“¡TEN PIEDAD DE MÍ, QUE SOY UN PECADOR!”
Dos hombres subieron al Templo a orar, a buscar el
rostro de Dios, a encontrarse con Él…
El primer hombre era piadoso, conocedor y cumplidor de las más mínimas
prescripciones rituales, portador del prestigio y respeto de la gente común,
tanto que enseñaba a otros a cumplir lo que agradaba a Dios.
De pie –como de costumbre-, bien adelante, en un lugar donde fácilmente
podía ser visto por los demás, decía así: “Dios
mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones,
injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano, ese pecador que está ahí
atrás…”
El segundo hombre era bien diferente. Era un publicano. Desde hacía años
recaudaba impuestos para. El afán de dinero lo había hecho aceptar esa
situación en la cual, inevitablemente, era cómplice de injusticias y fraudes.
No solía ir a la Sinagoga ni al Templo, sea porque no se sentía digno, sea
porque todos –o casi todos- le hacían sentir su desprecio con la mirada, los
gestos o los comentarios…
Pero aquella mañana este hombre, este pecador, reunió coraje, se puso en
camino y logró traspasar ese umbral tan difícil para él… Sin embargo, no se
atrevía a acercarse. Manteniéndose a distancia, arrodillado y casi postrado en
tierra, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad
de mí, que soy un pecador!”
La conclusión de la parábola, una de las más bellas del Evangelio,
resuena aún hoy con fuerza en nuestra conciencia: “Les
aseguro que este último –el publicano- volvió
a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será
humillado y el que se humilla será ensalzado”.
Convencida de estas contundentes frases del Señor, la Iglesia nos
propone comenzar el Rosario –al igual que la Eucaristía- pidiendo perdón.
Porque no hay verdadera oración sin humildad, sin contrición, sin aceptación de
nuestras culpas. Porque el primer hombre no llegó a encontrarse con Dios: sólo
se encontró consigo mismo y la imagen exageradamente positiva que tenía de sí.
Porque sólo el segundo abrió su alma al amor.
Podemos pedir perdón de muchos modos: con el
Pésame, con el Yo confieso, con un canto, con algún otro acto de contrición. Lo
podemos hacer con las manos juntas, pero también podemos imitar el gesto
contrito del publicano, quien se golpeaba insistentemente el pecho, sede de su
mundo interior.
Pero lo más importante es que imitemos su actitud honesta y franca, la
conciencia clara de no ser dignos de estar en su presencia amorosa, el completo
reconocimiento de que somos pecadores. Sin vueltas, sin rodeos, sin excusas.
Porque Dios “derriba del trono a los
poderosos, y eleva a los humildes”, porque “tú,
Señor, no desprecias un corazón contrito y humillado”, porque a
nosotros, que como Pedro tantas veces te hemos negado, nos das la oportunidad
de renovar, arrepentidos, nuestro amor.
Acércate al trono de Jesús y de María sin esconder tus miserias,
aceptando que tu vida no es aún como él la sueña y lo merece. No pretendas
engañarlo: él conoce todas tus flaquezas, él sabe
que estás hecho de barro.
Y porque, además, el “Ten piedad de mí, soy
un pecador” no es una convicción que nos aplaste y nos desanime. Al
contrario: tenerlo siempre ante nuestros ojos nos
da aún una conciencia más clara de la inmensidad de su Amor.
Porque Él me quiere –¡te quiere!- aún
cuando no lo merezco, me elige cuando yo lo he rechazado y me perdona incluso
antes de que yo se lo pida.
Comienza a rezar el Rosario así, con humildad. No sea que, como el
fariseo, al finalizar todo cuidadosamente termines sin haberte encontrado con
Él de verdad, y vuelvas a tus ocupaciones… sin haber sido justificado.
Leandro Bonnin
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