Todos sabemos que es de buena educación dar gracias al recibir un favor, un bien, un regalo, una alabanza, etc. Pero esta a veces es una respuesta inmediata y automática, algo así como desear «¡Salud!» a alguien que estornuda en nuestra presencia.
Hoy quiero
hablarte de la verdadera y profunda gratitud, la que puede transformar tu vida,
porque transformará tu corazón y tu relación con Dios.
LA GRATITUD NOS SACA DE NOSOTROS MISMOS
A todos nos pasa que, en
ciertos momentos o por ciertas épocas, nos vemos abrumados por las
preocupaciones. Nos preocupamos por lo que no tenemos y nos falta, por las
exigencias del trabajo o de la vida familiar, incluso a veces por cuestiones
espirituales. Nos reprochamos, «no estoy teniendo
tiempo para hacer la oración», «de vuelta falté a misa», «necesito dirección
espiritual sobre este asunto», y un largo etcétera.
Este estado nos hace pasar de
la preocupación a la ansiedad, de la ansiedad a la tristeza, de la tristeza a
la frustración. Y así, podemos seguir saltando de una emoción a otra muchas
veces más. No solo no estamos a gusto con la realidad que nos agobia, sino que
tampoco estamos a gusto con nosotros mismos. ¿Te
suena la frase «ni yo me soporto ahora mismo»?
Cuando sentimos eso – cuando
no nos aguantamos a nosotros mismos – es como si quisiéramos «salir» de nuestro cuerpo, como salir de una
habitación con humo o aire tóxico. La única manera que existe para hacer esto,
es la gratitud. No podemos abrir una puerta, dar un salto hacia
fuera y, de un portazo, «dejarnos» atrás. Podemos enfocarnos, sin embargo, en lo que tenemos a nuestro alrededor,
para no mirar demasiado hacia dentro.
La gratitud es una bocanada de
aire fresco, que nos permite no solo salir de ese egocentrismo. Que nos permite
darnos cuenta de la cantidad de cosas lindas o positivas que a veces no vemos
por estar distraídos con las que nos angustian, cosas que no podemos controlar.
DAR GRACIAS ES DESPERTAR EL ASOMBRO
Una vez leí un consejo de Santa Teresa de Jesús, que decía «ofrécete a Dios cincuenta veces al día». Al
escribir este artículo, recordé esto y me puse a pensar qué sucedería si, cada
día, agradeciéramos cincuenta cosas. Hay muchas personas – creyentes o no – que
tienen el buen hábito de, diariamente, apuntar las cosas por las que están
agradecidas.
Pienso que, si también
adoptáramos esta práctica, veríamos un resultado interesante: quizás las
primeras cosas que agradeceríamos serían las más «obvias»
(«gracias por un nuevo día», «gracias por
llamarme a la vida», «gracias porque puedo ver», «gracias porque tengo un
techo», etc.), pero en la medida en que vamos gastando los números,
tendríamos que ingeniarnos un poco más.
Esto nos obligará a afinar la
mirada y el corazón, haciéndolo más sensible a lo que tiene a su alrededor y a
los dones recibidos de Dios. Y, en la medida en que esto ocurra, también nos
acercaremos más a Él, porque estaremos «sacando
músculos» a nuestra mirada sobrenatural, ejercitándola para percibir lo
que a veces nos pasa desapercibido.
En palabras de un santo: «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de
gracias, muchas veces al día. Porque te da esto y lo otro. Porque te han despreciado.
Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a
su Madre, que es también Madre tuya. Porque creó el Sol y la Luna y aquel
animal y aquella otra planta. Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te
hizo premioso… Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (San
Josemaría Escrivá).
AL DAR GRACIAS NOS DISPONEMOS A RECIBIR
¿Verdad que da
gusto ayudar a quien valora nuestra asistencia?, ¿o regalar algo a quien se
emociona con lo que sea que le entreguemos? Me imagino que algo así ha de ocurrir con Dios, quien se pondrá contento
de dar dones a quien los sabe recibir y los sabe trabajar y fructificar.
«La vida
cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre
generoso»
(Papa Francisco, Catequesis sobre el agradecimiento 2018)
Escrito por María Belén Andrada
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