A la vista de los
resultados de los círculos menores del Sínodo de la Amazonia, ya no puede
quedarme duda: una buena parte de los padres sinodales tienen una fe distinta a la mía,
pertenecen a otra religión diferente. Quizá incluso se trate de la mayoría.
Estas semanas, he leído con
horror afirmaciones que ponían en el mismo plano la Revelación de Dios y las
ocurrencias más o menos disparatadas de cuatro tribus amazónicas, he visto ceremonias
paganas con idolillos en el Vaticano y sus alrededores, he escuchado
a obispos orgullosos de no haber bautizado nunca a nadie o que niegan la doctrina infalible que limita el sacerdocio
a los varones y los he visto idolatrar a los pueblos
indígenas como si no tuvieran pecado original (hasta el punto de contemporizar con el infanticidio).
En las conclusiones de los círculos menores,
la mayoría rechazan impíamente, de forma
apenas disimulada, el celibato sacerdotal (que es gloria y Tradición de la Iglesia Latina),
desprecian a los indígenas al considerarlos incapaces de vivir la castidad
perfecta, piden el acceso de las mujeres al sacramento del orden, eliminan la
distinción entre sacerdotes y laicos, pretenden que la Iglesia acompañe a los
hombres “sin distinción de credos” en lugar
de evangelizarlos, blasfeman al llamar “sensus
fidei” a sus despropósitos ideológicos, anteponen el activismo a la
contemplación y la cultura al Evangelio, quieren rescatar “los distintos rituales, símbolos y modos celebrativos de
las comunidades indígenas” a pesar de que están evidentemente
cargados de paganismo e incluso coquetean con la idea de un “rito amazónico”, previsiblemente calcado de esas
ceremonias claramente paganas que hemos tenido la desgracia de contemplar estos
días.
Por si eso fuera poco, nos
hablan de los “derechos de la naturaleza” y los pecados contra
ella (el “ecocidio”), de la “Madre tierra”, del cambio climático,
de “reducir el consumo de carne roja”, del “ministerio (eclesial) de cuidado de la casa común”, de
la “conversión ecológica” y de la “herida” de la deforestación, conceptos todos
ellos ajenos a la Tradición cristiana (y a la razón) y que, aparentemente, fueron desconocidos para el
mismo Cristo y solo ahora se han descubierto, en nuestra época moderna e
ilustrada. Los que nos dicen estas cosas son, además, los mismos pastores que han
sembrado de sal la Amazonia, ahuyentando
a todos los fieles o empujándolos a las sectas protestantes y destruyendo la fe
plantada allí por los auténticos evangelizadores durante siglos. Aun así, en una locura suicida, se pide
oficialmente su opinión sobre cómo debería actuar la Iglesia, inevitablemente para
acelerar la destrucción que ellos mismos llevan protagonizando décadas y
décadas.
No es, por desgracia, un hecho
aislado. Tras el Sínodo de la Familia y la publicación de Amoris Laetitia constaté
que muchos de los padres sinodales de entonces tenían una moral completamente distinta a la mía, una
moral que defiende que el fin justifica los medios y no existen
actos intrínsecamente malos, que considera que Dios no da la gracia necesaria
para dejar de pecar, que acepta el adulterio o las parejas del mismo sexo como un acercamiento personal a Dios, que ha abandonado la lógica, que suspira por abandonar a
Cristo y volver a la ley de Moisés y que
incluso afirma que Dios quiere que pequemos en ciertas ocasiones. En relación
con el seudosínodo
alemán, he escuchado a otros pastores que quieren bendecir las uniones del mismo sexo, aceptar los anticonceptivos, reconocer el
divorcio y, en general, cambiar por completo la moral de la Iglesia y
así lo afirman abiertamente. El problema no es que su moral sea distinta a la
mía, porque yo no soy nadie, sino que, hasta donde puedo ver, es una neomoral, contraria a la moral de Juan Pablo II, Benedicto XVI, Pablo
VI y todos los papas, santos y doctores de la Iglesia desde el siglo I.
Además de eso, observo que
esos padres sinodales, en muchísimos casos, aman lo que yo odio y odian lo que
yo amo, rechazan visceralmente todo lo que huele a católico,
se desviven por mundanizar lo más posible la Iglesia y ganar el aplauso de los
que no creen, capitulando por completo ante el relativismo, el
multiculturalismo, el indigenismo, el feminismo y todos los ismos de la época
actual. Sus palabras, excepto por un superficial barniz de términos cristianos
esparcidos aquí y allá, son indistinguibles de las de las organizaciones
internacionales agnósticas y lo mismo podría decirse de sus fines. Tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por
el país.
En cierto modo, da igual que
el Papa acepte o no sus sugerencias. El mismo hecho de que existan, se
manifiesten públicamente y no sean condenadas de inmediato muestran que la Iglesia está irremediablemente dividida y una ciudad dividida no puede subsistir.
