La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente:
TeologoResponde.org
PREGUNTA
Muchas personas me han consultado sobre la conciencia. Algunas de ellas explícitamente me han dicho que vivían en una situación de pecado (en concubinato, adulterio y otros vicios) pero que, al mismo tiempo, notaban cierta falta de remordimiento por su estado que los preocupaba; la pregunta en ese caso podría resumirse así: “¿se me ha dormido la conciencia?”. En otros casos el problema rondaba más bien por la conciencia escrupulosa; por ejemplo, una de estas personas decía: “tengo una conciencia algo escrupulosa que me empuja a alejarme de los sacramentos porque así vivo aparentemente más tranquilo (ya llevo más de veinte años sin recibir la comunión ni confesarme porque siempre que lo hacía igualmente me daba la impresión de seguir en pecado); ¿qué me aconseja hacer para formar mi conciencia?”. Finalmente, algunos han hecho preguntas más generales, queriendo informarse mejor sobre este tema tan importante; la más amplia de las consultas proviene de un profesor de religión y reza como sigue: “Quiero saber sobre la conciencia y cómo debe ser educada, también qué papel juega en ella la moral y los valores”.
RESPUESTA
Tomo
pie de todas ellas, para exponer los principios generales de la conciencia
moral.
1.
ALGUNOS ERRORES SOBRE LA CONCIENCIA
Se pueden señalar fundamentalmente dos errores
sobre la conciencia, que observamos a veces entre la gente común, pero sobre
todo defendidos por algunos filósofos e incluso teólogos.
(a)
Sobre la naturaleza de la conciencia
El primer error consiste en entender la
conciencia como una especie de facultad autónoma, independientemente de la
inteligencia. En realidad la conciencia es un acto y no una facultad. En
efecto, para explicar su función no hace falta suponer en el hombre una
facultad distinta de la inteligencia. Pablo VI, hablando de la conciencia
psicológica ha dicho que “es una especie de
vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia
fenomenología espiritual, la propia personalidad; es conocerse, y, en cierto
modo llegar a ser dueño de sí mismo” 1. La conciencia
moral es ese mismo conocerse pero respecto de la moralidad de esos actos: del
bien y del mal de nuestros actos pasados, presentes y futuros (los que
planeamos). Las ideas de la conciencia que divulgan en nuestro tiempo muchas
corrientes inspiradas en la New Age, hacen de la conciencia una especie de
superfacultad, en algunos casos separada de todo hombre, concebida a modo de “alma del mundo” o “conciencia
cósmica” o “universal”, que ni es
Dios ni nada que en el fondo pueda definirse. Tampoco es exacta verla como hace
Häring, tratando también de hacerse eco de la visión “holistica”
en la que tanto insiste la New Age: “Habita
tanto en el entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en
ambos, ya que la inteligencia y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más
profundo de nuestra vida psíquica y espiritual” 2.
(b)
Conciencia creadora
Un segundo desacierto es atribuir a la
conciencia la función de crear los valores morales, es decir, el determinar lo
que está bien y lo que está mal. Advertía Juan Pablo II contra este equívoco: “Las tendencias culturales… que contraponen y separan
entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una
interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición
tradicional de la Iglesia y de su magisterio” 3.
Lamentablemente, el Pontífice no hablaba de
corrientes ajenas a la Iglesia sino de posiciones enseñadas por moralistas “católicos”. Por ejemplo, B. Häring habla de la “cualidad creativa de la conciencia”, como algo
superior a lo que él llama conocimiento abstracto y sistemático 4.
