lunes, 11 de enero de 2021

"LA LLOQUIA"

 Sería como las tres de la tarde. El cielo se había oscurecido y comenzaron truenos y relámpagos, seguidos de una torrencial lluvia, nos hizo abandonar la escuela y correr a nuestras casas.

Tenía yo nueve años. Recuerdo haber visto a mi padre en la tienda comercial que teníamos en Huacho subido sobre una pipa, agujerear con una larga barreta los techos del cielo raso. Caía el agua a chorros sobre unas bateas de donde los trabajadores las sacaban en baldes y la arrojaban a la calle.

El agua de la lluvia se filtraba por todas partes, con mis hermanos nos guarnecíamos debajo de una mesa, esa noche no dormíamos. Al día siguiente disminuyó la lluvia. Los muchachos salimos a recorrer la ciudad. En la acequia que pasaba por el camal, el agua corría como si fuera un brazo del río y al bajar el malecón, vimos la calle cubierta de sapitos como si hubieran bajado del cielo junto con miles de grillos blancos que chillaban estridentes. De los desagües salían ratas despavoridas invadiendo calles y casas.

Todo el mundo hablaba de la “LLOQUIA”. Lloquia es una palabra quechua con la que se nombra en las provincias a éstos extraños fenómenos que se inician con truenos y relámpagos seguidos de lluvias torrenciales.

Así pues, la gente recordaba la que cayó en 1891, en la que un huaico arrasó el pueblo de Supe. Años después pude ver el viejo pueblo sepultado por lodo y piedras hasta más arriba de las ventanas de las casas. Después pude conseguir relatos de personas que vivieron la lloquia de 1925. Una de ellas fue Dagoberto Nicho Chirito, quien era Yanacón en la hacienda Carretería del valle de Pativilca.

Sembraba en aquellos días unos potreros de algodón al pie del río... A comienzos del mes de marzo estaban ya todas las bellotas abiertas y con unos peones comenzamos la papa, era el ocho de ese mes. Lo recuerdo bien, pues era víspera de mi cumpleaños y mi mujer había amanecido pelando mote para los tamales.

Había sido un año de intensa sequía. El cauce del río Pativilca estaba casi seco y parecía que salía humo del techo, ¡tan intenso era el calor! Esos meses habíamos tenido un cielo despejado, pero la mañana aquella, nada más iniciar la paña del algodón, el cielo comenzó a oscurecerse, llenándose de negros nubarrones.

Al mediodía; algunos hablaban de que el cielo amenazaba lluvia, la gente no creía, ¿cuándo se ha visto que llueva en la costa? Con el afán de la paña, no me había detenido yo a observar. Pero cuál no sería mi sorpresa al oír el estruendo de un trueno, y ver en medio de relámpagos cómo se desataba una torrencial lluvia que nos hizo huir con capachas y todo el rancho, donde mi mujer ya había suspendido la molienda (y se había olvidado del mote y de los tamales), asustada por lo que estaba sucediendo.

La lluvia duró hasta el otro día. El rancho era una coladera en la que el agua se filtraba por todas partes. Al mediodía todavía seguía lloviendo, pero en las lomas vecinas y en la sierra, se veía el cielo oscuro y se oían truenos. Las lluvias se trajeron abajo todas las bellotas de algodón. La crecida del río se llevó todos los potreros de las orillas. Tres días después de la gran catástrofe en la que lo perdimos todo, partimos en dos bestias a la casa de mi padre.

Por caminos intransitables de fango y lodo avanzamos viendo cosechas destruidas, casas sin techo, animales deambulando, familias huyendo en busca de terreno seguro seco. Por las callejonadas de los cerros se veían los cauces de los huaicos, llenos de piedras.

Al llegar al río Pativilca el agua estaba de monte a monte, parecía un mar embravecido arrastrando con todo lo que había encontrado a su paso. El largo puente era mecido como una hamaca y amenazaba llevárselo. Tuvimos que cubrir los ojos a los caballos, que temblaban de terror, para obligarlos a cruzar.

Por los pueblos que pasábamos de Barranca y Supe, o por las haciendas, como San Nicolás, la lloquia había hecho iguales estragos. Pero al llegar al valle de Huaura vimos con sorpresa que allí no había pasado nada, en los potreros de Mazo y Chacaca blanqueaba el algodón y el río Huaura estaba tan seco como lo estuvo antes el Pativilca. Llegamos al atardecer a la campiña y nos instalamos en la casa de mi padre. Esa noche no terminamos de contar a la familia lo sucedido en Pativilca.

Al día siguiente, trece de marzo, volvimos a vivir nuevamente la angustia de este fenómeno. El cielo se cubrió con densos nubarrones, y a media tarde comenzaron truenos, relámpagos y se precipitó el mismo terrible diluvio que habíamos presenciado hacía cinco días.

La crecida del río Huaura arrasó el monte de Palenque, el de los Guerrero, y el puente colonial de cal y canto de Huaura. Por varios días las aguas amenazaron ingresar a la ciudad de Huacho por el viejo camino de Cejetuto. La toma matriz que riega la campiña corría el peligro de ser arrasada por las turbulentas aguas. Cientos de hombres se turnaron constantemente día y noche en los trabajos de refuerzo del cauce con mancarrones para desviar las aguas. Lo que salvó que la campiña fuera arrasada, fueron los muros de contención hechos en mil novecientos ocho, y que fueron solicitados al presidente don José Pardo cuando visitó Huacho.

Don Mario Zapata, mecánico de la hacienda Humaya contó lo siguiente: El año de mil novecientos veinticinco cayó una lluvia como las de la selva, anunciada con truenos y relámpago, y el río Huaura arrasó con los puentes colgantes de Humaya y Andahuasi. Avalanchas de lodo y piedra bajaron por Caldera, Chambara, Quipico y Andahuasi. A las nueve de la noche bajó un huaico por Chambara Alta causando gran alarma en los peones que huyeron despavoridos. En un momento la ranchería quedó sepultada.

En Andahuasi, cerca de la hacienda y a un costado del Trapiche, bajó otro huaico que dividió en dos la acequia madre y levantó los rieles del ferrocarril a Sayán. De milagro se salvó una familia que vivía en lo alto de una roca; la avalancha pasó a ambos lados de la casa dejándola como en una isla. El nivel del agua subió más de un metro de altura, en los potreros de las orillas. La lluvia acabó con el algodón y los maizales.

Don Gorgonio Gonzales, ciudadano argentino, casado con una dama huachana, nos relata también sus impresiones: Visitando negocios en Sayán, me sorprendió esta lluvia torrencial con tempestad de truenos y relámpagos. El río cargó inesperadamente, arrastrando el puente de Sayán y todos los puentes y salidas de este pueblo. Los que teníamos familiares en Huacho estábamos enloquecidos, al correr la noticia de que las aguas habían penetrado y destruido la ciudad. Llegarnos a improvisar con sogas un pase por encima de las aguas embravecidas, logrando pasar al otro lado. Debimos caminar cuarenta kilómetros entre el fango para llegar a la ciudad de Huacho.

De: Alberto Bisso Sánchez.

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