En materia de tolerancia, tal vez más que en cualquier otra, la confusión reina tan completamente que parece indispensable esclarecer el alcance de los términos, antes de abordar el mérito de la cuestión.
Por: Plinio Corrêa de Oliveira | Fuente:
http://www.accionfamilia.org
En
materia de tolerancia, tal vez más que en cualquier otra, la confusión reina
tan completamente que parece indispensable esclarecer el alcance de los
términos, antes de abordar el mérito de la cuestión.
¿QUÉ ES PRECISAMENTE LA TOLERANCIA?
Imagínese la situación de un hombre que tiene dos hijos, uno de principios
sanos y voluntad fuerte, y otro de principios indecisos y voluntad vacilante.
Aparece, de paso por el lugar en que la familia reside, un profesor que dará un
curso de vacaciones extraordinariamente útil a ambos. El padre desea que sus
hijos sigan el curso, pero ve que esto implicará privarlos de varios paseos a
los cuales ambos están muy apegados.
Pesados los pros y contras, fija su juicio sobre el asunto: más conviene a sus
hijos renunciar a algunas distracciones, por lo demás muy legítimas, que perder
una ocasión rara de desarrollarse intelectualmente. Manifestada la deliberación
a los interesados, la actitud de éstos es varia. El primero, después de un
momento de duda, accede a la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora,
suplica a su padre que cambie su resolución; da muestras tales de irritación,
que un grave movimiento de rebelión de su parte es de temer.
Ante esto, el padre mantiene su decisión con relación al hijo bueno. Pero, considerando
lo que le cuesta al hijo mediocre el esfuerzo de la rutina escolar; previendo
las muchas ocasiones de tensión que en la vida diaria surgen en las relaciones
entre ambos, para la eventual salvaguardia de principios morales
impostergables, juzga mejor no insistir. Y conveniente en que el hijo no haga
el curso.
Actuando así con el hijo mediocre y tibio, el padre le dio una
autorización a disgusto. Un permiso que no es de modo alguno una aprobación. Un
permiso que le fue casi arrancado. Para evitar un mal (la tensión con el hijo),
consintió en un bien menor (las excursiones de vacaciones),y desistió de un
bien mayor (el curso). Es a este tipo de consentimiento dado sin aprobación, y
aún con censura, se llama tolerancia.
Claro está que, a veces, la tolerancia es el consentimiento no sólo en un bien
menor para evitar un mal, sino en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el
caso de un padre que, teniendo un hijo que contrajo varios vicios graves y
puesto ante la imposibilidad de hacerlos cesar todos, forma el propósito
de combatirlos sucesivamente. Así mientras procura obstar a un vicio, cierra
los ojos a todos los demás. Este cerrar de ojos, que es un consentimiento dado
con profundo disgusto, busca evitar un mal mayor, es decir, que la enmienda moral
del hijo se torne imposible. Se trata característicamente de una actitud de
tolerancia.
Como acabamos de ver, la tolerancia sólo puede ser practicada en
situaciones anormales. Si no hubiese malos hijos, por ejemplo, no habría
necesidad de tolerancia de parte de los padres.
Así, en una familia, cuanto más los miembros fueren forzados a practicar
la tolerancia entre sí, tanto más la situación será anómala.
Siéntese mucho la realidad de lo que aquí está dicho, considerando el caso de
una Orden Religiosa o de un ejército en que los jefes o superiores tengan que
usar habitualmente una tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal
ejército no está apto para ganar batallas. Tal Orden no está caminando hacia
las altas y rudas cimas de la perfección cristiana.
En otros términos, la tolerancia puede ser una virtud. Pero
es virtud característica de las situaciones anormales, inestables, difíciles.
Ella es, por así decir, la cruz de cada día del católico fervoroso, en las
épocas de desolación, de decadencia espiritual y de ruina de la Civilización
Cristiana.
Por esto mismo se comprende que sea tan necesaria en un siglo de catástrofe,
como el nuestro. En todo momento, el católico se encuentra en nuestros días en
la contingencia de tolerar algo en el tranvía, en el autobús, en la calle, en
los lugares en que trabaja, en las casas que visita, en los hoteles en que
veranea: encuentra en todo momento abusos que le provocan un grito interior de
indignación. Grito que es a veces obligado a silenciar para evitar un mal
mayor. Grito que, entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y
coherencia el manifestarlo.
De paso es curioso observar la contradicción en que caen los adoradores de este
siglo. Por un lado, elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y
silencian o subestiman sus defectos. Por otro, no cesan de apostrofar a los
católicos intolerantes, suplicando tolerancia, bramando por tolerancia,
exigiendo tolerancia, a favor del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa
tolerancia debe ser constante, omnímoda y extrema. No se comprende cómo no
perciben la contradicción en que caen: sólo hay tolerancia en la anomalía y,
proclamar la necesidad de mucha tolerancia, es afirmar la existencia de mucha
anomalía.
De cualquier manera, griegos y troyanos concuerdan en reconocer que la
tolerancia en nuestra época es muy necesaria.
