En la mayoría de los casos la fe se pierde por problemas de conducta: vida superficial, lecturas poco recomendables, indiferencia todo se puede prevenir al frecuentar los sacramentos y tener una buena dirección espiritual.
Por: Ricardo Sada Fernández | Fuente: encuentra.com
En la mayoría de los casos la fe se pierde por
problemas de conducta: vida superficial, lecturas poco recomendables,
indiferencia… todo se puede prevenir al frecuentar los sacramentos y tener una
buena dirección espiritual.
Incumpliré el mandamiento de amor a Dios si,
voluntariamente, mi fe flaquea, se hace vacilante o la pongo en peligro de
perderla. El primer pecado contra la fe es el pecado de apostasía. Un apóstata
es aquel que abandona su fe. La forma más común de apostasía es, en la sociedad
de hoy, el postcristiano: aquel que dirá que fue
cristiano, pero que ya no cree en nada. Muchas veces la apostasía es
consecuencia de un mal comportamiento. Por ejemplo, cuando un católico vive en
unión libre. O cuando uno de los cónyuges se une civilmente con un divorciado.
Al excluirse del flujo de la gracia divina, la fe del católico se angosta y
muere, viéndose al final del proceso sin fe alguna.
Además del rechazo total de la fe en que
consiste el pecado de apostasía, existe el rechazo parcial, que es el pecado de
herejía, y quien lo comete se llama hereje. Un hereje es el bautizado que rehúsa creer una o más verdades reveladas por Dios y enseñadas por
la Iglesia Católica. El conjunto de verdades -o dogmas- forman el tapiz de la
fe católica. Pero es un tapiz tan especial que si un hilo se desprende acaba
por quedar deshilachado del todo. Rechazar un dogma significa rechazarlos
todos. Si Dios, que habla por su Iglesia, puede errar en un punto de la
doctrina, no hay razón alguna para creerle en los demás. Así que como en el
fondo todo hereje es apóstata, resultará indistinto, a efectos prácticos,
referirnos a uno o a otro.
Una manera de inclinarse a la apostasía es la
laxitud, o “manga ancha”. Puede haber un
católico laxo que cumpla con el precepto dominical sólo esporádicamente. El
origen de su descuido será, ordinariamente, pura pereza. “Trabajo mucho toda la semana, y tengo derecho a
descansar los domingos”, dirá seguramente. Si le preguntáramos cuál es
su religión, contestaría: “Católica, por supuesto”.
Generalmente se defenderá diciendo que es mejor católico que “muchos que van a misa todos los domingos”. Es ya
una excusa, argumento que todo sacerdote ha oído una y otra vez. Sin embargo,
es habitual que la laxitud acabe en apostasía. Uno no puede ir viviendo de
espaldas a Dios, mes tras mes, año tras año; uno no puede vivir indefinidamente
en pecado mortal, rechazando constantemente la gracia de Dios, sin que al fin
se encuentre sin fe, o por lo menos, con la fe muy menguada. La fe es un don de
Dios, y llegará el tiempo en que Dios, que es tan infinitamente justo como
infinitamente misericordioso, no permita que su don siga despreciándose, su
amor rehusándose. Cuando la mano de Dios se retira, la fe muere. Un hombre no
puede vivir en continuo conflicto consigo mismo. Si sus acciones chocan con su
fe, una de las dos partes tiene que ceder. Si descuida la gracia, es fácil que
sea la fe y no el pecado lo que arroje por la ventana. Muchos que justifican la
pérdida de su fe por dificultades intelectuales, en realidad tratan de cubrir
el conflicto más íntimo y menos noble que tienen con sus pasiones. Los
problemas de fe son, en la mayoría de los casos, problemas de conducta: se arreglan con un buen lavado en el sacramento de la
confesión.
Las lecturas imprudentes suelen ser terreno
abonado para la apostasía. Cualquier talento medio puede ser fácil presa de las
arenas movedizas de autores refinados e ingeniosos, cuya actitud hacia la
religión es de suave ironía o altivo desprecio. Leyendo tales autores es
probable que la mente superficial comience a poner en dudas sus creencias
religiosas. Al no saber sopesar las pruebas, al no buscar los apoyos
doctrinales sólidos, el lector incauto cambia su fe por los sofismas brillantes
y los absurdos paradigmas que va leyendo.
