El Papa Francisco presidió este 2 de febrero una Misa en la Basílica de San Pedro por la Fiesta de la Presentación del Señor y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada.
“Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos
principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del mundo? Esta
es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar, sobre todo nosotros,
los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez
y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir
nuestra consagración en términos de resultados, de metas y de éxito”, advirtió el Santo Padre.
A continuación, la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la
promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la llegada
del Mesías. Pero no es una espera pasiva sino llena de movimiento. En
este contexto, sigamos pues los pasos de Simeón: él,
en un primer momento, es conducido por el Espíritu, luego, ve en el Niño la
salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28).
Detengámonos sobre estas tres acciones y dejémonos interpelar por algunas
cuestiones importantes para nosotros, en particular para la vida consagrada.
La primera, ¿qué es lo que nos mueve? ¿Qué
es lo que nos mueve? Simeón va al templo «conducido
por el mismo Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor
principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con el
deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva
sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al
Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre.
Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la
presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias
llamativas ni en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la
fragilidad. Pensemos en la Cruz, también allí en la pequeñez y en la
fragilidad, pero allí está, la fuerza de Dios.
La expresión “conducido por el Espíritu” nos
recuerda lo que en la espiritualidad se denominan “mociones
espirituales”, que son esas inspiraciones del alma que sentimos dentro
de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen o no
del Espíritu Santo. Estén atentos a las mociones espirituales.
Preguntémonos entonces, ¿de quién nos
dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del
mundo? Esta es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar,
sobre todo nosotros, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a
Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos
el riesgo de concebir nuestra consagración en términos de resultados, de
metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de
números. Es una tentación.
El Espíritu, en cambio, no nos pide esto. Desea que cultivemos la
fidelidad cotidiana, que seamos dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido
confiadas. Qué hermosa es la fidelidad de Simeón y de Ana. Cada día van al
templo, cada día esperan y rezan, aunque el tiempo pase y parece que no sucede
nada. Esperan toda la vida, sin desanimarse ni quejarse, permaneciendo fieles
cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu encendió en
sus corazones.
Preguntémonos, hermanos y hermanas, ¿qué
es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El
Espíritu Santo o la pasión del momento? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en
la sociedad? A veces, aun detrás de la apariencia de buenas obras,
puede esconderse el virus del narcisismo o la obsesión de protagonismo. En
otros casos, incluso cuando realizamos tantas actividades, nuestras comunidades
religiosas parece que se mueven más por una repetición mecánica -hacer las
cosas por costumbre, solo por hacerlas- que por el entusiasmo de entrar en
comunión con el Espíritu Santo. Examinemos hoy nuestras motivaciones
interiores, discernamos las mociones espirituales, porque la renovación de la
vida consagrada pasa sobre todo por aquí, pasa sobre todo por aquí.
Una segunda pregunta es, ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el
Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y reza diciendo: «mis
ojos han visto tu salvación» (v. 30). Este es el gran milagro de la fe:
que abre los ojos, transforma la mirada y cambia la
perspectiva. Como comprobamos por los muchos encuentros de Jesús en los
evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira,
rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas y dándonos una
mirada nueva para vernos a nosotros mismos y al mundo. Una mirada nueva hacia
nosotros mismos, hacia los demás, hacia todas las situaciones que vivimos,
incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, no, es
sapienzal, la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas,
sino de una mirada que sabe “ver dentro” y “ver más allá”; que no se detiene en las
apariencias, sino que sabe entrar también en las fisuras de la fragilidad y de
los fracasos para descubrir en ellas la presencia de Dios.
La mirada cansada de Simeón, aunque debilitada por los años, ve al
Señor, ve la salvación. ¿Y nosotros?, cada
uno puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos?
