Para celebrar la
absolución del Cardenal Pell de los cargos que pesaban contra él y su
liberación, vuelvo a traer al blog un artículo que escribí hace más de diez años y
que, visto lo visto, no dejaba de tener un cierto tono profético:
Me ha encantado leer que el Cardenal Pell, de Sydney,
va a participar en el Primer Festival de Ideas Peligrosas en Australia. Me ha parecido extrañamente apropiado, porque no hay nada más peligroso que el cristianismo. La fe católica
puede ser odiada, despreciada, rechazada, amada o admirada, pero quien la
considere algo aburrido, intrascendente o rutinario no tiene ni la más mínima
idea de lo que es el cristianismo o sólo se ha encontrado con cristianos de
pega. Será como el que dice que una víbora es muy mona o que un león es
hogareño: o habla por hablar o lo que él llama víbora y león son, en realidad,
muñecos de peluche.
No
hay idea más peligrosa que la Encarnación, porque coloca al mundo cabeza abajo. En lugar de un Dios o, más
bien, una Fuerza absoluta e impersonal en lo alto, que lo fundamenta todo pero
a la que no le importa nada, y unos insignificantes seres humanos en la tierra,
que hoy están vivos y mañana vuelven al polvo, en lugar de un universo que evoluciona
sin saber muy bien hacia dónde o de un eterno retorno por el que todo es
siempre lo mismo, los cristianos nos encontramos con un universo trastocado.
Dios se hace pequeño, lo inmortal se hace mortal, lo Abstracto resulta ser
Alguien. Y, de la misma forma, los insignificantes seres humanos están llamados
a ser hijos de Dios, los mortales reciben la inmortalidad, los hombres falibles
se atreven a decir que conocen la Verdad y el sinsentido de la vida se desvela
como parte del Plan de Dios. Hasta el más mínimo aspecto de la vida queda
transformado.
Si Dios se ha encarnado, ya
nada puede ser igual. ¿Cómo no va a haber milagros,
cuando se ha producido el Milagro de los milagros, que es la Encarnación? No es extraño que, con el anuncio del Evangelio, “los ciegos vean y los cojos anden, los leprosos queden
limpios y los sordos oigan, los muertos resuciten y a los pobres se les anuncie
la buena noticia”. Lo raro es que haya cojos que no salten de alegría al
oírlo, ciegos que se nieguen a ver, muertos que prefieran seguir muertos y
leprosos que no quieran quedar limpios.
Desde el principio, al núcleo
del cristianismo se le ha llamado Evangelio, es decir, “buena
noticia”, o Kerigma, “anuncio”, porque
es algo verdaderamente nuevo, revolucionario y que revuelve todo cuanto
toca.
Y no es que simplemente fuera nuevo hace dos mil años: es nuevo y revolucionario hoy y cada vez que se proclama.
Por eso es peligroso y por eso los gobernantes, de cualquier ideología, época o
condición, siempre se echan a temblar ante un verdadero cristiano.
Si
buscamos una frase peligrosa, difícilmente podríamos encontrar una que lo fuera
más que: “Amad a vuestros enemigos”. Las proclamas revolucionarias de Marx, Lenin, Nietzsche, Rousseau,
Robespierre o el Che Guevara tienen el tremendo fallo de no ser suficientemente
revolucionarias. Metiendo más o menos la pata, intentan cambiar pequeños
aspectos del mundo, pero no lo colocan cabeza abajo, no lo transforman de raíz.
Al final, uno descubre que son más de lo mismo y, por ello, no solucionan nada.
En cambio, al leer cómo los mártires cristianos mueren perdonando a sus
asesinos, uno tiene la sensación de que un inmenso temblor ha sacudido los
cielos y la tierra. Las galaxias se detienen y el universo contiene el aliento,
porque alguien ha amado a sus enemigos, quebrando con ello en pedazos las leyes
más fundamentales de la naturaleza.
Cuando una persona acepta la
fe en Cristo, su vida cambia totalmente, hasta el punto de que se puede decir
que ha vuelto a nacer. Será consciente como nunca de su pequeñez y de
que él sólo no puede hacer nada, pero tendrá la desfachatez de decir que es
hijo de Dios. Podrá vivir, según su vocación, la pobreza, la castidad y la
obediencia y, en lugar de ser un desgraciado por ello, reconocer que es el más
rico de los hombres, amar de verdad y disfrutar de la verdadera libertad.
Recordará siempre que la vida verdadera es la que no se acaba, pero construirá
hospitales, alimentará a los que tienen hambre, visitará a los presos y
enseñará a los que no saben. Sufrirá tanto o más que los demás, pero tendrá una
alegría que nadie le podrá quitar. Pecará siete veces cada día, pero se
atreverá a decir que forma parte de la Iglesia Santa. Quizá no haya salido
nunca de su pueblo, pero estará dispuesto a ir al mundo entero a anunciar el
Evangelio.
¿Quieres vivir
aventuras? ¿Deseas vivir peligrosamente? Atrévete a abrir un resquicio de tu mente y tu corazón al Evangelio y te
garantizo que ya nada será igual.
Bruno M.
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