Explicación del Padre Nuestro. Cardenal Norberto Rivera.
Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera | Fuente: Catholic.net
PRIMERA PARTE DEL
PADRENUESTRO
Vosotros, pues, orad
así: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga
tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan
cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos
perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos
del mal”. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará
también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres,
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mateo 6, 9-15).
El Padrenuestro es la oración que nos enseñó Jesucristo y es, seguramente, una
de las primeras oraciones que aprendimos de memoria. Es una invitación a orar
con sencillez, desde lo más profundo del corazón, sin falsos pietismos ni
apariencias buscadas. Es una oración llena de autenticidad donde se reconoce la
grandeza de Dios y las propias debilidades. En este año de preparación del
jubileo del año 2000, dedicado precisamente a la persona divina del Padre,
resulta muy útil volver a meditar en el Padrenuestro, esta oración que
frecuentemente decimos de memoria, pero sin pensar muchas veces en los
profundos contenidos que encierra.
A PRIMERA VISTA
SE PERCIBEN DOS PARTES BIEN DIFERENCIADAS EN EL PADRENUESTRO:
- una donde predomina la alabanza y la
petición referida a lo que podríamos llamar “los intereses de Dios”,
- y una segunda que comienza con la petición
del pan y presenta peticiones más dirigidas a nuestras necesidades.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica a
fondo esta maravillosa oración nacida de los labios de Jesucristo. Le dedica
los números 2777 a 2865 y ofrece un contenido muy rico que nos puede ser muy
útil si queremos profundizar en lo que decimos cuando hacemos esta oración que
comienza con una interpelación a la caridad: “Padre
nuestro”. Padre nuestro quiere decir padre de todos; quiere decir
que todos somos hermanos y que nuestro destino en la vida no es indiferente a
los demás como tampoco tiene que serlo a nosotros el de ellos. El Padrenuestro
comienza con la afirmación de la comunión de los hijos y el reconocimiento de
la insondable grandeza de un Padre amoroso que no podemos ver porque mora más
allá del alcance de nuestros sentidos (“en el
Cielo”). En esta carta vamos a reflexionar juntos sobre la primera parte
de esta oración.
“PADRE”. Sería un verdadero atrevimiento llamar “Padre”
a Dios si no hubiera sido porque el Hijo nos invitó a hacerlo. A sus
contemporáneos esto les parecía algo blasfemo porque significaba hacerse igual
a Dios (Cf Juan 5, 18), pero es que el Hijo realmente era Dios y hombre a la
vez. Desde entonces, hemos dejado de preocuparnos por el nombre de Dios porque
tenemos la seguridad de poder llamarle “Padre”. Padre
significa amor, preocupación por los hijos, entrega generosa a ellos. Aquí nos
traiciona nuestra inteligencia. Cuando pensamos en Dios como Padre, le
atribuimos generalmente las mejores cualidades que podemos encontrar en un
padre humano. No caemos en la cuenta de que Dios las supera infinitamente. La
inteligencia funciona así, adapta todo a nuestra medida. Por eso no resulta
fácil llegar al conocimiento del Padre sólo con la inteligencia; hace falta
echar mano del amor. El amor tiene un dinamismo diferente, se “hace” a la persona amada, se identifica con ella.
Produce un conocimiento más intuitivo, seguramente menos científico, pero más
profundo y experimental. El amor lleva a gustar a ese Padre en la entrega
confiada a Él, en la valoración interna de sus gestos de amor por el hombre, de
la creación, de la salvación, de la redención.
