RESCATANDO UNA CARTA DEL SUBTENIENTE DE LA CUARTA COMPAÑÍA DE LA COLUMNA PASCO.
¡Héroe Cerreño de la Guerra del guano
y del Salitre!... Subteniente Alejandro Monfort.
HISTORIA NO CONOCIDA PERO QUE EXPLOTA DE INCREÍBLE ¡AQUÍ SU HISTORIA!
Arica, 6 de junio de 1880
Señora
Amelia viuda de Monfort
Cerro de Pasco
Inolvidable
madre mía:
Por fin
puedo escribirle las líneas que le debo hace mucho tiempo. En primer lugar,
para agradecerle las cartas que me ha enviado, todas ellas cargadas de amor, de
comprensión, de aliento. Recibirlas, madre mía, no obstante la tristeza de
encontrarme a centenares de leguas de distancia, muy lejos de usted, de mi
novia y de mi tierra adorada, ha servido para mantener vigente mi ánimo y mi
entusiasmo.
Aquellos
hermosos días de paz transcurridos en mi niñez y mi juventud, me parecen muy
distantes. Mañana cumpliré exactamente trece meses de servicio activo en
nuestro Ejército. Trece largos meses en los que aprendí muchísimas cosas. ¡Ahora sé que la guerra es el mismísimo infierno! ¡Debería abolirse la guerra que no es sino una cruel y
salvaje matanza entre seres humanos que deben amarse!
La
guerra, entre otras infamias, nos aleja de nuestros hogares. Todos los hombres
que me acompañan viven suspirando por encontrarse nuevamente con los suyos.
Desde que salí de mi tierra, multitud de paisajes he visto desfilar delante de
mis ojos. Tierras semejantes a mundos ignotos y extraños; inmensidades que
jamás sospeché siquiera que existieran (No me castigue
Dios, pero no quiero volver a ver un arenal en lo que me quede de vida)
He
caminado por los inmensos desiertos de esta parte del planeta, en medio de un
implacable sol que por momentos nos hacía ver alucinaciones y espejismos, en
noches tan cerradamente oscuras que, a ratos, esperábamos caer en un abismo
negro y eterno y que en nuestra desesperación, nos parecía que era mejor así;
que era preferible morir, a seguir sufriendo aquella abominable pesadilla. He
sentido los labios descomunalmente hinchados por la sed. Aquí el agua es la
bendición que muchas veces estuvo muy lejos de nuestros labios.
También
he aprendido a orar, a trabajar y a combatir. He aprendido a vivir con
exaltación, con plenitud, con ímpetu. Han sido necesarios estos largos meses de
preparación y de luchas para comprender lo que es un soldado, un hombre. Hoy lo
sé muy bien. He mirado a los valientes de nuestra Columna luchar con un valor
sin límites, sin una queja, sin una lamentación, no obstante sus heridas, y me
he sentido plenamente orgulloso de ellos.
He visto
a mis hermanos cerreños morir con la sonrisa en los labios, en cuyas pupilas
llameaba la luz del heroísmo, mientras la vida les duraba. Y he llorado, madre,
he llorado como un niño, al cerrar sus párpados fríos, sin vida, benditos. ¡Diles a nuestros paisanos que la Columna Pasco ha cumplido!
En las
faldas del cerro San Francisco, por ejemplo, yo también he sentido la muerte,
cuando nos ametrallaban y cañoneaban por todos lados, y mientras el fuego
graneado caía en derredor, haciendo que la muerte juegue con nosotros, sentí
que algo me protegía. Ahora sé que sus oraciones, que la bendición que me dio
usted, me hacían invulnerable.
¡Dios
la bendiga, madre mía!
Hasta
ahora el Señor me ha conservado la vida; presiento que será por poco tiempo.
Ahora estoy convencido que un hombre que ha recibido este tremendo bautismo de
sangre, fuego y dolor, sólo busca en su Salvador la luz eterna de la verdad.
Nunca pude pensar que hubiera tantos hombres buenos en nuestra tierra. En estos
trece meses de guerra he conocido más hombres generosos y abnegados que en todo
el resto de mi vida. He visto a los integrantes de la Columna Pasco, hermanos
de mi alma, único consuelo en mi soledad y tristeza, combatir y morir como
héroes. Estoy seguro que mañana siete de junio también sabrán luchar como
fieras.
En estos
momentos, acá en Arica, acaba de finalizar el bombardeo terrestre y naval que
nos han dirigido los chilenos, felizmente sin ninguna consecuencia. Han tratado
de asustarnos. Hoy más que nunca estamos confiados en la grandeza de nuestros
jefes. Imagínese. El coronel que ya peina canas, contestó al parlamentario
chileno que vino a pedir nuestra rendición, que pelearemos “Hasta quemar el último cartucho”. Todos los jefes y
oficiales lo respaldaron.
