Jesús nos invita a ser santos, a alcanzar el Cielo, pero ¿qué debemos hacer para lograrlo?
Por: Xavier Villalta A. | Fuente: Catholic.net
Sería fantástico que todos le hiciéramos al Señor aquella pregunta que un día
un joven le planteara: "Maestro bueno, ¿qué
debo hacer para heredar la vida eterna?" (Mc. 10, 17;
Mt. 19, 16) ¿cómo me puedo ganar mi entrada al
Cielo?
Dejemos
que sean las Escrituras las que nos muestren lo que debemos hacer.
1.- CUMPLIR LOS
MANDAMIENTOS
A aquel
joven Nuestro Señor Jesucristo le respondió así: "Tú
conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu
madre" (Mc. 10, 19; Mt. 19, 18)... porque "El
que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame,
será amado de mi Padre" (Jn. 14, 21)
San Pablo
nos recuerda el camino a seguir:
"Las obras de la carne son
conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios,
discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces,
orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne,
que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.
En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley.
Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y
sus apetencias" (Gal. 5, 19-24)
Y lo acentúa:
"El que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el
que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna"
(Gal. 6, 8)
2.- CREER, PERSEVERAR
HASTA EL FINAL Y OBRAR EN CONCORDANCIA A LA FE
Ante esto
surge una escusa en mi mente: las tentaciones son muchas, y soy débil, ¿cómo podré lograr semejante hazaña?, ¿acaso no está
escrito que "el adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando
a quién devorar" (1 Pe. 5, 8)?... sí, eso es verdad, pero también
está escrito que no sufriremos "tentación
superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados
sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla
resistir con éxito (1 Cor. 10, 13)" y aunque parezca que el león
nos va a devorar, si acudimos a Él buscando su auxilio, saldremos victoriosos
porque "Si Dios está por nosotros ¿quién
contra nosotros?" (Rom. 8, 31)
Pero,
entonces, ¿no vasta con creer?, ¿no dijo Nuestro
Señor a Nicodemo "el que cree en el Hijo tiene vida eterna"
(Jn. 3, 36)?, sí, es verdad, lo dijo, y esto no contradice lo anterior, porque
quien cree en alguien sigue todo lo que él ha enseñado, por lo tanto quien cree
en Cristo Jesús sigue fielmente todas sus enseñanzas (aunque no seamos capaces
de entenderlas completamente), no tan sólo las que nos sean más cómodas y
fáciles, sino principalmente aquellas que nos cuesta más por nuestra propia
debilidad, porque es en esa batalla, "la buena
batalla", la que nos permitirá decir al final "he llegado a la meta en la carrera, he conservado
la fe" (2 Tim. 4, 7), no me he "cansado
de hacer el bien" (2 Tes. 3, 13), tendiendo siempre presente que
sólo "Aquel que persevere hasta el final se
salvará" (Mt. 10, 22).
Parte de
los frutos de esa batalla son nuestras obras, obras que si son realizadas por
amor a Dios no serán olvidadas por Él (Heb. 6, 10), y nos dará como recompensa
la deseada vida eterna (Rom. 2, 6-7) y en el día del juicio
nos dirá:
"Vengan, benditos de mi Padre, y
reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo,
porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de
beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me
visitaron; preso, y me vinieron a ver" (Mt. 25,
34)
Probaron
vuestra fe gracias a vuestras obras (Sant. 2, 18).
3.- LA EUCARISTÍA
Finalmente,
no me puedo olvidar de mencionar otro requisito para lograr el cielo, último en
este escrito, pero no el menos importante, veamos que nos dice el Señor:
"En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida
eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el
desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma
no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá
para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del
mundo.
Discutían entre sí los judíos y decían: ¿Cómo puede
éste darnos a comer su carne?
Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: si no
coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna,
y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi
sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en
mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el
Padre, también el que me coma vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que
comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para
siempre". (Jn. 6, 47-58)
Jesús
mismo nos indica, en la noche que fue entregado, como podemos comer su carne y
beber su sangre, dones que nos darán la vida
eterna, ya que "Tomó pan, y
después de dar gracias, lo partió y dijo: Este es mi cuerpo que se da por
vosotros; haced esto en recuerdo mío. Asimismo tomó también la copa después de
cenar diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre" (1 Cor.
11, 23-25; Mc. 14. 22-25; Lc. 22. 19-20; Mt. 26, 26-27)
Eso sí,
no podemos olvidar que el comer el cuerpo y beber la sangre de Nuestro Señor es
algo muy serio, y que si lo hacemos inadecuadamente, sin el debido
discernimiento (1 Cor. 11, 27-29) estaríamos negándonos la posibilidad de
recibir aquella vida eterna prometida y en su lugar recibiríamos el más temido
de los castigos.
Estos
pasos no son los únicos, pero si los principales, iniciemos con ellos, y en
nuestro peregrinar hacia el cielo anhelado Dios nos irá permitiendo descubrir
aquello que aquí falte, pero sin olvidar nunca que las puertas del Cielo están
abiertas gracias al infinito amor de Jesús por cada uno de nosotros, amor que
nos probó en la cruz (Rom. 5, 8), sin esa entrega total y amorosa ninguno de
nuestros actos lograrían los méritos necesarios para ingresar al cielo.
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