He visto en Internet este detalle del Papa, que me ha encantado. Un legionario de Cristo recién ordenado, el P. Ernesto Simroth, le dice al Papa en una audiencia general:
—Santo Padre, me
acabo de ordenar sacerdote.
Y el Papa Francisco, en vez de
decirle un simple “felicidades", como
esperaba el nuevo sacerdote, lo que hace es
besarle las manos en silencio.
Y yo solo puedo decir del
gesto del Papa: ¡Ole! (así, sin acento, a la
madrileña). ¡Muy bien hecho! Besar las manos
de los sacerdotes es una de esas
cosas buenas, bellas y llenas de sentido que hemos perdido.
Antiguamente, no solo todo el
mundo besaba las manos de los recién ordenados, sino que lo
normal era que los niños acudieran a besar las manos de cualquier sacerdote con
el que se encontraran. Conociendo por experiencia el estado
habitual de limpieza de la boca, la nariz y la cara en general de los niños
pequeños, supongo que los pobres sacerdotes tendrían que llevar a mano un par
de pañuelos para esas ocasiones, pero el gesto en sí mismo, además de
entrañable y respetuoso, era un signo de fe en el sacerdocio, en la Iglesia y
en Jesucristo.
A fin de cuentas, las manos
sacerdotales son las manos que nos bendicen, que se alzan alabando a Dios en
nuestro nombre e intercediendo por nosotros, que nos dan la absolución de
nuestros pecados, que consagran para nosotros el Pan del cielo y que nos
ungen con aceite santo en la enfermedad y al prepararnos para la muerte. Es
decir, son para nosotros las manos del mismo Cristo. ¿Y quién no
desearía haber podido besar las manos de nuestro Señor cuando recorría los caminos de Palestina?
El amor no son los besos, pero
el amor besa. Los gestos, sobre todo los pequeños gestos que se hacen
habitualmente y sin pensar, dicen mucho sobre lo que realmente pensamos,
apreciamos y vivimos. Es muy posible que, al dejar que se perdieran costumbres
como la de besar las manos de los sacerdotes, hayamos perdido
mucho más que el mero gesto.
Bruno M.
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