Estábamos esperando el amanecer del día para despejar esa incógnita. Convertirme en el descubridor de un palacio incaico sobre cumbres de montañas como lo era Macchu Picchu.
Esa zona
encantada, paraíso incaico con todo el esplendor de extraordinaria realeza
-según lo relatado por los cronistas que la conocieron-. Vivieron rodeados de
grandes riquezas, acumuladas de todas sus conquistas donde tenían piezas de
oro, plata y piedras preciosas en servicio doméstico como en los actos
ceremoniales, en vestidos, estandartes, armas y sobre todo en finísimas joyas
de uso personal.
Paraíso
comparado al Shangri La del Tíbet. Donde la gente vivía cientos de años. Si no
cómo explicar a la colla o princesa Atuspari, madre de Tupac Inca Yupanqui
llegar a vivir hasta la invasión de su país. Para que no profanaran su palacio,
mandó a tapiar las entradas y las salidas en una simulada cumbre triangular de
rocas perdiéndose en el cielo.
Relato
del viejo cazador, contado a Zoilo que alcancé a escuchar cuando ambos
chacchando coca en vuelo, como lo hizo Virgilio con el Dante, pero no al
infierno sino al paraíso donde viven los seres escogidos con los dioses apus,
en las cumbres de las montañas.
En las
tumbas, los antiguos peruanos se encuentran sepultados con sus mejores
pertenencias. Tiaras de su linaje, joyas, mantos y la finísima ropa que usaron.
Además alimento y bebida para el viaje a lo cósmico y lo divino. Donde vivían
los dioses. En la creencia de ser descendientes de su dios supremo: Viracocha.
¿Quiénes
les inculcaron estas creencias? Seguramente los mismo dioses, los
apus de las cumbres. Crearon para ellos la hoja sagrada de la coca con sus
visiones cósmicas. Para que en vida, viajaran en ese gran vuelo y vieran por sí
mismos, con que serenidad y paz se vivía en ese paraíso creado por los dioses.
Conocer
el jardín más bello de la tierra, otro enigma donde las flores habidas en todos
los climas creados por la naturaleza y cultivadas y regadas por los dioses
estaban presentes. Desde la humilde hiedra de delicado pétalos azules color del
cielo, hasta las exóticas orquídeas multicolores. Recrear el espíritu al
contemplar la belleza a través de las flores y sentir sus delicados perfumes.
Los
mágicos minerales cristalizados. Si la naturaleza quisiera damos la receta para
hacer minerales cristalizados, nos diría así: “Tómese
un poco de masa incandescente brotada del centro de la tierra (magma).
Agréguesele aguas termales mineralizadas de alta concentración. Mezcle todo y
sométalo a temperaturas intensas y a presiones de varios millones de años y
déjese enfriar. El resultado será un mineral cristalizado, refulgente como una
estrella y bello como una flor".
Al
despertar de este sueño, Zoilo tenía listo el desayuno. Le pregunté por el
viejo cazador, y dijo que había partido de cacería (seguramente), porque al
amanecer él mismo no lo encontró en la cabaña. Alisté sogas, ganchos, clavos
para el ascenso. Hacía una temporada, debido a mi matrimonio, que no practicaba
el alpinismo: hecho manifestado a Zoilo quién
preparó una infusión de coca. Al ofrecérmela dijo me daña tranquilidad,
agilidad y confianza para el éxito o sea averiguar lo que había en esa
misteriosa y encantada cumbre, morada de los dioses apus. Zoilo siempre como
guía. Esta vez avanzamos a pie, llegando por un caminito trazado por llamas y
vicuñas, a un manantial donde probablemente venían a saciar su sed.
De esta
zona se extendía hacia arriba un cinturón rocoso donde empecé el ascenso a un
bosquecillo rodeando una meseta y protegido de los vientos. Localicé el Jardín
de la princesa: un sueño, un embrujo, o un cuento
de hadas. Tan maravilloso como lo vi en el sueño que tuve. Avanzando por
el cauce de la culebra, pisando arenas de oro, llegué donde brotaba el agua. De
esta recosa grieta reinicié nuevamente el ascenso hasta llegar a la cascada.