“NUESTRO” significa posesión: Dios nos pertenece, se ha hecho a nosotros, es nuestro
Creador. Pero también implica una confianza en Él. Es Padre nuestro
porque se ha entregado a nosotros. Es Padre nuestro porque constituye nuestro
premio futuro, la salvación eterna cuando lo “veremos
cara a cara” (Cf I Corintios 13, 12). Es nuestro porque es de todos. Es
nuestro porque nos entrega a su Hijo como hermano que muere por amor para
redimirnos de nuestros pecados. Padre nuestro; estas dos primeras palabras
tocan profundamente el corazón elevándolo hacia el sentimiento de la filiación
divina de todos y cada uno, y hacia la fraternidad de todos los hijos del mismo
Dios. Santa Teresa de Jesús dedica unas frases maravillosas a la explicación del
“Padrenuestro”. Allí encontramos unas
reflexiones muy valiosas sobre estas primeras palabras en las que la Santa
Doctora se dirige a Jesucristo -el texto se ha retocado acomodando el
lenguaje-: ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo
das tanto junto desde la primera palabra? Ya que te humillas a Ti mismo tanto
que te juntas con nosotros al pedir y hacerte hermano de cosa tan baja y
miserable, ¿cómo nos das en nombre de tu Padre todo lo que se puede dar, pues
quieres que nos tenga por hijos, y cuando das tu palabra, nunca falla? Le
obligas a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues siendo Padre nos ha de
sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como al hijo pródigo nos
tiene que perdonar, nos tiene que consolar en nuestros trabajos, nos tiene que
sustentar como lo haría un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los
padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido, y
después de todo esto hacernos participantes y herederos contigo (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, capítulo 27).
El hecho de que Jesucristo nos haya enseñado esta oración lo ve Santa Teresa
como un compromiso que Él toma compartiendo con nosotros su filiación divina.
Es como el niño que le pide a su padre que adopte a un amigo suyo. El Padre nos
adopta como hijos por haber sido adoptados como hermanos por Jesucristo. Santa
Teresa le reprocha a Jesús que ha comprometido a su Padre con hijos que serán
muy desagradecidos con Él. Una oración que comienza con semejante regalo, no
puede pedir después cosas malas para nosotros.
“QUE ESTÁS EN EL CIELO”. Cuando
decimos esta frase, no estamos hablando de un dios de la naturaleza que mora en
el espacio celeste. Cielo no significa un lugar, no significa espacio y tiempo.
Tampoco significa que Dios se aparta de nosotros y se mantiene alejado. El
Cielo significa el más allá donde nos espera la posesión absoluta de Dios.
Significa la imposibilidad del hombre para poseerlo completamente desde esta
vida en una relación directa si no es por un don suyo. Significa que está más
allá de todos nuestros pensamientos sobre Él. Fray Luis de León ha comparado el
cielo con la misericordia de Dios en su libro “De
los nombres de Cristo”. Así, dirigiéndose a Dios, le dice: Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se
encumbra la piedad que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra
baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien,
y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como
cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella, como el
cielo, es eterna. A ellos, que están en la tierra, los cubren y los obscurecen
las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En
nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos
libra de mil pesadumbres. “Cuanto se extiende la tierra y se aparta el
nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas”
(Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, libro III, Jesús). La misericordia
nos viene del cielo, el lugar donde habita la misericordia. Es eterna y divina.
La misericordia es el mismo Dios que se define como amor.
“SANTIFICADO SEA TU NOMBRE”.
Con esta frase comienzan las siete peticiones del Padrenuestro, y dentro de ellas,
la serie de tres que se refieren a Dios usando el “tu”:
“tu nombre”, “tu reino”, “tu voluntad”. En la primera carta ya hemos
reflexionado sobre lo que significa este “nombre” de
Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica muy bien el contenido de
esta petición: El término "santificar"
debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (sólo Dios
santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo; reconocer
como santo, tratar de una manera santa. Así es como, en la adoración, esta
invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias (Cf
Salmo 111, 9; Lucas 1, 49). Pero esta petición es enseñada por Jesús como algo
a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen.
Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio
íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad.
Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en "el benévolo designio
que él se propuso de antemano" (Cf Efesios 1, 9) para que noso-tros seamos
"santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Cf
Efesios 1, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica 2807). Sólo Dios santifica pues
sólo Él es santo y sólo Él puede comunicar su santidad. La santidad era el atributo
por excelencia de Dios, que los israelitas consideraban el “Santísimo” (kadós, kadós, kadós: el muy santo -el
superlativo absoluto se construía con la triple repetición del adjetivo-). La
santidad es propiedad sólo de Dios que la transmite a los que ama. La santidad
es presencia de Dios. Ante la presencia
atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza
ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (Cf Éxodo 3, 5-6)
delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías
exclama: "¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios
impuros!" (Isaías 6, 5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro
exclama: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lucas 5,
8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador
delante de él: "No ejecutaré el ardor de mi cólera... porque soy Dios, no
hombre; en medio de ti yo el Santo" (Oseas 11, 9). El apóstol Juan dirá
igualmente: "Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que
nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y
conoce todo" (I Juan 3, 19-20) (Catecismo de la Iglesia
Católica 208). Esta santidad de Dios es garantía de la fidelidad de su amor y
de su perdón continuo que no busca revanchas porque ama a los hombres y quiere
que todos se salven, y esta santidad es también signo de lo que será su
justicia absoluta en el respeto a la libertad del hombre y sus consecuencias.
Jesucristo es el que manifiesta el nombre de Dios: Dios es Padre. El Espíritu
Santo nos pone en relación con ese Padre llevándonos a llamarle “Abbá” (Cf Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6) como
Cristo lo llamaba (Cf Marcos 14, 36). Y Jesús recibe el nombre que está sobre
todo nombre (Cf Filipenses 2, 9-11) con lo que se afirma la divinidad de
Jesucristo que se hizo hombre.
“VENGA A NOSOTROS TU REINO”. La espera del Reino de Dios nos
puede llenar muchas veces de impaciencia, quisiéramos que ya estuviera presente
en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras sociedades. Deseamos que
venga ese reino de paz y justicia (Cf Romanos 14, 17), pero ese reino sufre
violencia y los violentos lo arrebatan (Cf Mateo 11, 12). Hay que esforzarse
por sumarse a ese Reino (Lucas 16, 16) que está ya muy cerca, que está dentro
de nosotros (Lucas 17, 21). Sólo en ese reino encuentra el hombre su felicidad,
la realización del ideal para el que fue creado por Dios. Es un reino que
tenemos que anunciar porque Dios nos lo ha confiado a nosotros y sólo se va a
extender con nuestro testimonio unido a la acción del Espíritu Santo. Es un
Reino que se basa en lo que Jesucristo nos reveló y que se construye con
nuestra respuesta generosa en la conversión y en la fe (Cf Mateo 4, 17; Marcos
1, 15). El pecado nos aleja de él y nos cierra la entrada (Cf Gálatas 5, 19-21;
I Corintios 6, 9-10; Efesios 5, 3-5). Toda la vida pública de Cristo fue una
predicación del Reino de Dios anuncia-do a todos los hombres. El Reino de Dios
representa la victoria absoluta sobre el mal que será derrotado para siempre
(Cf Mateo 12, 26-28) y se inicia con la Iglesia dirigida por el Papa, Vicario
de Cristo, que ha recibido las llaves del Reino (Mateo 16, 19). El Reino de
Dios se alcanza con la vivencia de las bienaventuranzas (Cf Mateo 5, 1-12; Lucas
6, 20-26). Encontrarás una mejor explicación de lo que significa el Reino de
Dios en los números 541 a 556 del Catecismo de la Iglesia Católica.
“HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO”. La voluntad de Dios sobre el hombre, sobre cada
hombre, es que se salve y goce eternamente de Él (Cf I Timoteo 2, 3-4). Todo en
la vida de Cristo va orientado a conseguir este fin, su vida sobre la tierra
tiene sentido sólo como redención del género humano. Lo que es un plan de Dios
para el hombre en el cielo tiene un inicio en la tierra. La respuesta a la
voluntad de Dios sobre la tierra, expresada en el mandamiento del amor, se
prolonga en el amor perfecto de la vida eterna, en el cielo. Hacer la voluntad
de Dios sobre la tierra es amar a Dios sobre todas las cosas: Únicamente preocupados de guardar el mandato y la ley que
os dio Moisés, siervo de Yahvé: que améis a Yahvé
vuestro Dios, que sigáis siempre sus caminos, que guardéis sus mandamientos y
os mantengáis unidos a Él y le sirváis con todo vuestro corazón y con toda
vuestra alma (Josué 22, 5); y al prójimo como Cristo nos amó: Este es
el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 15, 12) (Cf Juan 13, 34; 15, 17). El mundo es un lugar
de paso que no puede ser objeto final de nuestro amor (Cf I Juan 2, 15), pero
muchas veces nos distrae en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Amamos al
ser humano que vive en el mundo, pero reconocemos desde la fe que este ser
humano está llamado a una vida más plena. Vivir el mandamiento del amor es
adelantar la salvación eterna. Cuando rezamos el Padrenuestro le pedimos a Dios
que se viva el mandamiento del amor sobre la tierra y que se realice la
salvación eterna de todos los hombres.
SEGUNDA PARTE DEL PADRENUESTRO
Y sucedió que, estando él orando en cierto
lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar,
como enseñó Juan a sus discípulos”. El les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre,
santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano,
y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que
nos debe, y no nos dejes caer en tentación”
(Lucas 11, 1-4).
En la actual situación de nuestro país, esta oración se hace más acuciante, más
sentida. Dios sabe lo que nos hace falta ese pan cotidiano como sabe también
cuánto necesitamos perdonarnos entre nosotros para poder implorar su perdón.
Muchos de nuestros hermanos pasan hambre y viven en condiciones inhumanas.
Somos más frágiles que nunca ante cualquier conflicto y más propensos al odio.
Vivimos quizá demasiado encerrados en nosotros mismos y en nuestros problemas
como para construir un nuevo modelo de nación donde reine la auténtica
solidaridad y se den las necesarias posibilidades de desarrollo para todos. Nos
resulta imprescindible el apoyo de Dios para no caer en las tentaciones y
permanecer siempre libres del mal.
ESTA
SEGUNDA PARTE DEL PADRENUESTRO CON SUS CUATRO PETICIONES, las peticiones del “nos”, frente
a las tres anteriores del “tu”, nos muestran
lo que debemos pedir para nosotros, para mejorar nuestra vida personal y la
vida de las sociedades humanas.
“DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA”. Esta
petición toca uno de los grandes problemas del hombre desde que mora sobre la
tierra, el problema de la repartición de un pan entre muchos. Dios hizo el
mundo con los suficientes recursos para alimentar a todos y creó al hombre con
la suficiente inteligencia y capacidad para generar más pan, no sólo para
repartir el que ya había. Pero el ser humano, desde el inicio de su paso por
este mundo, quiso acaparar para sí más de lo que podía disfrutar, quiso emplear
esos dones de Dios para adquirir poder o subyugar a los demás. La historia ha
sido testigo de muchos intentos del hombre para remediar esto. El marxismo se
presentaba como la panacea para solucionar estas continuas tensiones entre el
hombre y el dominio de la creación, pero se quedó en un proyecto que supeditaba
todo (hombres y productos de la tierra) a los intereses del estado y coartaba
la libertad del ser humano, querida por Dios como un don maravilloso para que
el hombre pudiera llegar hasta Él. El capitalismo, sistema más basado en la
naturaleza del hombre, no ha sido capaz todavía de eliminar la pobreza que
sufren muchos hombres. Los grupos de poder que controlan los mercados actúan
con intereses egoístas, y el capital no parece emplearse en proyectos que
ayuden a la superación de los rezagos sociales. Quizá por ello, en este momento
