Quiero compartir una experiencia personal íntima, que el Señor permitió que viviera. Enseñándome a través de la «escuela de María» – la pedagogía del dolor-alegría – a crecer y madurar como persona y cristiano. A conformarme un poquito más con el Señor Jesús.
En ese sentido, por supuesto, he aprendido a vivir la felicidad de una forma más profunda, más
encarnada en las distintas experiencias de la vida cotidiana. La vida humana es
muy compleja, pero esas dos palabras: amor y
sufrimiento, logran sintetizar de modo paradójico lo que significa vivir.
¿CUÁNTO ESTÁS DISPUESTO A AMAR PARA SER FELIZ?
La pregunta parece ser
sencilla, y la respuesta obvia. Pero les invito a que se cuestionen con
serenidad. Hagan una pausa en lo que están haciendo, y, después de un breve
examen de consciencia, escriban – si desean – ¿Cómo
y cuánto y en qué situaciones están viviendo concretamente el amor?
Hablar del amor, actualmente,
está en la boca de todos. Sin embargo, infelizmente, muy
pocos saben vivir el amor de verdad.
Se confunde el amor con un mero sentimiento. Con algo pasajero, que está
a merced de determinadas situaciones que muchas veces no dependen de nosotros.
A veces, incluso, se lo
entiende como una mera cuestión sexual. Es imposible hablar del
auténtico amor si no nos referimos a experiencias humanas como la libertad, las
virtudes, la consciencia, la voluntad, la inteligencia, la afectividad y la
propia espiritualidad.
Para no quedarnos en algo muy
abstracto, les invito a que miren la entrega de Jesucristo en la Cruz, y se
pregunten si están dispuestos a dar la vida por amor a los demás. Incluso por
los enemigos.
Porque «nadie tiene más amor, que el que da la vida por sus amigos»
(Juan 15, 13). Así que el amor
verdadero se hace concreto de modo muy claro en esa entrega sacrificada y
desprendida por los demás.
¿CUÁNTO ESTÁS DISPUESTO A SUFRIR PARA AMAR?
Como personas solamente
seremos felices si vivimos el Amor. Creados a imagen y semejanza de Dios,
estamos invitados a realizarnos en el camino del Amor.
Sin embargo, en esta
existencia, que ya está marcada por el pecado, no hay una realidad humana que
escape del misterio del mal. Tampoco el amor escapa de las consecuencias funestas
que tuvo esa opción de nuestros primeros padres, lo cual conocemos como el
pecado original.
Vivir
es un entreverado de amor y sufrimiento. Es más, cuando uno madura en
la vida, descubre que el amor y el sufrimiento tienen muchas más similitudes
que diferencias. Así es, como lo has leído. Debemos
aprender a sufrir si queremos vivir el amor.
Amar a Dios, amarnos a
nosotros mismos y a los demás, supone aceptar y convivir con realidades que nos
llevan a experimentar el trago amargo del dolor. Cuánto más nos involucramos y
comprometemos con Dios, con nuestra propia vida y la vida de los demás, nos
adentramos por la senda impostergable del sufrimiento.
Digamos, nada más, que ser
fiel a la vocación que nos hace Dios es un camino que nos lleva necesariamente
por la senda de la Cruz. Así nos lo ha dicho innumerables veces el mismo Señor
Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». (Mateo 16, 24)
LA EXPERIENCIA DEL BUEN SAMARITANO
Finalmente, cuando queremos
relacionarnos con otras personas de «carne y hueso», y cuánto más queremos
involucrarnos para servir, ayudándolos en su sufrimiento, indefectiblemente,
nos chocamos con la cruda realidad de las miserias y fragilidades ajenas.
Esto, obviamente, nos hace
sufrir de distintas maneras. Hasta el punto de que ya no sufrimos
por algo personal, sino por darnos cuenta del sufrimiento del otro,
y como muchas veces, cerrándose a nuestra ayuda y nuestro amor, deciden –
muchas veces de modo inconsciente – seguir sus maneras de hacer las cosas,
aunque pudieran dejar de sufrir si nos hicieran caso.
Imagínense la experiencia que
debió haber vivido el conocido personaje bíblico del buen samaritano. Claro,
siempre pensamos lo lindo y edificante que debió haber sido esa actitud de
ayudar y sanar las heridas, renunciando a su tiempo y dedicándose al enfermo
que estaba tirado en la vera del camino.
Les invito a que piensen un
rato cómo debió haber sido ese hecho. Para empezar, el samaritano tuvo que
tocar las llagas de la persona, si lo quiso sanar. Tocó sus heridas, y eso – lo
sabemos todos – duele.
Que alguien nos evidencie y
toque nuestras heridas siempre duele. Probablemente, al inicio por lo menos, no
deben haber sido palabras muy simpáticas la que escucho el samaritano. Muchas veces las personas que ya están hace tiempo prostradas en su
condición, suelen acomodarse, aunque la situación no sea la mejor.
Todo ese esfuerzo del
samaritano implicó al extraño mucho esfuerzo, y de ahí pueden surgir gritos y
maneras bruscas de reaccionar. Por supuesto, al final del pasaje mencionado,
sabemos que el resultado es hermoso.
Aunque a veces el final de
nuestros esfuerzos no es feliz, aprendemos y maduramos mucho a lo largo del
camino. Dios se vale de las distintas experiencias de sufrimiento para
educarnos y forjar nuestra personalidad. Para crecer en el Amor y vivir cada
día más en comunión con el Señor.
UNA PREGUNTA FINAL
¿Cuántas veces
queremos ayudar, pero la experiencia no es linda como nos imaginábamos, sino
difícil y dolorosa? ¿Estás dispuesto
a amar, sabiendo que vas a sufrir? Una experiencia implica la otra.
Cuánto más queremos amar, más
sufrimos. Mientras vivamos en esta existencia marcada por el pecado, no podemos
esquivarnos de la triste realidad del sufrimiento.
Así que ruego a Dios, que nos
ayude a todos, para que aprendamos a vivir el sufrimiento. Que nos hagamos
dóciles a su Gracia, y nos conformemos un poco más con Jesucristo, Quien no
escatimó en el sufrimiento, pues sabía que lo hacía todo por amor a nosotros.
Luego del sufrimiento y en esta misma vida, viene la alegría de la
Resurrección.
Escrito por: Pablo Perazzo
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