).
El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento del
cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo
eterno.
Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas
regiones del mundo -pienso en particular en África- son considerados justamente
como "bibliotecas vivientes" de
sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y
espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad
de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a
los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para
probar los distintos caminos.
La comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de quienes
son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización: su eficacia no depende principalmente de la eficiencia
operativa. ¡En cuantas familias los nietos reciben de los abuelos la primera
educación en la fe! ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas
ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo
afectuoso, la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con
paciente abandono!
El lugar más natural para vivir la condición de ancianidad es el ambiente en el
que él se siente "en casa", entre
parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar todavía algún servicio.
Sin embargo, hay situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o
imponen el ingreso en "residencias de
ancianos", para que el anciano pueda gozar de la compañía de otras
personas y recibir una asistencia específica. Dichas instituciones son, por
tanto, loables y la experiencia dice que pueden dar un precioso servicio, en la
medida en que se inspiran en criterios no sólo de eficacia organizativa, sino
también de una atención afectuosa. Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las
Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que se dedican con
especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre todo de
aquellos más pobres, abandonados o en dificultad?
Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras
razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza
para que nos unamos con más amor al sacrificio del Hijo y participemos con más
intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y misericordia!
Pienso de modo especial en vosotros, viudos y viudas, que os habéis quedado
solos en el último tramo de la vida; en vosotros, religiosos y religiosas
ancianos, que por muchos años habéis servido fielmente a la causa del Reino de
los cielos; en vosotros, queridos hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado,
que por alcanzar los límites de edad habéis dejado la responsabilidad directa
del ministerio pastoral. La Iglesia aún os necesita. Ella aprecia los servicios
que podéis seguir prestando en múltiples campos de apostolado, cuenta con
vuestra oración constante, espera vuestros consejos fruto de la experiencia, y
se enriquece del testimonio evangélico que dais día tras día.
LA ANCIANIDAD TIENE UNA MISIÓN
QUE CUMPLIR EN EL PROCESO DE MADUREZ DEL SER HUMANO EN EL CAMINO HACIA LA
ETERNIDAD
"Me enseñarás el sendero de la vida, me
saciarás de gozo en tu presencia" (Sal 15 [16], 11). Es natural
que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el pensamiento del "ocaso de la vida". El límite entre la
vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de
nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria
celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia
el umbral de la eternidad. Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos
cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. La fe ilumina el misterio
de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera
pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la
meta de la plena madurez.
Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios,
Padre providente y misericordioso; un período que se ha de utilizar de modo
creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la
intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos
en la caridad.
Notas:
1. VIRGILIO, "Fugit inreparabile tempus",
Geórgicas, III, 284.
2. Cf. Cato maior seu De senectute, 19, 70.
3. "Augest sapientiam, dat maturiora consilia", Commentaria in Amos,
II, prol.
4. CORNEILLE, Sertorius, a. II, sc. 4, b. 717.
5. Cf. Carta enc. Evangelium vitae, 65.
6. "Levior fit senectus, eorum qui a iuventute coluntur et
diliguntur", Cato maior seu De senectute, 8, 26. ?
El P. Cristóforo Fernández, L.C. es encargado del equipo de secretaría de la
Congregación para la Educación Católica.
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