El peor enemigo es nuestro "yo". Dice Santa Teresa de Jesús que "no hay peor ladrón que nosotros mismos".
Por: Marlene Yañez Bittner | Fuente: Catholic.net
Como soldados de un ejército de lucha queriendo
alcanzar un ideal, aquel ideal que mueve el mundo, el motor de los mayores
esfuerzos de la humanidad. Me refiero a un ideal manifestado en el consumismo,
en las ansias de poder, en el arribismo, en el egoísmo, en la ambición, en las
envidias, en los rencores, en el dinero y en todo aquello que nos aleja del
único ideal verdadero: alcanzar el Reino de los Cielos.
El fervor no se desvanece, aunque el cansancio se hace notar, pero debemos
lograr nuestro objetivo, muchas veces a cualquier precio. Y es que hemos
perdido el centro, simplemente nos hemos olvidado de Dios. Ya no hay espacio ni
tiempo para darle acogida en nuestro corazón, pues estamos tan enceguecidos que
nada más importa que nuestros propios intereses.
El peor enemigo es nuestro "yo". Dice
Santa Teresa de Jesús que "no hay peor
ladrón que nosotros mismos". Se refiere a las tendencias
egoístas que tenemos que combatir, pues impiden nuestra libertad espiritual.
Nos creemos dueños de la verdad y súper héroes capaces de tejer solos nuestras
vidas, creyendo que lo hacemos con suma perfección. Nos hemos transformados en
pequeños Dioses a quienes adoramos: nos adoramos a nosotros mismos.
Recordemos el hermoso poema de Santa Teresa de Jesús, quien no perdió el centro
y en donde manifiesta que todo está demás si vivimos con el Señor, pues con Él
ya todo lo hemos conseguido.
“Nada te turbe, nada te
espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a
Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta.”
Sólo en Cristo Jesús encontramos fuente de vida, salud para el alma, calma en
nuestras vidas y fortaleza para afrontar cualquier obstáculo que se nos
presente en el camino.
“Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás
tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.” (Juan 6,35)
Estamos invitados a mirar hacia dentro de nosotros mismos y preguntarnos. ¿Qué lugar ocupa Dios en mi día a día? ¿Puedo dejar mis
importantes asuntos a un lado y permitir que Él entre en mi vida? Pues
mientras no dejemos ser tocados y renovados por el Espíritu de Dios, no
lograremos un cambio de actitud y continuaremos luchando hambrientos de todo,
sin jamás ser saciados.
“Jesús le contestó:
«En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en
el Reino de Dios.” (Juan 3,5)
La apretada agenda que nos lleva a una rutina diaria nos robotiza realizando
tareas sistemáticas, muchas veces inconscientes y maximizando siempre el tiempo
disponible. Una rutina de ejercicios al principio nos cuesta trabajo y esfuerzo
realizarla, pero luego se hace más amigable y termina siendo sencilla. Al
principio nos cuesta tomar el ritmo, pero luego pasa a ser parte de nuestra
rutina. Así mismo podemos pensar en nuestra relación con Dios mediante la
oración. No hay tiempo ni espacio en nuestra agenda, pero si incorporamos una
visita a la parroquia más cercana, asistir a misa al menos todos los Domingos o
destinar una hora a la semana en Adoración Eucarística, iremos sintiendo poco a
poco una cierta libertad en el alma. Veremos como este ejercicio formará parte
de nuestra rutina y ya no nos costará trabajo realizarla y lentamente la iremos
necesitando. Sólo debemos abrirle las puertas y dejar que Dios obre en nuestros
corazones.
“Cuando la Escritura
dice: Si hoy escuchan su voz, no endurezcan su corazón como en el tiempo de la
Rebelión,” (Hebreos 3,15)
Mientras más tiempo destinemos a Dios, más lo iremos
necesitando. Mientras más oremos, más necesitaremos orar. Mientras más tiempo
pasemos junto a Jesús en el Sacramento del Altar, más deseos tendremos de visitarlo.
No dejaremos de ser soldados, pero lentamente nos iremos transformando en
soldados de Cristo luchando por alcanzar la Gloria de Dios.
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