Era judío de
Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor.
Por: n/a | Fuente: ACI Prensa
"Hijitos míos, amaos
entre vosotros”, solía decir San Juan Evangelista, el más joven
de los Apóstoles y a quien se distingue como el “discípulo
amado de Jesús”. Fue quien acogió a la Virgen María en su casa y es
patrón de teólogos y escritores. Su fiesta se celebra cada 27 de diciembre.
San Juan era judío de Galilea, hijo de Zebedeo y
hermano de Santiago el Mayor, con quien era pescador. Fue el elegido para
acompañar a Pedro a preparar la última cena, donde reclinó su cabeza sobre el
pecho de Jesús. Estuvo al pie de la cruz con la Virgen María, a quien llevó
físicamente a su casa como Madre para honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Asimismo, cuando llegó la noticia del sepulcro
vacío de Jesús, fue San Juan quien corrió junto a San Pedro para constatarlo.
Es ahí donde los dos “vieron y creyeron”. Más
adelante, cuando Jesús se les apareció a orillas del lago de Galilea, Pedro
preguntó sobre el futuro de Juan y el Señor contestó: “Si
quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme”.
Por esta respuesta se corrió el rumor de que
Juan no iba a morir, algo que el mismo Apóstol desmintió al indicar que el
Señor nunca dijo: "No morirá". Escribió
el Apocalipsis, el Evangelio de San Juan, donde se refiere a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y tres
epístolas.
Según Clemente de Alejandría, en una ciudad San
Juan vio a un joven en la Congregación y, con el sentimiento de que mucho de
bueno podría sacarse de él, lo llevó ante el Obispo, que el mismo Juan había
consagrado, y le dijo: "En presencia de Cristo
y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados".
A recomendación de San Juan, el joven se hospedó
en la casa del Obispo, quien lo instruyó en la fe, lo bautizó y confirmó. Sin
embargo, las atenciones del Obispo se enfriaron, el muchacho frecuentó malas
compañías y se convirtió en asaltante de caminos.
Después de un tiempo, San Juan volvió y le pidió
al Obispo el encargo que Jesucristo y él le habían encomendado a su cuidado
ante la Iglesia. El Prelado se sorprendió pensando que se trataba de algún
dinero, pero el Apóstol le explicó que se refería al joven.
El Obispo exclamó: "¡Pobre
joven! Ha muerto". "¿De qué murió?”, preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón",
le respondió. Al oír esto, el anciano Apóstol pidió un caballo y con la
ayuda de un guía se dirigió a las montañas donde los asaltantes de camino
tenían su guarida. Tan pronto como entró, lo tomaron prisionero.
En el escondite de los maleantes, el joven
reconoció al Santo e intentó huir, pero el Apóstol le gritó: "¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo
y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti
ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es
Cristo quien me envía".
El muchacho se quedó inmóvil, bajó la cabeza, se
puso a llorar y se acercó al Santo para implorarle una segunda oportunidad. San
Juan, por su parte, no abandonó la guarida de ladrones hasta que el pecador
quedó reconciliado con la Iglesia.
Esta caridad, que buscaba inflamar en los demás,
se reflejaba en su dicho: “Hijitos míos, amaos
entre vosotros". Una vez le preguntaron por qué repetía siempre la
frase y respondió San Juan: "Porque ése es el
mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante".
A diferencia de todos los demás Apóstoles que
murieron en el martirio, San Juan partió pacíficamente a la Casa del Padre en
Éfeso hacia el año cien de la era cristiana y a los 94 años, según San
Epifanio.
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