¿Qué signos apreciamos en nuestro tiempo? ¿Los sabemos interpretar?
Por: Pablo Cabellos Llorente | Fuente: Catholic.net
Con más o menos acierto, en todas las épocas de la historia, los pensadores han
estado pendientes de los signos de los tiempos. Quien ha sido más capaz de
descifrarlos, de entender bien el pasado y el presente para proyectarlos hacia
el futuro, es quien mejor ha captado el origen de los cambios, se ha hecho
presente en ellos y ha dirigido el futuro hacia la felicidad de los hombres.
Por el contrario, los que han captado el futuro partiendo de una idea errada
han sido hombres y mujeres capaces de convertir en catastrófica la existencia
humana. Hitler y Stalin equivocaron el fin y, por consiguiente, fallaron en los
medios, produciendo la más sangrienta de las guerras y un caudal de muertos
inocentes, cuyo sólo pensamiento aterra.
No hace falta pensar en los caídos en Vietnam, Camboya o China. O los que son
fruto de las guerras sin sentido en curso. En la antigüedad romana, griega, en
Mesopotamia, también tiraban a dar, pero provocaban relativamente pocas bajas.
Cuando Alejandro redondeó su imperio, tenía muchos menos muertos detrás que los
producidos por los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Ahora, con una profunda
mirada hacia atrás, si deseamos otear el futuro para prepararlo digno del
hombre, hemos de tener en cuenta dónde estamos, aunque la tarea adquiera
proporciones gigantescas.
¿Qué signos apreciamos en nuestro tiempo? Una
respuesta apresurada podría conducir a la crisis económica, sus causas, efectos
y soluciones. Aunque la economía no es mi fuerte -y de entrada, sería la
respuesta-, pienso que los signos de los tiempos van por otro lado.
Considero que lo más característico desde hace trescientos años -por redondear-
es el progresivo alejamiento de Dios conducente a producir un hombre que no es
sino una caricatura de lo que debe ser. La dificultad estriba en hacer
consciente a una persona de que no es camino el dirigido a un horizonte cerrado
en la simpleza de poder elegir lo le dé la gana sin ningún referente, sin
finalidad. El gran error de nuestra época no está en las "preferentes", sino en el cumulo de
mentiras que las han hecho posibles. Más, de algún modo, hemos querido esas
mentiras, hemos elegido tener más a costa de ser menos. Y estamos acabando en
no poseer nada ni ser nadie.
En el campo político habría que remontarse al siglo XVI, cuando "El Príncipe" de Maquiavelo traza un
fuerte cambio al indicar que la política y el gobernante están exentos de toda
norma. El príncipe ha de ser amado y temido. Esa falta de ética marca el inicio
de un comportamiento que irá acentuándose progresivamente. La Ilustración
exalta el empirismo, que podrá las bases para el deslumbramiento ante los
avances científicos, junto al papel omnímodo atribuido a la razón. En la
economía, bastará decir que nos andamos lamentando de aquello que hemos
querido, tanto el marxismo como el puro liberalismo. La Ilustración aporta
también un ideal de felicidad que quizás ha conducido al hedonismo y consumismo
actuales, así como la creencia en la bondad natural del hombre y el
consiguiente optimismo irreal, no a la manera del que cree en Dios, sino con
las fuerzas naturales de quien ha perdido la noción de su naturaleza.
Son solamente unas pinceladas sobre la fragua del hombre de nuestro tiempo y
las correlativas consecuencias. Sin Dios, se pierde todo punto de referencia y
al hombre le resta un libre arbitrio que acaba no siendo propio, porque
responde como un autómata a los eslóganes que le proporciona la sociedad de
consumo, los medios de comunicación y un pensamiento débil. Paradójicamente, la
exaltación de la razón ha concluido por empequeñecerla, incapaz de buscar
verdades profundas que orienten una libertad constructiva de la persona. El
relativismo ha encontrado su humus perfecto en un laicismo interesado en la
extracción violenta de las raíces cristianas.
La pérdida de prestigio de la política no tiene la corrupción como causa
última, ni la falta de ejemplaridad de ciertos líderes. Su cepa debe buscarse
en el origen de esos males que veo en ese proceso histórico que concluye por
despreciar al hombre, puesto que una persona sin raíces ni referencias, acaba
siendo un monigote, a lo más un votante, simple número de una estadística. El
proceso iniciado en el Renacimiento -con avances óptimos- ha conseguido que los
valores últimos más sublimes -como escribía M. Weber- han desaparecido de la
vida pública, la economía se ha mercantilizado de modo que el individualismo
crece a la par que la globalización. También, mientras se conquistaban
libertades, ha ido creciendo el Estado y lo público ha pasado a ser lo estatal,
cuando lo público debe ser un espacio social común.
No concluiré negativamente, porque es enormemente positivo pensar que ésta es
la hora de volver a la pregunta sobre Dios para descubrir al hombre en toda su
dignidad, para devolver su lugar a la ética: sin ella, la "polis" se convierte en un infierno. No
impongo una fe, escribo de libertad porque sin una libertad cabal, no crece la
fe, pero tampoco la persona. Y con el optimismo de que también se aceleran los
procesos positivos.
Publicado en Las Provincias el 27.08.2013
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