Esto, traducido en lenguaje comprensible para los “no
iniciados” significa lisa y llanamente que es el hombre quien en última
instancia debe decidir cómo obrar en cada circunstancia concreta,
sirviéndose sólo de modo ilustrativo de cuanto enseña la filosofía,
la tradición, el magisterio y el mismo evangelio, etc. De este modo, un acto o comportamiento
sería bueno si ha sido decidido “en conciencia”; pero
la expresión “en conciencia” no significa
aquí, como para la sana tradición filosófica, “después
de haber visto qué es lo que Dios quiere (lo que muchas veces ya está expresado
en sus mandamientos, en la revelación y en el magisterio auténtico de la
Iglesia) y la naturaleza de las cosas exige” sino solamente en una
especie de “resolución prometeica”: pura
determinación de la voluntad del individuo en contra (o al menos, con total
independencia) del querer de Dios y de la naturaleza de las cosas. Juan Pablo
II ha notado en su encíclica Veritatis splendor que a esto responde el mismo cambio
de lenguaje que se ha operado entre la gente común: a los actos de la
conciencia no se los llama ya “juicios” sino “decisiones” 5; en
efecto, el juicio implica una comparación respecto de una norma (se juzga si
algo está bien o mal, según que se adapte o no con una norma superior); en la
decisión, en cambio, soy yo quien sentencia el valor que tendrán las acciones. Esta concepción, lastimosamente, quiebra la función de la
inteligencia como “lugar” donde el hombre
encuentra la luz de Dios que ilumina su obrar 6.
De aquí se sigue que, cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide, con
frecuencia, no es respeto por aquello que vemos sinceramente que Dios (a través
de las vías que tiene para mostrar su voluntad al hombre: naturaleza,
revelación, magisterio) quiere de nosotros, sino el “derecho”
de decidir lo que a cada uno le parece bien, y obrar en consecuencia.
Muy semejante a la tentación del Paraíso: el pecado de Adán y Eva —a tenor del
relato bíblico— consistió en el querer determinar por su propia cuenta el bien
y el mal de sus actos, sin importarle la voluntad objetiva de Dios.
(c)
La conciencia, último juez absoluto
Un tercer error que podemos señalar es el de
quienes hacen de la conciencia el último juez absoluto. Es la consecuencia
lógica del error anterior. Si la verdad objetiva (natural o revelada) juega un
papel fundamental en la determinación de lo que está bien y de lo que está mal,
entonces el último juez es la verdad objetiva, y nuestra conciencia debe, ante
todo, buscar y descubrir esa verdad y adecuarse con ella. Pero si no es así; si
nuestra conciencia es independiente de la realidad objetiva de las cosas y de
las leyes divinas y humanas, entonces, cada uno de nosotros es su propio juez.
En filosofía esto se denomina “justificación
absoluta de la conciencia errónea”. Lo cual se dice pronto y fácilmente,
pero ¿quién es capaz de medir las consecuencias de
esta falsificación de las ideas? Recomiendo vivamente la lectura de la
novela de Dostoievski “Crimen y castigo” para
ver cuáles son los finales de tales principios. Si no se puede acceder a esta
obra, puede tenerse una visión aproximada leyendo la crónica policial de
cualquiera de los diarios de esta mañana. Después nos quejamos cuando
escuchamos al machista que justifica su crimen diciendo “la maté porque era mía”. Este no es más que un caso de “conciencia-juez supremo” (uno de todos los que
día a día elaboran las mentes de personas que no pasan por malevos sino por
honrados ciudadanos… de este mundo).
Así y todo, esto es lo que enseña, por ejemplo,
el ya citado Häring, cuando escribe que, en caso de conflicto entre la razón
humana (que es falible, recordamos nosotros) y las leyes divinas (que son
infalibles, recordamos nuevamente nosotros) … ¡hay
que dar el privilegio a la razón humana! 7
A propósito de una discusión sobre el tema, y
ante alguno que defendía posiciones semejantes a la que aquí trascribimos (por
supuesto, siempre en el campo abstracto de los principios donde las
consecuencias últimas quedan desdibujadas por las nubes de las alturas
especulativas), escribió el entonces Cardenal Ratzinger en un hermoso discurso
(sugestivamente titulado “Elogio de la
conciencia”): “Una persona objetó a esta tesis que, si esto tenía valor
universal, entonces quedarían justificados incluso los miembros de las S.S.