Nosotros
también, claro está. Sabemos que la muerte nos aguarda, pero tenemos que
cumplir nuestra palabra. Estamos sitiados y abandonados a nuestra suerte. Todos
lo sabemos. Mañana atacarán, pero los estaremos esperando. Tenemos conocimiento
que las faldas del morro se están sembrando de minas explosivas; por allí
tendrán que pasar los chilenos. Tenemos que valernos de todo, madre, de todo.
Ellos son más de seis mil hombres muy bien armados y bien alimentados; nosotros
no somos más de mil quinientos (cuatro a uno).
Yo, como
sabe usted, conjuntamente con todos mis hermanos de la Columna Pasco, nos hemos
aglutinado en el Batallón Tarapacá que está al mando del coronel Ramón Zavala
-rico salitrero tarapaqueño… ¡Ah! le contaré que
hasta hace unos pocos días nuestra alimentación dejaba mucho que desear, pero
el coronel Alfonso Ugarte Vernal, un oficial tarapaqueño que es muy acomodado,
ha dispuesto un gran banquete para jefes, oficiales y tropa.
En este
momento todos estamos escribiendo. Avíseles a las madres y a las novias de mis
amigos que ellas también tienen sus cartas; especialmente la “Ñahuirona”
Clotilde a quien el “loco” Landaver le está
escribiendo un testamento. No es para menos. Él sabe que habremos de morir,
pero quiere alegrar el corazón de su novia. Lo mismo ocurre con Aníbal; le está
escribiendo una hermosa carta a su mamita; la señora Panchita. ¡Madre!. Yo quiero rogarle que cuando pase lo que
tenga que pasar, acompañe a la ancianita. ¡Es tan
viejecita, la pobre! También si pudiera entrevistarse con la madre del “cholo” Fermín Eusebio, quisiera que le diga que
su hijo es un hombre extraordinario. Con su trompeta nos ha alentado y animado
aquí en las trincheras. Todos lo queremos. Tiene que ubicarla, madre. Ella es
la lavandera de los Campillo y de otros españoles más. Vive en Diputación.
Finalmente, le pido con todo mi amor que consuele a Margarita. A ella también
le estoy escribiendo, pero sé que de todas maneras va a sufrir mucho. Usted
sabe que cuando partí de allá, de nuestra tierra, le prometí que a la vuelta de
la guerra nos casaríamos. Que me perdone. Dios no ha querido depararme esa
felicidad. Ella habría sido una magnífica esposa. Pídale que me comprenda; que
la patria nos exige esta dolorosa separación. Ella sabe que la quiero con todas
las fuerzas de mi alma. Que ella es la única mujer a la que he querido en mi
vida, pero no pudo ser. Que me perdone y que sea muy feliz.
Esta
noche voy a confesar, madre. Estoy esperando mi turno. Ya casi todos lo han
hecho; hasta los Candiotti… ¡Imagínese! El padre
Rojas está atareado alcanzándonos la absolución por nuestros pecados. El
también será el encargado de hacer llegar esta carta a sus manos.
Madrecita
mía: Estoy consciente de que me quedan muy pocas horas.
Sé que en cualquier momento, a partir de este instante, la muerte vendrá a
arrebatarme la vida que usted me ha dado. Por eso, cuadrando mi emoción en
palabras, le escribo mis últimas letras. No se imagina el esfuerzo sobrehumano
que tengo que hacer para mantener mi pulso firme. No sabe cómo he rogado a
Nuestro Señor que me dé presencia de ánimo para resistir la angustia. ¡Despedirse es lo mismo que morir!… ¡Y yo me estoy
muriendo, madre! Sin embargo, armándome de coraje y pidiéndole a usted
que haga lo mismo, le dedico los últimos instantes de mi vida.
Tengo que
terminar esta carta. Voy a ocupar mi emplazamiento de combate. Nos ha
correspondido una represión de la parte norte del morro de Arica, allá vamos
mis últimas palabras son para usted, madrecita, para usted, como lo serán mis postreros
pensamientos, tenga la seguridad que a donde vaya, la estaré aguardando, sólo
tomaré la delantera estoy seguro que me veré con mi padre con quien la
estaremos esperando. Le pido a usted con todo mi amor, que vaya a la tumba de
mi padre y ponga en ella, no una, sino dos flores, que serán mis lágrimas de
despedida.
Madre
mía, le pido, le ruego, le imploro, que tenga mucho coraje para soportar esta
prueba que nos da el destino. Ruéguele también al Señor, porque el valor no me
abandone jamás, en esta última prueba. Usted reciba junto con mi bendición, el
último beso de su hijo moribundo.
¡Que
Dios la bendiga, madre mía! ¡Viva el Perú!.
Su
hijo que la adora.
Alejandro.
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