Dios acompasa siempre su paso al ritmo del peregrinar humano.
No
hay especiales signos en el cielo, no hay apariciones fantásticas, no hay fórmulas
esotéricas.
No
hay más que hombres que se mezclan con los hombres, que trabajan en unos mismos
trabajos, que se afanan en unos mismos afanes.
Bajo
el mismo cobertizo del mundo y bajo unas mismas apariencias externas, la luz de
Dios brilla en el corazón de cuantos le buscan en la mejor realización de las
tareas humanas.
Estos
son los caminos trillados, sin apariciones espectaculares, en los que el hombre
tiene el exclusivo acceso a Dios de cada día.
«Hay un instinto cristiano que rastrea a Dios en los sucesos de cada
día con la aguda sensibilidad de un galgo campesino» (Javier Iturgaitz)
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