nazistas, a quienes tendríamos que buscar en el Paraíso. Porque estos,
en efecto, realizaron sus atrocidades con fanática convicción y también con una
absoluta certeza de conciencia. A esto, el otro respondió con la mayor
naturalidad que las cosas eran precisamente así: no
hay ninguna duda que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente
convencidos de su causa, no hubieran podido obrar de otro modo y que, por
tanto, aunque sus acciones hayan sido objetivamente espantosas, ellos, en el
plano subjetivo, se comportaron moralmente bien. Desde el momento en que
siguieron su conciencia —aun cuando estuviese deformada— se debería reconocer
que su comportamiento era para ellos moral y, por tanto, no se podría dudar de
su salvación eterna. Después de tal conversación quedé absolutamente seguro que
había algo que no cuadraba en esta teoría del poder justificativo de la
conciencia subjetiva; en otras palabras: quedé
convencido que lo que lleva a tal conclusión debía ser una falsa concepción de
la conciencia. Una convicción firme y subjetiva y la consiguiente ausencia de
dudas y escrúpulos no justifican para nada al hombre” 8.
Por algo Juan Pablo II afirmó que “hablar de la
inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones,
conlleva el riesgo de graves errores” 9.
2.
LA AUTÉNTICA CONCEPCIÓN SOBRE LA CONCIENCIA
El Concilio Vaticano II describió la conciencia
como “el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de
ella”10. Decíamos más arriba que por “conciencia”
(moral) no designamos otra cosa que el juicio moral de nuestra
inteligencia sobre nuestros propios actos (presentes, pasados y futuros). Esto
es posible porque se da en nosotros no sólo una conciencia psicológica de
nuestro obrar (o sea, autopercepción de nuestros propios actos: yo sé lo que he
hecho, lo que estoy haciendo y lo que proyecto hacer en el futuro) sino también
un conocimiento de los principios fundamentales del bien y del mal (de la
moral): “llevamos dentro de nosotros mismos —ha
dicho el Cardenal Ratzinger— nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra
naturaleza) es nuestra verdad” 11. Esto nos permite
captar la armonía o el desacuerdo de nuestros actos con esos principios morales
que advertimos como universales y superiores a nosotros. San Pablo, al hablar
de los paganos, ha escrito: cuando los
paganos, que no tienen ley [es decir ley revelada], cumplen naturalmente
las prescripciones de la ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como
quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón (Ro
2,14). Esto explica la percepción de determinados comportamientos como
abominables en cualquier cultura, época o nivel de civilización, como la
traición a la patria, el filicidio, el homicidio del inocente, etc. Cada vez que
obramos percibimos la conformidad o desajuste de nuestros actos con esa ley
sobre el bien y el mal escrita en nuestro corazón (como lo atestiguan los
remordimientos de los malos y la serenidad de conciencia de los buenos). Por
eso, la conciencia moral es la inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo, pero a la
cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón” 12.
De este modo, la conciencia, cumple un triple
oficio: es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o
malicia de lo que obramos o hemos obrado (cf. 2Co 1,12; Ro 9,1); es juez
(aunque no supremo), porque nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos
condena (remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando
mal; y es pedagogo al descubrirnos e indicarnos el camino del buen obrar 13.
Como decía san Buenaventura: “La conciencia es como
un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino
que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el
edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza
de obligar” 14.
3.
DOS COROLARIOS FUNDAMENTALES
Yo señalaría dos temas importantísimos que deben
tenerse en cuenta sobre la realidad de la conciencia: su relación con la verdad
y el problema del error.
(a)
La conciencia y la verdad
Con muy buen tino un teólogo de nuestro tiempo
ha hablado de la función mediadora de la conciencia. ¿Qué significa esto? Quiere decir que la
conciencia no es la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros actos,
sino que hay algo que está por encima de ella, y que sí merece el título de
referencia moral última. Por eso, los antiguos decían que la conciencia
era «regula regulata»: regla reglada; algo así
como “regla medida”. Ella debe guiar nuestros actos, pero a condición de
que ella misma se deje guiar, se conforme, con algo que superior a sí
misma. Eso superior es la verdad objetiva, que se contiene en Dios, porque
es la Verdad Absoluta, y en la misma esencia de las creaturas, como verdad
participada.
Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con
un árbitro deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus decisiones,
pero él juzga bien de un partido en la medida que aplique correctamente el
reglamento y no distorsione la realidad según sus gustos, intereses o ganancias
personales. A veces uno escucha: “es un referí
bombero 15; sólo le pedimos que cobre lo que hay que cobrar”.
El sentido común entiende que siempre hay un “lo que” (una relación objetiva) con lo que hay que ajustarse para
estar en la verdad. Muchos tienen una conciencia bombera, pero como “cobra” a favor de nosotros (y en contra de la
verdad) “no levantamos la perdiz” 16.
Así nuestra conciencia es árbitro de nuestros
actos, pero sobreentendiendo que hay un Reglamento superior a ella; por tanto
ella guía bien en la medida en que es fiel al reglamento de la verdad. La
dignidad de la conciencia proviene de que nos hace de puente, intermediario,
con esa verdad que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de
nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Es por
eso que la Sagrada Escritura insiste constantemente que busquemos la verdad y
juzguemos de acuerdo a la verdad: No os acomodéis al mundo presente, antes
bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno,
lo agradable, lo perfecto (Ro 12, 2).
(b)
La falibilidad de la conciencia
El segundo tema que hay que tener en cuenta es
la realidad de que la conciencia a veces se equivoca, puede fallar. “Ella, dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” 17.
Es un acto de nuestra inteligencia, la cual es creada, finita, falible, herida
e influenciable.
Hay afirmaciones que son puramente abstractas o
especulativas y que, por tanto, no nos comprometen en absoluto (mi vida
difícilmente se encuentre en una encrucijada por declarar cosas como “hoy es un día pintoresco” o “pies la decimosexta letra del alfabeto griego”).
Pero hay otras que comprometen seriamente nuestra conducta (como reconocer que “nadie puede salvarse si muere en el estado en que yo me
encuentro en este momento” o “en un peligro
como el que se nos viene encima, un hombre honrado debe jugarse el pellejo”);
estos son “juicios prácticos” que exigen de
nosotros actitudes correspondientes, sacrificios, heroísmos o simplemente “obrar de modo consecuente”. Y como no todos están
dispuestos a cambiar situaciones que hay que cambiar, a afrontar riesgos que
hay que afrontar, a mantenerse firmes a pesar de las desventuras que puedan
venir cuando la verdad lo exige, ocurre que los gustos, miedos, hábitos,
comodidades, oportunismo, cobardía, flaqueza de ánimo o ruindad, interfieren
sobre nuestra conciencia para “matizar”,
“acomodar”, “ahogar, “amordazar” o “cauterizar”
la conciencia. De allí que no siempre ésta pueda juzgar libre de prejuicios e
influencias. Y por eso, tantas veces yerra o juzga tuertamente.
Pero cuando la conciencia juzga erróneamente
—apartándose de la verdad— pierde su dignidad. Sólo hay un caso en que la
conciencia, aún en el error, mantiene accidentalmente cierta dignidad: cuando yerra involuntariamente y es absolutamente incapaz
de salir del error porque ni siquiera sospecha que está en el error. Esto
es lo que los moralistas llaman “error invencible”.
Ocurre cuando buscando decididamente la verdad cree encontrarla donde la verdad
no está y la persona no puede percibir su error por ningún medio. En estos
casos, la conciencia es subjetivamente inocente y nos desliga de toda
responsabilidad. Pero esto no ocurre siempre tan limpiamente. No es el caso de
los que no aman la verdad, ni se preocupan de ella; no es tampoco el caso de los
que desprecian el consejo de los sabios y prudentes, y, en nuestra condición de
católicos, no es el caso de quienes desprecian la enseñanza autorizada del
magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II, hablando de los teólogos que enseñaron
(y enseñan) que se puede seguir la propia conciencia aún después de haberse
enterado que el magisterio, en este o aquel punto concreto, enseña lo contrario
de nuestro propio parecer, afirma con particular dureza: ¡“esta negación hace vana la cruz de Cristo”! 18;
porque precisamente “…el magisterio de la Iglesia
ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”19.
El magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos
iluminar la conciencia. De ahí que nos deban interpelar agudamente aquellas
palabras de un documento sobre la función del teólogo en la Iglesia: “Oponer al magisterio de la Iglesia un magisterio supremo
de la conciencia es admitir el principio del libre examen, incompatible con
la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como con
una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo” 20.
O sea: es mala teología y equivale a renovar el
error de los reformadores protestantes.
Por eso, citando nuevamente a Juan Pablo II,
debemos decir que “no es suficiente decir al hombre
‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre:
‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca
incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión,
el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su
verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero
bien” 21.
4.
LA EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA
Esto nos lleva al último punto: la necesidad de
educar nuestra conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces 22.
Para esto son necesarias dos cosas.
Ante todo, vivir virtuosamente y buscar la
virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestras pasiones no fuercen
nuestra conciencia para “justificar” los
comportamientos defectuosos o los pecados que no queremos reconocer.
Y en segundo lugar, debemos iluminar (instruir)
nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la
fe, la meditación de la Palabra de Dios y el estudio de la enseñanza del
magisterio de la Iglesia. Vale para todos lo que Juan Pablo II mandaba a los
Obispos de Francia: “Los Pastores deben formar las
conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo” 23.
¿Se va a exceptuar un laico católico de esta obligación
por el hecho de no ser pastor de nadie? Sólo si uno ha puesto todos los
medios para que su conciencia sea recta (estudio, búsqueda de la verdad,
oración) puede honestamente tener la certeza moral de que es un hombre o una
mujer de conciencia y que obra en conciencia. Si se equivoca,
después de poner tales medios, no sería culpable. Pero sólo después de
poner tales medios y no antes.
* * *
El 6 de julio de 1535 quien fuera Canciller del
Reino de Inglaterra fue decapitado por orden del Rey. Perpetró el crimen
(políticamente) imperdonable de no aceptar la nulidad del matrimonio del
monarca con su primera (y única verdadera) esposa, el cual, objetivamente no
era nulo. Tuvo en sus manos la llave de la vida: decir lo que el rey quería que
dijese. Rechazó una llave que para él exigía un precio impagable. Y por eso
Tomás Moro fue decapitado; pero antes de morir pudo escribir a su hija: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para
postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que
prestar juramento en contra de mi conciencia”. ¡Cuántas cabezas en nuestros
días viajan cómodamente sobre sus hombros, porque dentro de ellas ya no pilotea
una conciencia inmaculada!
___________________________________________________
1 Pablo VI, Alocución del
12/II/1969; Cf. Homilía en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965.
2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I,
244-245.
3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.
4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una
teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como
conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso
creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos
teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma
secundaria y derivada de conocimiento” (Ibídem).
5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.
6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae
Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia
moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta
forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del
Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es,
efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no
deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo,
en la que todo ha sido creado…” (Juan Pablo II, Discurso a los
participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de
noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).
7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las
cuestiones de (…) ley humana positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas
también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del
orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la libertad «posee» sobre
la ley” (B. Häring, La Ley de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225).
La aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es
falible como también nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni
para la ley natural (que es ley divina) que es infalible y divina (y, por
tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley). Es
una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una
infalible, no puedo pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.
8 J. Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo
1991.
9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso
internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano,
22/I/1989, p. 9, n. 4.
10 Concilio Vaticano
II, Const. Gaudium et spes, 16.
11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
16.
13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3,
concl.
15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente
a alguien.
16 Levantar la perdiz = alertar.
17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.
18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la
anticoncepción como gravemente ilícita (contenida en
la Humanae vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del
Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión”
(Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología
moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).
19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.
21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.
23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.
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