No sé si somos muchos o pocos
los que rechazamos todo eso e intentamos ser fieles a lo que la Iglesia siempre
ha enseñado, pero lo que es indudable es que nuestra religión
y la suya son distintas. ¿Cómo vamos a pretender que tenemos una misma fe, si lo
que creemos es completamente diferente y, a menudo, opuesto? ¿Cómo vamos a
llegar a un acuerdo los que creemos que la Iglesia es la columna y
fundamento de la verdad, que nos ha legado sin deformación la Revelación
del mismo Hijo de Dios y los que piensan que, hasta ahora, la Iglesia siempre
ha estado equivocada sobre cuestiones fundamentales? ¿Cómo voy a dejarme
pastorear por clérigos que, como padre católico, nunca dejaría que se acercasen
a mis hijos para que no pervirtiesen su fe? Les pedimos pan y solo nos
dan piedras. Han destruido la confianza que todo fiel tiene que tener para con
la Iglesia.
Solo un puñado de obispos en
todo el mundo, Dios les bendiga abundantemente, han alzado la voz contra estas
barbaridades, llamándolas lo que son: herejía y apostasía. Un puñado en el que, por
desgracia, no se encuentra prácticamente ninguno de los obispos españoles. ¿Qué les sucede a nuestros obispos? Todos hemos
sospechado siempre (y ahora resulta indudable) que hay obispos que no creen. Yo
he conocido, sin embargo, a obispos españoles que indudablemente tenían fe y la
proclamaban, en algunos casos me la enseñaron a mí… pero ahora están callados
como muertos. ¿Qué sucede? ¿Tienen miedo? ¿Han abandonado
la fe? ¿Por qué no dicen nada cuando todo eso que enseñaban hace unos años es
negado y pisoteado por sus hermanos en el episcopado? ¿Es por prudencia? ¿Qué
extrañísima prudencia es esa que, de algún modo, les aconseja no hablar en
defensa de la fe de los sencillos, atacada hoy desde dentro de la misma
Iglesia?
Recuerdo
otros tiempos, en que defendían públicamente la fe que ahora es atacada y me pregunto
qué ha pasado, pero no encuentro respuesta. ¿Dónde
están, por ejemplo, Mons. Zornoza, Mons. Reig Pla, Mons. Demetrio Fernández, el
Card. Rouco, Mons. Sanz, Mons. Munilla, Mons. Iceta, Mons. Francisco Pérez,
Mons. Carrasco Rouco, Mons. Martínez Camino, el Card. Cañizares, Mons. Ladaria,
Mons. Rico Pavés, Mons. Elizalde y otros muchos que yo no conozco? ¿Por
qué calláis, padres, cuando vuestras ovejas somos maltratadas, se ataca nuestra
fe y se pisotea la enseñanza de la Iglesia? ¿Es que no escucháis
nuestros gritos?¿Por qué no os apiadáis de nuestro sufrimiento? Nos
degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Nuestro aliento se
hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo.
¿De verdad
tenéis buenas razones que requieren que no cumpláis vuestra misión principal de
defender la fe y pastorear a las ovejas? ¿No nos habéis enseñado vosotros
mismos que esa unidad a la que algunos apelan, cuando se da fuera de la verdadera fe, es una falsa unidad, que encubre la
podredumbre de la más horrible desunión y solo sirve para engañar a los que se
excusan con ella? ¿Es que no dicen la Tradición y la Escritura que, cuando hay
peligro para la fe, hay que argüir públicamente incluso a los superiores?
¿Acaso el auténtico amor al Papa y a vuestros hermanos obispos no pasa por
decirles la verdad, como hizo el mismo San Pablo con San Pedro? ¿Es
que no es mayor el escándalo de vuestro silencio ante la destrucción de la fe
que cualquier inquietud que pueda causar la denuncia del mal que campa a sus
anchas en la Iglesia? ¿Es que la confianza en Dios no incluye (y
exige) que vosotros pongáis de vuestra parte todo lo que podáis para cumplir el
deber que os encomendó Cristo de proteger a sus ovejas?
Estamos como ovejas sin pastor. Si vosotros nos
abandonáis, ¿a quién acudiremos? Solo
podremos acudir al Buen Pastor que no falla y pedirle a Él amparo y
justicia contra los malos pastores que, por acción u omisión, nos abandonaron a
los lobos.
¿Por qué me
atrevo a decir estas cosas? Sin duda, no soy mejor persona que muchos de esos que no creen en nada y
no soy profeta ni hijo de profeta.
Sin embargo, creo que no debo callarme. Hablo por el sufrimiento que me causa
este desgarro de la túnica inconsútil, por la postración de mi Madre la
Iglesia, porque veo que se oscurece la luz del Evangelio en el mundo
y por el deber que Dios me ha dado de legar la fe a mis hijos. Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan,
por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo.
¿Hasta
cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo nos ocultarás tu rostro? Ten piedad de
nosotros, Dios mío, e ilumina a nuestros pastores, para que
vuelvan a alimentarnos con tu Palabra, en lugar de con vaciedades humanas.
Danos pastores buenos y valientes que nos defiendan de los lobos y se olviden
de cualesquiera otras preocupaciones que no sean la gloria de Dios y el bien de
las almas. No nos abandones, Señor, porque solo en ti hemos puesto nuestra
esperanza.
Bruno
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