Allí empezó la gran proeza: Trepar una pared de
roca viva triangular como una aguja perdida en el cielo. Después de
cruzar una zona peligrosísima por resbaladiza, debido a la humedad y hongos
entre las rocas por el agua caída de la cascada, avancé lento pero seguro,
clavando clavos. Mientras más difícil se hacía el ascenso, más oscuro se iba
poniendo el cielo. Estando donde empezó a estrecharse la pared rocosa,
clavando, un pedazo de esta se desprendió, dejando al descubierto un escalón de
piedra labrada. Sentí alegría por el descubrimiento de una escalinata oculta.
Pronto fácil me llevaría a la cumbre. Afanosamente seguí explorando,
apareciendo escalón tras escalón. Trepaba ya sobre esa escalera de piedra y al
desquinchar el décimo escalón, una avalancha de piedra laja se desprendió,
salvándome de milagro de ser arrastrado por el alud. Al mirar por donde se
despeñaron las rocas ladera abajo, vi a Zoilo y al viejo cazador haciendo señas
con un manto, para que descendiera. Me sorprendió verlos en el Jardín de la
princesa ¿Cómo llegaron allí? Miré nuevamente el
décimo escalón asomando tentador. Pero un trueno lejos se dejó oír. Luego otro
y otro, cada vez más cercano haciendo estremecer la montaña. Un rayo alumbró el
derrumbe. Era la entrada al palacio. Gruesas gotas de lluvia arrastradas por un
fuerte viento hacía resbaladiza la roca. Un nuevo derrumbe se produjo.
Mirando
el cielo, por si podía cambiar el tiempo, observé un arco iris asomando entre
las nubes. Nuevas gotas de lluvia empezaron a caer con truenos que retumbaban,
estremeciendo la montaña y propiciando nuevos derrumbes. Lo que me hizo pensar:
Los dioses apus, guardianes de esta sagrada montaña consideran tabú para los
humanos. Debía respetarse, y abandoné la empresa de conocer el Palacio construido
por el Inca Pachacutec a su amada, la dulce y bella princesa Atuspari.
Al
descender de esta afilada parte de la montaña de rocas azuladas, confundidas
con el cielo, al pie de la cascada donde estaban Zoilo y el viejo cazador,
observando el maravilloso espectáculo creado por la naturaleza, cuatro
deslumbrantes arcos iris circundaban el cielo.
Alarmados
exclamaron:
"¡Gran lluvia venir, volvamos rápido!"
Por un
pasaje secreto, debajo de la cascada, me llevaron a la salida del bosquecillo
donde estaban los animales aparejados. Nos despedimos de Pajuncio, el
solitario, y emprendimos rápidamente el regreso. El viejo cazador al ver los
cuatro arco iris rodeando la montaña, no se cansaba de repetir: "¡Gran llocquia ha de venir... !"
Zoilo
detuvo la marcha al llegar a unas terrazas y mientras cegaba y cargaba la
yegüita con pasto expresó: "Necesitar alimento
animales en refugio. Fuertes lluvias convertir manantiales en riachuelos y
cascadas en cataratas, por eso rápido abandonar montaña para no ser atrapados".
Cosa
extraña. Al retomar el camino de la otra montaña, llegando hasta el refugio o
Tambo del inca, en los dos días de viaje no llovió. De esa atalaya divisamos a
miles de cabras avanzando por laderas de la montaña. Convirtiendo los bellos
andenes en agudos pedregales, al paso de sus afiladas pezuñas y los verdes
pastizales, en nube de polvo.
Fin.
CUENTO DE ALBERTO BISSO SÁNCHEZ (+), DE SU LIBRO “REVELACIONES DEL
ÚLTIMO KURAKA” (1992).
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