LA PLAGA DEL
CORONAVIRUS NO ES UN CASTIGO, SINO UN ACICATE PARA LA CONVERSIÓN
Varios amigos lamentan la
cobardía de algún obispacho (contracción de «obispo metidito en su despacho») para quien «de ninguna manera» el coronavirus es un castigo
de Dios, pues «Dios es un padre bueno que acompaña
a sus hijos». En tiempos de coronavirus, digamos que tal obispo no es un
cobarde, sino un valiente asintomático.
Cuando lo juzgue ese Padre
bueno, el obispo metidito en su despacho dirá que se acogió a la disciplina del
arcano, por no azuzar el odio de esta generación sin teología. Y, en efecto, cuando
a la gente la dejas sin teología sólo le queda… el odio teológico, que poco a
poco prepara sus cadalsos. Este odio teológico lo probó, por ejemplo, el obispo
Munilla, cuando afirmó que mayor mal que una catástrofe de Haití era la pobreza
espiritual que padecíamos nosotros. Pues resulta que ahora padecemos de una
tacada catástrofe y pobreza espiritual (la de quienes están infestados por los
cuatro pecados que claman al cielo, todos ellos bendecidos por leyes
democráticas).
Yo no sé si el coronavirus es
o no es un castigo divino, puesto que no he recibido ninguna revelación
particular (que, por lo que se ve, en los despachos episcopales se reciben a
tutiplén, aunque con taras, como si fuesen test chinos). Pero el mismo Cristo
nos enseña que ni un pajarillo cae al suelo sin la voluntad de nuestro Padre;
así que supongo que mucho menos caerán billones de virus. Y, en fin, sin
salirnos del Nuevo Testamento, ya sabemos lo que Dios encomendó a aquellos
siete ángeles: «Id a derramar en la tierra las
siete copas de la ira de Dios». Pero, siendo oceánicas las lagunas
teológicas de algunos obispos, resultan mucho más penosas sus inconsecuencias
lógicas. Pues, aunque los virus hayan caído por voluntad de Dios, mucho más
discutible es que esa voluntad haya sido de «castigar»
en el sentido teológico más pleno, como enseguida veremos. Pero la
inconsecuencia lógica de afirmar que el coronavirus no puede ser un castigo
porque Dios es «un padre bueno» es, en verdad, fecal. Pues lo que hace un padre
bueno es, precisamente, castigar a sus hijos cuando se portan mal, no por
regodearse en el castigo, sino para evitarles por amor un mal mayor; y el padre
que por lenidad no castiga con este fin es el peor padre concebible. Dios,
enviando plagas, castiga los pecados que claman al cielo, pero no por
regodearse en la crueldad, sino por evitar a los hombres el mal mayor de que se
perpetúe su culpa, por concederles la ocasión de renegar del mal que hicieron.
O, si no lo hicieron (si es que existe alguien que no haga mal, fuera de algún
obispo), para que hagan penitencia y aseguren la salvación de su alma (por la
que Dios regala para toda la eternidad un cuerpo glorioso en el que rebotan los
virus coronados o republicanos).
Las plagas sólo son castigos
desde la óptica del hombre que se ha quedado sin teología y sin perspectiva de
la vida eterna. Para quien las tiene, no son castigos en el sentido pleno del
término (castigo teológico verdadero sólo hay uno y es eterno), sino pruebas
que estimulan la conversión y nos permiten, en caso de muerte, ser acreedores a
un cuerpo glorioso. Así que, a la postre, la plaga del coronavirus, ocurrida
desde luego por voluntad de Dios, no es un castigo, sino un acicate para la
conversión y salvación de nuestras almas que han chapoteado en la charca de los
pecados que claman al cielo, o siquiera respirado con complacencia su aire
mefítico. En cambio, lo que sin duda es un castigo horroroso es la teología
pachanguera y la inconsecuencia lógica (la valentía asintomática) de algunos
obispos crueles. San Agustín decía que «hay una
misericordia que castiga y una crueldad que perdona»; esta última, para
mandarnos al infierno.
Publicado
originalmente en ABC
Juan Manuel de Prada
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