Por eso, el aprecio que tenemos a nuestra fe nos
llevará a alejarnos de la literatura que pueda amenazarla. Por muchos premios
que un libro reciba, por muy culta que una revista nos parezca, si se oponen a
la fe católica, no son para nosotros.
La objeción que algunos suelen oponer a lo
anterior es la siguiente: “¿Por qué tienes miedo?”,
dicen. “¿Temes acaso que te hagan ver que estabas
equivocado? No tengas una mente tan estrecha. Hay que ver siempre todos los
aspectos de una cuestión. Si tu fe es firme, puedes leerlo todo sin miedo a que
te haga daño”.
A este planteamiento podríamos contestar, con
toda sencillez, que sí, que tenemos miedo. No es un miedo a que nos demuestren
que nuestra fe es errónea, es miedo a nuestra debilidad. El pecado original ha
oscurecido nuestra razón y debilitado nuestra voluntad. Vivir nuestra fe
implica negaciones, a veces muchas. Suele Dios pedirnos cosas que a nosotros,
humanamente, no nos gustan. El cosquilleo del egoísmo nos inclina a pensar que
la vida sería más agradable si no tuviéramos fe. Sí, con toda sinceridad,
tenemos miedo de tropezar con algún escritor de ingenio que infle nuestro yo
hasta el punto en que, como Adán, decidamos ser dioses. Y sabemos que rechazar
el veneno de la mente no es una limitación, exactamente igual que no lo es
rechazar el veneno del estómago. Para probar que nuestro aparato digestivo es
bueno no es necesario beber un litro de sosa cáustica.
Cada vez se observa con mayor frecuencia otro
tipo de herejía especialmente peligrosa: el error
del “indiferentismo”. El indiferentismo postula que todas las religiones
son igualmente gratas a Dios, que tan buena es una como la otra, y que es
cuestión de preferencias tanto profesar una religión determinada como no tener
religión alguna. En su base, el indiferentismo yerra al suponer que la verdad y
el error son igualmente gratos a Dios; o en suponer que la verdad absoluta no
existe, que la verdad es lo que uno cree. Si supusiéramos que una religión es
tan buena como cualquier otra, el siguiente paso lógico concluiría que ninguna
es de Dios, puesto que Él no se ha pronunciado sobre ella.
La herejía del indiferentismo puede predicarse
tanto con acciones como con palabras. Ésta es la razón que desaconseja la
participación de un católico en ceremonias no católicas, la asistencia, por
ejemplo, a servicios luteranos o ceremonias budistas. Participar activamente en
tales ritos es un pecado contra la virtud de la fe. Nosotros conocemos cómo
Dios quiere que le demos culto y, por ello, es gravemente pecaminoso dárselo
según formas creadas por los hombres en vez de las dictadas por Él mismo. Esto
no significa que los católicos no puedan orar con personas de otra fe, como lo
hizo Su Santidad Juan Pablo II en el histórico encuentro de Asís, con los
líderes de las más importantes confesiones religiosas. Pero una cosa bien
distinta es participar en un acto de culto de una religión extraña.
Un católico puede, por supuesto, asistir (sin
participación activa) a un servicio religioso no católico cuando haya razón
suficiente. Por ejemplo, la caridad justifica nuestra asistencia al funeral o
la boda de un pariente, amigo o vecino no católico. En casos de esta índole
todos saben el motivo de nuestra presencia allí.
La razón de todo lo anterior es evidente: cuando
alguien está convencido de poseer la verdad religiosa, no puede en conciencia
transigir con una falacia religiosa. Cuando un protestante, un judío o un
mahometano da culto a Dios en su templo, cumple lo que él entiende como
voluntad de Dios, y por errado que esté (supuesta la rectitud de su conciencia)
hace algo grato a Dios. Pero nosotros no podemos agradar a Dios si con nuestra
participación damos a entender que el error no importa.
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