Al ser más bien tirando a pecador, me he confesado infinidad de veces a lo largo
de mi vida. Y con todo tipo de curas: el santo, el misericordioso, el
que te echa la bronca, el buenazo para el que todo da igual, el sabio, el
imprudente, el sordo, el que le molesta que vayas a confesarte si no tienes
pecados graves, el que está rezando, el que se toma su tiempo, el que procesa a
los penitentes como churros, el jovencillo aterrorizado recién salido del
seminario, el anciano que ya lo ha oído todo un millón de veces… Por todos
ellos siento un gran cariño y agradecimiento, ya que han hecho presentes para
mí al Padre misericordioso que me esperaba en el camino, a Cristo crucificado
que lavaba mis pecados con su sangre y al Espíritu Santo que me daba la gracia
para no pecar. Dios los bendiga a todos.
Hay algo,
sin embargo, que me gustaría sugerir sobre el elemento más olvidado de la
confesión: la penitencia. Por alguna
razón, la penitencia se ha
convertido en la hermana fea y olvidada del sacramento de la reconciliación.
Algunos
curas, ni siquiera ponen penitencia. Y los que ponen una penitencia, da la impresión de que tienden a
considerarla un trámite, una crucecita en la casilla de “y cumplir la penitencia”. Basta tener en cuenta
que, de la infinidad de ocasiones en las que me he confesado, todas las veces
menos un puñado me han puesto la misma penitencia: reza
un padrenuestro o tres avemarías o un padrenuestro y tres avemarías…
Por
supuesto, cualquier penitencia vale para cumplir el mínimo requerido para el
sacramento. En ese sentido, uno puede estar tranquilo porque la confesión es
válida y se perdonan los pecados, que es sin duda lo más importante. Pero es triste que una herramienta tan eficaz para
la vida cristiana se convierta en un simple cumplir el expediente. La
Iglesia nos regala con ella, del arca de su Tradición, un medio fantástico de
conversión y lo consideramos un mero trámite. Tenemos ante nuestros ojos el
ejemplo maravilloso de los que, para purgar sus pecados, se vistieron de saco y
ceniza, peregrinaron con riesgo de su vida a Santiago o a Jerusalén, ayunaron,
se humillaron, esperaron día y noche a la puerta de las iglesias… y lo
despachamos con tres avemarías.
Echo de
menos, la verdad, que los confesores se tomen más en serio la penitencia. Eso
no quiere decir que tengan que poner como penitencia una peregrinación descalzo
a Australia a un penitente que se confiesa de distraerse durante la homilía,
pero sí que recuerden el carácter
medicinal de la penitencia. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que
“la absolución quita el pecado, pero no remedia
todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe
todavía recobrar la plena salud espiritual” (CEC 1459). El pecador sale
del confesionario perdonado, pero aún lleva en su cuerpo y en su vida las
heridas del pecado, que la penitencia debe ayudar a sanar.
Los
confesionarios, sin embargo, parecen consultorios de la Seguridad Social con
bajo presupuesto y en los que a
todos los pacientes se les receta lo mismo: aspirina.
No importa que tengan dolor de cabeza, un brazo roto o cáncer de
páncreas: aspirina. O tres aspirinas. O un
paracetamol y tres aspirinas. Es algo sin sentido, que sólo se explica por el
hecho de que se ha olvidado la importancia medicinal de la penitencia para
sanar las heridas concretas del penitente. También lo dice claramente el
Catecismo: “La
penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal
del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo
posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos” (CEC
1460). En mi experiencia de más de treinta años confesándome, esto no sucede
casi nunca. Y es una pena.
De las
cinco o seis veces que no me han puesto padrenuestros y avemarías como
penitencia en toda mi vida, recuerdo
un caso en que la penitencia fue algo más parecido a lo que debería ser.
Me confesé (otra vez) de soberbia y el sacerdote me habló un rato sobre la
humildad y me puso penitencia que rezase, muy despacio, el Magníficat, para que
aprendiera a los pies de la Virgen lo que es la humildad, para que me sonrojase
al ver que la Inmaculada, la Llena de Gracia, la Reina de los Ángeles y de los
Santos era capaz de hacerse pequeña ante Dios mientras que yo buscaba ponerme
por encima de los demás. Me resultó una penitencia verdaderamente medicinal y
apropiada a mi enfermedad particular.
De nuevo,
no estoy inventando nada. El Catecismo también da diversas sugerencias sobre
esto: la penitencia “puede consistir en la oración,
en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones
voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que
debemos llevar” (CEC 1460). En una diócesis que conozco, para el pecado
de aborto se acostumbra a imponer la penitencia de ayudar durante cierto tiempo
en una residencia para niños enfermos o con problemas. Estoy seguro de que esa
penitencia contribuye a que la persona que ha abortado sane y se convierta. Y,
como decía antes, antiguamente en la Iglesia se imponían penitencias
significativas, a veces muy duras, que ayudasen a la conversión verdadera del
pecador.
Temo que
el olvido de la importancia de la penitencia sea una de las causas que contribuyen a que, tantas veces, la confesión no
conlleve una conversión o incluso a que la gente diga que prefiere “confesarse con Dios”. La penitencia nos saca de
la rutina, dificulta que nos confesemos por cumplir y ayuda a conseguir una
sanación tanto moral como psicológica.
Ánimo confesores, a echarle un
poco de imaginación. Supone
un pequeño esfuerzo, pero dará frutos de vida eterna. No podemos desperdiciar
esta ayuda maravillosa que nos entrega la Tradición de la Iglesia. Si alguien
se confiesa de gula, ¿qué tal un viernes de ayuno?
Si se acusa de idolatrar el trabajo, ¿por qué no
sacar a sus hijos al parque? Para el comodón, leer la Pasión. Para el
apegado al dinero, desprenderse de algo querido y ganar un tesoro en el cielo.
Si uno es colérico, copiar entero el Sermón de la Montaña. Si no ha ido a Misa
un domingo, ir a misa de diario durante una semana… O cualquier otra cosa que
les parezca oportuna, que para eso son confesores y tienen gracia de estado.
Pero, por favor, basta ya de aspirinas para todos.
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