Así, es fácil percibir cuánto yerra el lenguaje corriente a respecto de la
tolerancia. En efecto, habitualmente se presta a este vocablo un sentido
elogioso. Cuando se dice que alguien es tolerante, esta afirmación viene
acompañada de una serie de alabanzas implícitas o explícitas: alma grande, gran corazón, espíritu amplio, generoso,
comprensivo, naturalmente propenso a la simpatía, a la cordura, a la
benevolencia. Y, como es lógico, el calificativo de intolerante también
trae consigo una secuela de censuras más o menos explícitas: espíritu estrecho, temperamento bilioso, malévolo,
espontáneamente inclinado a desconfiar, a odiar, a resentirse y a vengarse.
En realidad, nada es más unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es
un bien, otros hay en que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie
merece encomio por el hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, si
no por ser una u otra cosa de acuerdo a lo que exijan las circunstancias.
Antes de todo, es necesario subrayar que existe una situación en la cual
el católico debe ser siempre intolerante, y esta regla no admite excepciones.
Es cuando se desea que, para complacer a otros, o para evitar algún mal mayor,
practique algún pecado. Pues todo pecado es una ofensa a Dios. Y es absurdo
pensar que en alguna situación Dios pueda ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en la
práctica, cuántas veces sería necesario recordar este principio. Así, por
ejemplo, nadie tiene el derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la
intención de despertar su simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las
maneras licenciosas o livianas de las personas de vida desarreglada, ostentar
ideas temerarias, sospechosas o incluso erróneas, o alardear de tener vicios
que en la realidad -por la gracia de Dios- no se tienen.
Que un católico, consciente de los deberes de fidelidad que tiene en relación
con la escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse simpatías en
cierto medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la
verdad quien profesa un sistema que sabe que tiene errores, a pesar de
que estos no sean contra la fe.
Pero los deberes de la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
No basta que nos abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca
lo aprobemos, por acción o por omisión.
Un católico que, ante del pecado o del error, toma una actitud de simpatía,
peca contra la virtud de la intolerancia. Es lo que se da cuando se presencia,
con una sonrisa, sin restricciones, una conversación o una escena inmoral; o
cuando, en una discusión, se reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión
que quieran sobre religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser
conniventes con sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un
católico no puede hacerlo jamás.
A veces, sin embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado contra la
intolerancia. Es lo que ocurre cuando ciertos silencios frente al error o al
mal dan la idea de una aprobación tácita.
En todos estos casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia
consiste la virtud.
Leyendo estas afirmaciones es admisible que ciertos lectores se irriten. El
instinto de sociabilidad es natural al hombre. Y este instinto nos lleva
a convivir con los otros de modo armonioso y agradable.
Ahora bien, en circunstancias cada vez más numerosas, el católico está
obligado, dentro de la lógica de nuestra argumentación, a repetir delante
del siglo el heroico «Non Possumus» de Pío
IX: No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos callar. Enseguida se
crea en torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o caliente con que los
partidarios de los errores y modas de nuestra época persiguen con implacable
intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos los que osan no concordar
con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o simplemente de celofán nos cerca y
aísla. Una velada excomunión social nos mantiene al margen de los ambientes
modernos. Y a esto el hombre tiene casi tanto miedo como a la muerte. O más que
a la propia muerte.
No exageramos. Para tener derecho de ciudadanía en tales ambientes, hay
hombres que trabajan hasta matarse con infartos y anginas cardíacas; hay
señoras que ayunan como ascetas de la Tebaida, y llegan a exponer gravemente su
salud. Para perder una «ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡sería necesario realmente amar mucho a los principios!
Otra dificultad es la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de él, tener
enteramente a mano en cualquier oportunidad los argumentos para justificar una
posición: cuánto esfuerzo... cuánta pereza. Pereza
de hablar, de discutir, es claro. Sin embargo, aún más, pereza de estudiar. Y
sobre todo, la suprema pereza de pensar con seriedad sobre algo, de
compenetrarse de algo, de identificarse con una idea, un principio! La pereza
sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de pensar seriamente, de vivir
con seriedad, cuanto aparta de esta intolerancia inflexible, heroica,
imperturbable, que en ciertas ocasiones y en ciertos asuntos es hoy como
siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es hermana de la displicencia. Muchos
preguntaran por qué tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto sacrificio, si una
golondrina no hace verano, y con nuestra actitud los otros no mejoran. ¡Extraña objeción! Como si debiésemos practicar
los Mandamientos sólo para que los otros los practiquen también, y estuviésemos
dispensados de hacerlo en la medida que los otros no nos imiten.
Testimoniamos delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro odio al
mal, para dar gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos reprobase, deberíamos
continuar haciéndolo. El hecho de que los otros no nos acompañen, no
disminuye los derechos que Dios tiene a nuestra entera obediencia.
Pero estas razones no son las únicas. Existe también el oportunismo. Estar de
acuerdo con las tendencias dominantes, es algo que abre todas las puertas y
facilita todas las carreras. Prestigio, confort, dinero, todo. Todo se torna
más fácil y más al alcance si se concuerda con la influencia dominante.
De este modo, puede verse cuánto cuesta el deber de la intolerancia. Lo que nos
da el punto de partida para el artículo siguiente, donde pretendemos tratar de
los límites de la intransigencia y de los mil medios que hay para
eludirla.
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