Jesús comunicó el poder de perdonar pecados y de absolución solo a sus apóstoles.
Por: P. Paulo
Dierckx y P. Miguel Jordá | Fuente: Para dar razón de nuestra Esperanza, sepa
defender su Fe.
El otro día, hablando de la confesión alguien me
dijo: «¿Cómo se le ocurre que yo me voy a confesar
con un pecador como yo? Yo me confieso con Dios y punto. Entro en mi
habitación, oro con fervor y Dios me perdona». Le contesté que el asunto
no es tan simple. Muchas veces acomodamos la religión a nuestra manera, y así
pasa también con la confesión. La confesión no es solamente «pecar, orar y listo». Hay que buscar a un
sacerdote. Hacer un gran acto de humildad. Decirle sus pecados. Y luego recibir
una corrección fraterna y la absolución del sacerdote de la Iglesia. Eso no lo
han inventado los curas. Hay claras indicaciones en la Biblia acerca de la
confesión delante de un ministro de la Iglesia.
Queridos hermanos católicos, en esta carta
quiero explicarles primero lo que nos enseña la Biblia acerca del perdón de los
pecados, y luego voy a contestar algunas dudas acerca de la confesión que
algunos hermanos de otra religión nos plantean. Muchos católicos, sin mayor
formación religiosa, fácilmente se dejan influenciar por estas inquietudes y
sin darse cuenta se les van los grandes tesoros que Jesús confió a su Iglesia.
Con esta carta no quiero ofender a nadie, pero lo que me mueve a escribir estas
líneas es el amor por la verdad. Ya que solamente «la
verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).
¿QUÉ
NOS ENSEÑA LA BIBLIA ACERCA DEL PERDÓN DE LOS PECADOS?
1.
JESÚS PERDONA LOS PECADOS.
En el Antiguo Testamento el perdón de los
pecados era un derecho solamente de Dios. Ningún profeta y ningún sacerdote del
Antiguo Testamento pronunció absolución de pecados. Sólo Dios perdonaba el
pecado.
En el Nuevo Testamento, por primera vez, aparece
alguien, al lado de Dios Padre, que perdona los pecados: Jesús. El Hijo de Dios
dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre tiene poder
de perdonar los pecados en la tierra» (Mc. 2, 10).
Y en verdad Jesús ejerció su poder divino: «Cuando Jesús vio la fe de aquella gente, dijo al
paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc. 2, 5).
Frente a una mujer pecadora Jesús dijo: «Sus pecados, sus numerosos pecados le quedan perdonados,
por el mucho amor que mostró» (Lc. 7, 47).
Y en la cruz Jesús se dirigió a un criminal
arrepentido: «En verdad te digo que hoy mismo
estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43).
2.
JESÚS COMUNICÓ EL PODER DE PERDONAR PECADOS A SUS APÓSTOLES. Jesús
quiso que todos sus discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus
obras, fueran signo e instrumento de perdón. Y pidió a sus discípulos que
siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt. 18, 15-17).
Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder
de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con
Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia. Lo expresó
particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la
tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará
desatado en los cielos» (Mat. 16, 19). Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la
recibieron después todos los apóstoles (Mt. 18, 18). Las palabras «atar» y «desatar» significan:
Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será
excluido de la comunión con Dios. Aquel a quien ustedes reciben de nuevo en su
comunión, será también acogido por Dios. Es decir, la reconciliación con Dios
pasa inseparablemente por la reconciliación con la Iglesia.
El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se
apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los
pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán
retenidos» (Jn. 20, 22-23).
Y en la Iglesia primitiva ya existía el
ministerio de la reconciliación como dice el apóstol Pablo: «Todo eso es la obra de Dios, que nos reconcilió con El
en Cristo, y que a mí me encargó la obra de la reconciliación» (2 Cor.
5, 18).
3. LOS
APÓSTOLES COMUNICARON EL PODER DIVINO DE PERDONAR PECADOS A SUS SUCESORES.
Las palabras de Jesucristo sobre el perdón de
los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para pasarlas a todos
sus sucesores. Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos.
Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te
recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por la imposición de mis
manos» (2 Tim. 1, 6).
Los apóstoles estaban conscientes de que
Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro de la Iglesia;
estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía
desaparecer con la muerte de los apóstoles. El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes todos los días hasta el
fin del mundo» (Mt. 28, 20), y «las fuerzas
del infierno no podrán vencer a la Iglesia» (Mt. 16, 18). Así las
promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus personas,
sino también para sus legítimos sucesores.
Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la
reconciliación (Jn. 20, 23; 2 Cor. 5, 18). Los obispos, o sucesores de
los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ahora
ejerciendo este ministerio. Ellos tienen el poder de perdonar los pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo».
DUDAS
QUE PLANTEAN OTRAS IGLESIAS ACERCA DE LA CONFESIÓN
1. ¿EN
QUÉ SE BASAN LOS CATÓLICOS PARA DECIR QUE LOS SACERDOTES PUEDEN PERDONAR LOS
PECADOS?
La Iglesia Católica lee con atención toda la
Biblia y acepta la autoridad divina que Jesús dejó en manos de los Doce
apóstoles y sus legítimos sucesores. Esto ya está explicado. El poder divino de
perdonar pecados está claramente expresado en lo que hizo y dijo Jesús ante sus
apóstoles: El Señor sopló sobre sus cabezas y les
dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan
perdonados; y a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn. 20,
22-23).
Los apóstoles murieron y, como Cristo quería que
ese don llegara a todas las personas de todos los tiempos, les dio ese poder de
manera que fuera transmisible, es decir, que ellos pudieran transmitirlo a sus
sucesores. Y así los sucesores de los apóstoles, los obispos, lo delegaron a «presbíteros», o sea, a los sacerdotes. Estos
tienen hoy el poder que Jesús dio a sus apóstoles: «A
quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» y nunca
agradeceremos bastante este don de Dios que nos devuelve su gracia y su amistad.
2.
¿PARA QUÉ DECIR LOS PECADOS A UN SACERDOTE, SI JESÚS SIMPLEMENTE LOS PERDONABA?
Es verdad que Jesús perdonaba los pecados sin
escuchar una confesión. Pero el Maestro divino leía claramente en los corazones
de la gente, y sabía perfectamente quiénes estaban dispuestos a recibir el
perdón y quiénes no. Jesús no necesitaba esta confesión de los pecados. Ahora
bien, como el pecado toca a Dios, a la comunidad y a toda la Iglesia de Cristo,
por eso Jesús quería que el camino de la reconciliación pasara por la Iglesia
que está representada por sus obispos y sacerdotes. Y como los obispos y
sacerdotes no leen en los corazones de los pecadores, es lógico que el pecador
tiene que manifestar los pecados. No basta una oración a Dios en el silencio de
nuestra intimidad.
Además el hombre está hecho de tal manera que
siente la necesidad de decir sus pecados, de confesar sus culpas, aunque
llegado el momento le cuesta. El sacerdote debe tener suficiente conocimiento
de la situación de culpabilidad y de arrepentimiento del pecador. Luego el
sacerdote, guiado por el espíritu de Jesús que siempre perdona, juzgará y
pronunciará la absolución: «Yo te absuelvo de tus
pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». La
absolución es realmente un juicio que se pronuncia sobre el pecador
arrepentido. Es mucho más que un sentirse liberado de sus pecados. Es decir, a
los ojos de Dios: no existen más esos pecados.
Está realmente justificado. Y como consecuencia lógica, dada la delicadeza y la
grandeza de este misterio del perdón, el sacerdote está obligado a guardar un
secreto absoluto de los pecados de sus penitentes.
3.
«PERO EL SACERDOTE ES PECADOR COMO NOSOTROS», DIRÁN ALGUNOS.
Y les respondo: También los Doce apóstoles eran
pecadores y sin embargo Jesús les dio poder para perdonar pecados. El sacerdote
es humano y dice todos los días: «Yo pecador» y la Escritura dice: «Si alguien
dice que no ha pecado, es un mentiroso» (1Jn. 1, 8). Aquí la única razón
que aclara todo es esta: Jesús lo quiso así y punto.
