Si hay un lugar donde carece de sentido proclamar ''¡Viva el mal!' (toda una apología de la destrucción) es en una universidad, institución orientada a interiorizar la verdad que construye. Imagen: miniatura de un aula universitaria medieval que ilustra una página de las 'Grandes crónicas de Francia', c. 1330.
Una mañana, al entrar en el
campus de cierta universidad renombrada, me vi sorprendido por este lema,
escrito con grandes letras: “¡Viva el mal!”. Y
se me vino a la mente la frase de la Biblia: “En un
alma malévola no entrará la sabiduría” (Sab 1, 4).
Toda persona de capacidad normal
puede conseguir muchos y grandes saberes de diverso orden: matemático, científico, histórico, psicológico,
geográfico, artístico… Estos saberes constituyen una forma de cultura:
la científica, la humanística…
A estos tipos de saber y de
cultura no parece aludir la Sagrada Escritura en este pasaje con el polivalente
vocablo “sabiduría”. Los vocablos “sapientia” en latín y “sabiduría” en
español proceden del verbo latino “sapere”, que
significa algo así como “saborear”, saber
algo por vía de participación.
Saboreamos de veras una realidad cuando asumimos sus valores como algo propio y
les damos vida en nosotros.
Piénsese en el pianista que da
vida a la Sonata Patética de Beethoven. Saborea sus melodías y armonías como
se saluda al alba, como algo recién nacido, originario, una promesa de vida y
de belleza. O imaginémonos al arquitecto de la basílica de Santa
Sabina en Roma; cómo habrá
saboreado la fuerza expresiva de las dos grandes filas de columnas que orientan
el espíritu de los fieles que llenan la gran sala hacia el altar del
sacrificio…
A esta fruición
de grado superior se
la denomina en Estética “participación”. Hay
diversas formas de tomar parte en algo. La participación de varios comensales
en una tarta puede ser festiva en la intención, pero es en cierto modo
agresiva, porque anula la
realidad participada. Por eso se
trata de una forma de participación muy elemental; digamos “de primer grado”.
La participación artística (por
ejemplo, la que uno tiene cuando contempla la fuerza expresiva del
poderoso Moisés de Miguel Ángel) es sumamente
positiva porque actúa interiormente; asume las posibilidades
expresivas de una realidad
donante de posibilidades creativas –en este caso, la figura del gran liberador
del pueblo hebreo– y no queda anulada con ello, sino al contrario, llega a su
máxima realización. Nuestra participación sube
al grado dos.
Pero imagínate un cristiano que
oye la Pasión según San Mateo de Bach, vivida, en una
iglesia, como parte de los oficios litúrgicos, en la tarde del Viernes Santo.
Esta participación puede interiorizarla al máximo y producirle una emotividad
de tercer grado.
Volvamos al tema inicial del “alma malévola”. Literalmente, alma malévola
significa, en su origen latino, una persona que quiere el
mal, lo procura, tiende a él como a su razón de ser, celebra sus
triunfos como un éxito propio. A ello iba, tal vez, el que hizo esta proclama a
la entrada de un campus universitario: “¡Viva el
mal!”. Nos damos por enterados. Se trata de una declaración de guerra a
favor del mal. Tendremos que prepararnos para
defender el bien como es debido, es
decir, viviendo a fondo el proceso de crecimiento personal, que nos lleva hacia
el bien, ejemplarmente presente y actuante en la relación de encuentro.
Al hacer la experiencia de
nuestro crecimiento personal, vemos que, al llegar al nivel 3 –el de los grandes valores–, surge en nosotros espontáneamente el
lema El bien hay que hacerlo siempre, el
mal nunca; lo justo, siempre; lo injusto nunca. Proclamar abiertamente en la entrada de una
universidad –alma mater para nuestros antepasados– el lema de “viva el mal” (así en general, con las terribles
modalidades que puede provocar) nos causa escalofrío. Seguramente, el que lo proclamó abiertamente a la
vista de todos los estudiantes, jóvenes y mayores, no previó el alcance de su
proclama. A lo mejor, no pasó de un simple desahogo.
Yo lo tomé como un reto, y me
puse a pensar gozosamente a qué cimas de dignidad podemos
llegar si optamos por el bien y
entrevemos lo cerca que llegamos del reino de lo divino cuando
hacer el bien constituye el "ideal de nuestra
vida" y tomamos en serio la tarea de purificar nuestro
amor de toda brizna de
egoísmo.
Al ver que alguien tiene el
arrojo de proclamar que “Viva el mal” a las
puertas de la institución que nació para defender la verdad y enardecer
nuestras vidas jóvenes con la idea de la grandeza que nos reportará vivir para la verdad, en la verdad y de la verdad, nos parece hallarnos ante el intento de demoler
de un golpe el colosal edificio que estamos llamados a levantar cuando subimos
a la cumbre del nivel 2 –el nivel de las personas y las obras culturales que
ellas generan– y entramos en el ámbito del encuentro.
Proclamar el imperio del mal
equivale a desear que viva la nada, glorificar la destrucción como una meta de la vida, demoler
implacablemente cuanto estamos llamados a construir cuando nuestro lema es, por
el contrario, “el bien siempre, el mal nunca; lo
justo siempre, lo injusto nunca…”
Cuando vemos que alguien proclama
la victoria del mal se nos agolpan en la mente los destrozos que puede causar
en nuestra vida convertir el mal en el “ideal de
nuestra existencia”, pues una vez más se cumplirá la severa advertencia
de los romanos de que "la
corrupción de lo óptimo es lo peor que hay [corruptio optimi pessima]".
Anteriormente, hemos visto que
hacer el bien es el ideal de nuestra vida y nos permite subir del nivel 2 al
nivel 3, el de los grandes valores. Ahora vemos que proclamar la existencia del
mal es desear que reine la nada, glorificar la demolición implacable de cuanto
estamos llamados venturosamente a construir cuando nuestro ideal de la vida es hacer
el bien, el bien incondicional que culmina en el
amor oblativo.
Hacer el bien como el primer paso
hacia el crecimiento personal implica voluntad de encuentro, de concordia, que
significa "unión de corazones", deseo
firme de compartir con los otros el gozo de la existencia y la unión de
integración, que nos eleva a los niveles más altos.
En cambio, asumir el mal como la
meta de la existencia es aceptar como sentimiento básico de la vida el estado
de pánico del que se
ve colgado de un hilo sobre un abismo. Yo sólo me vi una vez en
la vida a punto de caer a un abismo. Algo unía muestro coche al puente de
madera que acabábamos de resquebrajar. Pero yo no sabía si se sostendría en
caso de que intentara abrir la puerta para echar pie a tierra firme. Fue un momento
angustioso…
Pero, créanme, tal como hoy veo
las cosas, más angustioso todavía debe de ser perder de pronto el sentido de la
vida y convertir el mal en la fuerza directiva de la existencia. Para evitarlo
de raíz, en un próximo artículo veremos el sentido que gana
nuestra existencia cuando
vivimos plenamente para la verdad, en la verdad y de la verdad. Entonces, la
verdad, bien entendida, nos hará definitivamente libres y felices.
Alfonso López Quintás
es académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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