«El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16).
Estas palabras de san Pablo
nos recuerdan una realidad fundamental de nuestra vida, la respuesta a la
pregunta: ¿Quién soy? ¡Somos hijos de Dios! Esta
realidad se puede considerar desde dos niveles: uno
«natural» (nuestro espíritu) y otro sobrenatural (el Espíritu mismo).
1. SÍ, TÚ, ¡TAMBIÉN ERES HIJO DE DIOS!
Voy a profundizar en el
primero, es decir en que somos hijos por ser creados por
Dios con una dignidad concreta.
Para ello debemos aclarar en primer lugar que no nos podríamos llamar hijos si
no fuéramos personas creadas a imagen y semejanza de Dios.
Caer en la cuenta de que se es
hijo significa descubrir que existe una dependencia radical del Creador en
cuanto seres personales y por tanto, con una dependencia más profunda de la que
pueden tener las demás criaturas.
Podemos llamar a Dios como
Padre, ¿no es maravilloso? Esta filiación «natural» nos lleva a descubrir mejor la
«sobrenatural», consecuencia de la elevación a la vida de Dios en el Hijo
encarnado, por medio del Bautismo y los demás Sacramentos.
2. ¿QUÉ DICE EL CATECISMO SOBRE EL HECHO DE SER
HIJOS DE DIOS?
Me parece que el punto de
llegada está en esto: Dios al crear el «ser
personal» (que somos cada uno), no podría hacerlo sin llamarnos hijos.
Cada ser humano nace como hijo, de sus padres por supuesto, pero en su ser personal es sobre todo hijo del creador.
Nuestro ser personas viene de
Dios, no de nuestros padres biológicos. El Catecismo de la Iglesia explica en
el n.27:
«El deseo de
Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios. Y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en
Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:
La
razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la
comunión con Dios. El hombre es
invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento.
Pues no existe
sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor. Y no
vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se
entrega a su Creador (GS 19, 1)».
3. EL HOMBRE ES INVITADO AL DIÁLOGO CON DIOS DESDE
SU NACIMIENTO
Porque es persona, es decir,
relación, dignidad, apertura a otros, especialmente a su Creador que es
comunión de Personas. Como recordaba san Pablo en el Areopagita de Atenas
citando a los poetas griegos: «En él vivimos, nos movemos y
existimos» (cf. Hch 17, 26-28).
El papa emérito Benedicto XVI
quiso recordar desde el inicio de su pontificado que: «No
somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es
el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario» (Homilía en la Misa de inicio
del pontificado, 24-IV-2005).
Todo hijo debería ser buscado
como un regalo, un don. La crisis de la figura paterna actual, junto con el
«invierno demográfico», pueden opacar esta realidad, hacer ver al hijo como una
«carga». ¡Pero con Dios no sucede esto!
4. LA LIBERTAD, EL CONOCIMIENTO Y EL AMOR
Hay unos tragos definitorios
de nuestro ser personal que nos pueden ayudar en esta comprensión: la libertad,
el conocer y el amar.
Somos conscientes de que
podríamos no haber nacido y esto nos hace pensar en lo propio del Creador, que
es libre para crear y en el don recibido de la libertad.
El problema es cuando solo la
consideramos a nivel de «lo que yo quiero». San
Pablo nos habla de «la libertad de los hijos de
Dios» (Rm 8, 21). Frente a esto anota el filósofo Leonardo Polo que:
«El
planteamiento adecuado de la cuestión de la persona humana, central para la
antropología, arranca del hallazgo del valor donal de la libertad, que es tan
de cada uno como personas somos» (Polo, L., Escritos menores. P. 104).
Tan de cada quien como uno es
hijo. Y añade que «ser libre es ser libre respecto
a Dios. No es librarse de Dios, ni ser dueño de los propios actos respecto a
Dios (…)
Mi
autor no se ha limitado a crearme, sino que yo cuento para Él hasta el punto de
que ha muerto por mí: «Empti estis pretio magno».