Jesús fundamentó la Iglesia sobre Pedro sabiendo que Pedro era también pecador.
Y Jesús dio el poder de perdonar, de consagrar su Cuerpo y de anunciar su
Palabra a hombres pecadores, precisamente para que más aparecieran su bondad y
su misericordia hacia todos los hombres. Con razón nosotros los sacerdotes
reconocemos que llevamos este tesoro en vasos de barro y sentimos el deber de
crecer día a día en santidad para ser menos indignos de este ministerio.
El sacerdote perdona los pecados por una sola
razón: porque recibió de Jesucristo el poder de
hacerlo. Además, durante la confesión aprovecha para hacer una
corrección fraterna y para alentar al penitente. El confesor no es el dueño,
sino el servidor del perdón de Dios.
Y otro punto importante es que el sacerdote concede
el perdón «en la persona de Cristo»; y
cuando dice «Yo te perdono...» no se refiere
a la persona del sacerdote sino a la persona de Cristo que actúa en él. Los que
se escandalizan y dicen ¿cómo un sacerdote que es
un hombre puede perdonar a otro hombre? es que no entienden nada de
esto.
¿QUÉ
OTRAS DIFERENCIAS HAY ENTRE CATÓLICOS Y PROTESTANTES ACERCA DE LA CONFESIÓN?
El protestante comete pecados, ora a Dios, pide
perdón, y dice que Dios lo perdona. Pero ¿cómo sabe
que, efectivamente, Dios le ha perdonado? Muy difícilmente queda seguro
de haber sido perdonado.
En cambio el católico, después de una confesión
bien hecha, cuando el sacerdote levanta su mano consagrada y le dice: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre...», queda
con una gran seguridad de haber sido perdonado y con una paz en el alma que no
encuentra por ningún otro camino.
Por eso decía un no-católico: «Yo envidio a los
católicos. Yo cuando peco, pido perdón a Dios, pero no estoy muy seguro de si
he sido perdonado o no. En cambio el católico queda tan seguro del perdón que
esa paz no la he visto en ninguna otra religión». En verdad, la confesión es el mejor remedio para obtener la paz del alma.
El católico sabe que no es simplemente: «Pecar y rezar, y listo». Pongamos un caso: Una mujer católica comete un aborto. No puede llegar a su
pieza, rezar y decir que todo está arreglado. No. Ella tiene que ir a un sacerdote
y confesarle su pecado. Y el sacerdote le hará ver lo grave de su pecado, un
pecado que lleva a la excomunión de la Iglesia. El sacerdote le aconsejará una
penitencia fuerte. Ella quizás hasta llorará en ese momento y antes del próximo
aborto seguramente lo pensará tres veces... ¿Y ese señor que compra lo robado?
¿Y esa novia que no se hace respetar por el novio? ¿Y esa mujer que quita la
fama con su lengua? ¿Y ese borracho?...
Confesando sus pecados, se encontrarán con
alguien que les habla en nombre de Dios y les hace reflexionar y cambiar su
vida.
Queridos hermanos, termino esta carta con una
gran esperanza de que nosotros los católicos seamos capaces de descubrir de
nuevo el gran tesoro de la confesión.
Cuántos miles de personas mejoraron su vida sólo
con hacer una buena confesión. Un gran psicólogo decía: «Yo no conozco ningún método tan bueno para mejorar una vida como la
confesión de los católicos». Espero que este «gran tesoro» que dejó
Jesús en su Iglesia, sea también provechoso para el crecimiento de nuestra vida
espiritual.
Décima a lo Divino por el Hijo Pródigo:
Padre de mi corazón
aquí estoy arrepentido, a tus pies estoy rendido, concédeme
tu perdón. Póngame la bendición
y olvide usted sus enojos como pisando entre abrojos
hoy he llegado hasta aquí a hacerle correr
por mí las lágrimas de sus ojos.
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