Decimos que una persona quiere realizar la castidad perfecta cuando se propone la completa abstinencia del placer venéreo por causa del amor de Dios. No es un no al matrimonio, sino un sí a un amor grandioso y pleno, un acto de plena confianza en Dios.
Según las palabras de Cristo
(Mt 22,34-40; Mc 12,28-34; Lc 10,25-28) el amor a Dios, al prójimo y a nosotros
mismos, es lo que da pleno sentido a la vida humana, haciendo Mt 19,12 expresa
referencia a la vocación a la virginidad o al celibato por causa del reino de
los cielos.
En la perspectiva cristiana se
distingue entre virginidad como castidad prematrimonial y virginidad como
elección libre para toda la vida. La virginidad prematrimonial es un valor
humano y cristiano que indica un alto respeto por el matrimonio. Como el
matrimonio significa «ser un solo cuerpo», en el que la mutua entrega forma
parte de una alianza, hombres y mujeres se reservan para el futuro cónyuge. La
virginidad debe suponer una apertura y disponibilidad tanto para el celibato
como para el matrimonio, ambos entendidos como vocación al amor procedente de
Dios que nos invita a seguirle, seguimiento que podemos realizar tanto en el
matrimonio, que recordemos es un sacramento y en consecuencia un modo de
encuentro con Dios, como en la virginidad o celibato, otro modo de realizar una
vida cristiana.
La virginidad, como virtud,
está constituida en su esencia por la decisión, plasmada con toda propiedad en
el voto religioso, de abstenerse para siempre del trato sexual y del deleite
que éste lleva consigo. «A lo largo de los siglos
nunca han faltado hombres y mujeres, que, dóciles a la llamada del Espíritu,
han elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a Él
con corazón «indiviso» (cf. 1 Cor 7,34)»
(Exhortación de san Juan Pablo II, Vita
consecrata, nº 1). «Mediante la
profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de
Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí
misma, en cuanto es posible, aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios
al venir al mundo» (VC, nº 16).
Decimos que una persona quiere
realizar la castidad perfecta
cuando se propone la completa abstinencia del placer venéreo por causa del amor de Dios. No es un no al matrimonio, sino un sí a un amor grandioso y
pleno, un acto de plena confianza en Dios: «Confiad
en Dios y no seréis desilusionados» (Sal 22,6). La vida religiosa es una
respuesta libre a una llamada particular de Cristo, por lo que debe ser un
constante y prolongado acto de amor. Este amor, que es un don de la gracia
divina, debe ser el único motivo que induce a escoger esta vida. Supone, por
tanto, la libre renuncia a los actos sexuales genitales, pero no a nuestra
personalidad sexuada ni a nuestra sexualidad psicológica que, como forman parte
de nuestro ser, son irrenunciables, pues se sigue siendo plenamente varón o
mujer.
Virgen es quien hasta ahora no ha
tenido relaciones sexuales genitales. La virginidad material supone la no realización de actos
sexuales. La virginidad y el celibato moral consisten en el
propósito hecho por amor de Dios de abstenerse plenamente del ejercicio de las
cosas venéreas. La virginidad en sentido jurídico
es formalmente la virginidad en sentido moral, materialmente la virginidad
material.
Jesús permaneció virgen y fue
quien reveló el verdadero sentido, la total disponibilidad, y el carácter
sobrenatural de la virginidad. Cristo no la impone, pero se refiere a ella como
un don de Dios, pues sólo está al alcance de «aquéllos
a quienes Dios se lo concede» (Mt 19,11) y alaba a los «eunucos que a sí mismos se hicieron tales por razón del
reino de los cielos» (Mt 19,12). Esta respuesta de Cristo tiene valor
tanto para los hombres como para las mujeres, y en este contexto indica también
el ideal evangélico de la virginidad, que constituye una clara novedad en
relación con la tradición del AT. Los exegetas muestran que se trata de
abstinencia voluntaria, no de castración real. El término «eunuco» indica en este caso un propósito
definitivo, una castidad voluntaria y de libre iniciativa.
Para tomar esta resolución, es
preciso un llamamiento especial de Dios, que supone un don, una luz, una gracia
y una fuerza que da sentido a esta renuncia «por el
reino de los cielos» (Mt 6,33). Es por tanto, una búsqueda del
amor según esta vocación especial.
Pedro Trevijano
No hay comentarios:
Publicar un comentario