Solo con el
cristianismo se descubre la persona, se encuentra la verdadera libertad» (Polo, L., Antropología y
ética, pro manuscripto, p. 18). Esa libertad es propia de todos como personas.
5. ¿QUÉ SUCEDE CON EL «CONOCER»?
Sabernos creados libres
respecto a Dios activa una búsqueda muy importante y tal vez poco explorada: el
conocimiento personal del Creador y de mí mismo.
«El
ser humano estrena renovadamente su reconocimiento, como ser humano que es, en
el seno de su relación filial» (Polo, L., Escritos menores.
P. 159).
Algo parecido a la libertad
sucede con el conocer: cuando me limito a lo que
puedo conocer de manera «objetiva», a lo que entiendo, pierdo de vista un
conocer más alto, el conocerme como soy conocido, desde Aquel que me ha creado.
El fin de este conocer es
precisamente profundizar en que «soy hijo», porque
soy creado personalmente, no de manera «genérica». Esto
nos permite, a su vez, profundizar en cómo ser hijos.
6. AHORA HABLEMOS DEL AMOR
De esta manera, llegamos a
aceptar aquello que somos: hijos, no siervos.
Aceptar es amar:
«No da igual no
querer ser hijo que tener conciencia de serlo, reconocerlo y aceptarlo (…) Si
hubiera un niño tan rebelde que se enfrentara con sus padres y no quisiera
depender de ellos, ni tampoco de sus maestros (no quiere decir que vaya o no a
la escuela, eso es secundario).
Entonces, la
organización montada por el carácter de hijo, la familia y la escuela, toda la
estructura educativa de la humanidad, se vendría abajo» (Ibid., p. 146).
Con esta referencia a la
educación, Polo muestra cómo dependemos de los padres, pero radicalmente —en
nuestro ser— dependemos del Creador.
Y dado que somos personas,
dependemos como hijos, pero tal dependencia es preciso
aceptarla por el amor, reconociéndola con nuestro conocimiento y libertad.
Nuestro «ser hijos» se puede entender como un proceso de
maduración, en el que se nos ayuda a crecer como personas, en todas nuestras
dimensiones: cómo conocemos o cómo queremos.
«Educar equivale
a ayudar a crecer. (…) Ayudar a crecer es encomendar esa ayuda al que crece.
Por eso, educar es educar en la libertad, no solo hablar de la libertad o
encomiarla, sino entregar lo que se transmite a una libertad nueva, que se hará
cargo de esa ayuda, en la que lo entregado renace: es asumido, apropiado,
integrado. (…)
Pero la libertad
del hijo no es la independencia (ser independiente es contradictorio con ser
hijo), sino hacerse cargo de su destinación» (L. Polo, El hombre como hijo).
7. ¿QUÉ DICE EL PAPA FRANCISCO?
El papa Francisco ha escrito
en la reciente carta encíclica Fratelli Tutti:
«La tarea
educativa, el desarrollo de hábitos solidarios, la capacidad de pensar la vida
humana más integralmente, la hondura espiritual, hacen falta para dar calidad a
las relaciones humanas, de tal modo que sea la misma sociedad la que reaccione
ante sus inequidades, sus desviaciones, los abusos de los poderes económicos,
tecnológicos, políticos o mediáticos» (n. 167).
Capacidad de pensar la vida
humana más integralmente… En esta línea, pienso que podemos ganar mucho. San
Josemaría Escrivá, decía algo al respecto: «No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser
muy humanos, porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos» (Es
Cristo que pasa, 166).
Necesitamos comprender muy
bien que como personas ya somos hijos de Dios, que hay una dependencia radical
del Creador. Y si crecemos como hijos, en lo humano, vamos a poder ser más
sobrenaturales (y ayudar a los demás a serlo).
Elevando lo humano a Dios por
medio de la gracia que Cristo nos ha alcanzado como Hijo eterno del Padre.
Podemos encomendar esta tarea a san José, que vio y ayudó a crecer en lo humano
al Hijo de Dios.
Artículo elaborado por el Padre Pablo
Quintero.
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