¿Qué visión tenemos de la vida consagrada? El mundo la ve muchas veces
como un “despilfarro”. ‘Mira ese joven ser fraile,
esa joven una monja es un despilfarro, al menos fuera feo, fea, un
despilfarro’... Como una realidad del pasado, inútil; pero nosotros,
comunidad cristiana, religiosas y religiosos, ¿qué
vemos? ¿Tenemos puesta la mirada en el pasado, nostálgicos de lo que ya no
existe o somos capaces de una mirada de fe clarividente, proyectada hacia el
interior y más allá? A mí me hace mucho bien ver consagrados y
consagradas mayores, que con mirada radiante continúan a sonreír, dando
esperanza a los jóvenes. Pensemos en las veces en las que nos hemos encontrado
con estas miradas y bendigamos a Dios por ello. Son miradas de esperanza,
abiertas al futuro. Quizá nos hará ver visitar a hermanos, hermanas, ancianos
para entender qué piensan, será una buena medicina. Pienso cuando hemos
encontrado miradas de esperanza, abiertas al futuro.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor no deja de darnos signos para
invitarnos a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Es necesaria.
Pero bajo la luz del Espíritu Santo. No podemos fingir no verlos y continuar
como si nada, repitiendo las cosas de siempre, arrastrándonos por inercia en
las formas del pasado, paralizados por el miedo a cambiar. Lo he dicho muchas
veces, la tentación de ir hacia atrás, para conservar el carisma del fundador,
la fundadora. La tentación de la rigidez. La rigidez es una perversión. Detrás
de cada rigidez hay un problema. Simeón y Ana no eran rígidos. Y ella daba el
anuncio con alegría. Mirada de esperanza.
Abramos los ojos: el Espíritu Santo nos
invita a renovar nuestra vida y nuestras comunidades a través de las crisis,
si de verdad, a través de los números que escasean. No padre, no hay
vocaciones, iremos a una isla de Indonesia para ver si encontramos alguna.
Mirar las fuerzas que disminuyen. Fijémonos en Simeón y Ana que, aun teniendo
una edad avanzada, no transcurrieron los días añorando un pasado que ya no
volvería, sino que abrieron sus brazos al futuro que les salía al
encuentro.
Hermanos, hermanas no desaprovechemos el presente mirando al pasado,
sino que pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidámosle una mirada que
sepa ver el bien y discernir los caminos de Dios. El Señor nos lo dará si lo
pedimos con alegría, con fortaleza, sin miedo.
Por último, una tercera pregunta, ¿qué
estrechamos en nuestros brazos? Simeón tomó a Jesús en sus brazos
(cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los
evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús
es lo esencial, acoger a Jesús es el centro de la fe. A veces corremos el
riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos
secundarios o de concéntranos en nuestros asuntos, olvidando que el centro de
todo es Cristo, a quien debemos acoger como Señor de nuestra vida.
Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras
de bendición, de alabanza y de asombro. Pero nosotros después de muchos años
de vida consagrada ¿tenemos capacidad de
asombro?
Si a los consagrados nos faltan palabras que bendigan a Dios y a los
otros, si nos falta la alegría, si desaparece el entusiasmo, si la vida
fraterna es solo un peso, si falta el asombro, no es porque seamos víctimas de
alguien o de algo, el verdadero motivo es porque ya no tenemos a Jesús en
nuestros brazos. Y cuando los brazos de un consagrado, de una consagrada, no
abrazan a Jesús, abrazan el vacío, que intentan llenar con otras cosas. Abracen
a Jesús, esta es la receta de la renovación.
Entonces el corazón se encierra en la amargura. Es triste ver un
consagrado, una consagrada, amargado. Que siempre se quejan de algo, del
superior, de la cocina, si no tienen una queja, no viven.
Hay gente que está amargada por las quejas por las cosas que no van
bien, en un rigor que nos hace inflexibles, en aires de aparente superioridad.
En cambio, si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, acogeremos también a
los demás con confianza y humildad. De este modo, los conflictos no exasperan,
las distancias no dividen y desaparece la tentación de intimidar y de herir la
dignidad de cualquier hermana o hermano se apaga. Abramos, pues, los brazos a
Cristo y a los hermanos. Allí está Jesús.
Queridas, queridos, renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración.
Preguntémonos qué motivaciones impulsan nuestro corazón y nuestra acción,
cuál es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo,
tomemos en brazos a Jesús. Aun cuando experimentemos dificultades y
cansancios, -esto sucede, incluso desiluciones, sucede- hagamos como Simeón y
Ana, que esperan con paciencia la fidelidad del Señor y no se dejan robar la
alegría del encuentro con Él, vayamos hacia la alegría del encuentro.
Pongámoslo de nuevo a Él en el centro y sigamos adelante con alegría. Así
sea.
Redacción ACI Prensa
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