El Papa Francisco presidió este 5 de abril la Misa
del Domingo de Ramos en el interior de la Basílica de San Pedro del Vaticano, y
no en la Plaza como es tradicionalmente, debido a la pandemia del coronavirus,
COVID19. En su homilía el Santo Padre animó a abrir el corazón al amor del Señor. "Sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene’”.
A continuación, el texto completo de la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
Jesús «se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo»
(Flp 2,7). Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos introducir
en los días santos, donde la Palabra de Dios, como un estribillo, nos muestra
a Jesús como siervo: el siervo que lava los pies a los discípulos el
Jueves santo; el siervo que sufre y que triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13);
y mañana, Isaías profetiza sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is
42,1). Dios nos salvó sirviéndonos.
Normalmente pensamos que somos nosotros los que servimos a Dios. No, es Él
quien nos sirvió gratuitamente, porque nos amó primero. Es difícil amar sin
ser amados, y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Pero, ¿cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros. Él nos
ama, puesto que pagó por nosotros un gran precio. Santa Ángela de Foligno
aseguró haber escuchado de Jesús estas palabras: «No te he amado en broma».
Su amor lo llevó a sacrificarse por nosotros, a cargar sobre sí todo nuestro
mal. Esto nos deja con la boca abierta: Dios nos salvó dejando que nuestro mal
se ensañase con Él. Sin defenderse, sólo con la humildad, la paciencia y la
obediencia del siervo, simplemente con la fuerza del amor. Y el Padre sostuvo
el servicio de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino
que lo sostuvo en su sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro mal,
para que fuese superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones
más dolorosas de quien ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús
sufrió la traición del discípulo que lo vendió y del discípulo que lo
negó. Fue traicionado por la gente que lo aclamaba y que después
gritó: «Sea crucificado» (Mt 27,22). Fue traicionado por la
institución religiosa que lo condenó injustamente y por la institución
política que se lavó las manos.
Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en la
vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada ha sido
defraudada. Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que parece que la
vida ya no tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser amados,
y lo más doloroso es la traición de quién nos prometió ser fiel y estar a
nuestro lado. No podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido para
Dios, que es amor.
Examinémonos interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos
daremos cuenta de nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y doblez.
Cuántas buenas intenciones traicionadas. Cuántas promesas no mantenidas.
Cuántos propósitos desvanecidos. El Señor conoce nuestro corazón mejor que
nosotros mismos, sabe que somos muy débiles e inconstantes, que caemos muchas
veces, que nos cuesta levantarnos de nuevo y que nos resulta muy difícil curar
ciertas heridas. ¿Y qué hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos?
Lo que había dicho por medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré
generosamente» (Os 14,5). Nos curó cargando sobre sí nuestra
infidelidad, borrando nuestra traición. Para que nosotros, en vez de
desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de levantar la mirada
hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi infidelidad está
ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos, me sirves con tu amor,
continúas sosteniéndome... Por eso, ¡sigo adelante!”.
El abandono. En
el Evangelio de hoy, Jesús en la cruz dice una frase, sólo una: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es una frase dura. Jesús sufrió el abandono
de los suyos, que habían huido. Pero le quedaba el Padre. Ahora, en el abismo
de la soledad, por primera vez lo llama con el nombre genérico de “Dios”. Y le
grita «con voz potente» el “¿por qué?” más lacerante: “¿Por qué,
también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las palabras de un salmo
(cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración incluso la desolación
extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó. Comprobó el abandono
más grande, que los Evangelios testimonian recogiendo sus palabras originales:
Elí, Elí, lemá sabaqtaní.
¿Y todo esto para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos.
Para que cuando nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos encontremos
en un callejón sin salida, sin luz y sin escapatoria, cuando parezca que ni
siquiera Dios responde, recordemos que no estamos solos. Jesús experimentó el
abandono total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros
en todo. Lo hizo por mí, por ti, para decirte: “No temas, no estás solo.
Experimenté toda tu desolación para estar siempre a tu lado”.
He aquí hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta
el abismo de nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y el
abandono. Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se
desmoronan, frente a tantas expectativas traicionadas, con el sentimiento de
abandono que nos oprime el corazón, Jesús nos dice a cada uno: “Ánimo, abre
el corazón a mi amor. Sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene”.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos
sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar
aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa. Estamos
en el mundo para amarlo a Él y a los demás. El resto pasa, el amor permanece.
El drama que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio lo que
cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida
no sirve, si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De este
modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el Crucificado, que es la
medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la
vida, pidamos la gracia de vivir para servir. Procuremos contactar al
que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo que nos
falta, sino en el bien que podemos hacer.
Mirad a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en la Pasión, también a nosotros nos
anima en el servicio. Es cierto que puede costarnos amar, rezar,
perdonar, cuidar a los demás, tanto en la familia como en la sociedad; puede
parecer un vía crucis. Pero
el camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva la
vida.
Quisiera decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que
desde hace 35 años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a los
verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los que tienen
fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los
demás. Sentíos llamados a jugaros la vida. No tengáis miedo de gastarla por
Dios y por los demás: ¡La ganaréis! Porque la vida es un don que se recibe
entregándose. Y porque la alegría más grande es decir, sin condiciones, sí
al amor. Como lo hizo Jesús por nosotros.
Redacción ACI Prensa
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