de nuestra historia, esta petición de “danos hoy
nuestro pan de cada día” se hace más angustiosa, más dolorosa. En medio
de este dolor ante el hambre que padecen millones de seres humanos, no podemos
perder la confianza en Dios ni renunciar a nuestra propia responsabilidad para
remediar las cosas. Jesucristo nos enseñó a pedir al Padre con la certeza de
que todo nos lo dará “En verdad, en verdad os
digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le
habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea
colmado” (Juan 16, 23-24). Por
eso repetimos con fe el Padrenuestro. Sabemos que la solución al problema
vendrá de Dios que tocará los corazones de los hombres. Dios siempre actúa a
través de medios humanos. Él es un Padre que ama a sus hijos y hace salir el
sol sobre buenos y malos (Mateo 5, 45). No puede permanecer indiferente ante
este drama humano. Pedimos con un “nuestro” en
solidaridad con aquellos que no tienen, acercándonos a sus necesidades y a sus
sufrimientos, conscientes de que somos hijos del mismo Padre. Los números 2830
y 2831 del Catecismo de la Iglesia Católica pueden servir de materia para
reflexionar a fondo sobre este tema.
Pero hay otro pan que necesita el hombre de hoy. La Madre Teresa de Calcuta lo
señalaba en su testamento espiritual. Hay un hambre física que sacude al mundo,
pero hay otro tipo de hambre que se ve menos y, sin embargo, afecta más
gravemente a nuestros semejantes: el hambre de amor.
El ser humano necesita, hoy más que nunca, saber que tiene un Padre que le ama
y sentirse amado de sus hermanos. Si la petición que nos enseñó Jesucristo se
refiere al “hoy”, no hay que olvidar que en
ese “hoy” encontramos este drama humano de
hombres y mujeres que viven solos, olvidados de todos y esperando su muerte.
Cuando oigo debates sobre la eutanasia y constato el ansia de morir de muchos
enfermos, descubro detrás esta angustia que nace de no sentirse amados. Los
cristianos tenemos que repartir este pan del amor de Cristo a los hombres de
hoy, un amor real de entrega, comenzando por los más próximos, por nuestra
familia, por nuestros padres, por nuestro cónyuge, por nuestros hijos, por
nuestros abuelos. Nuestra fe, nuestra certeza del amor de Dios, no puede
quedarse sólo en nuestro corazón o en nuestra mente, tiene que llegar a los
corazones de todos los seres humanos. El “pan de
cada día” es también el sacramento de la Eucaristía, el mayor signo del
amor de Dios. Cada cristiano tiene que hacerse eucaristía, entrega, donación
incondicional de amor.
“PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS
OFENDEN”. El
Catecismo de la Iglesia Católica centra muy bien las reflexiones que deben
acompañar esta oración: Con una audaz confianza
hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea
santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun
revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separamos de
Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo
(Cf Lucas 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (Cf
Lucas 13, 13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que
afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra
esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión
de nuestros pecados" (Colosenses 1, 14; Efesios 1, 7). El signo eficaz e
indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (Cf
Mateo 26, 28; Juan 20, 23). Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento
de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado
a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible;
no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana
a quienes vemos (Cf I Juan 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y
hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor
misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre
a su gracia (Catecismo de la Iglesia Católica 2839-2840). En el
centro del Sermón de la Montaña se encuentran la misericordia y el perdón (Cf
Mateo 5, 23-24; 6, 14-15; Marcos 11, 25), un perdón que llega incluso a los
enemigos (Cf Mateo 5, 43-44) y que no tiene límites (Cf Mateo 18, 21-22; Lucas
17, 3-4). Este es el signo del cristiano, la misericordia. Es una virtud que
nace del conocimiento objetivo del corazón humano y de su debilidad y del
conocimiento objetivo del “corazón” de Dios
y de su generosidad y fidelidad a toda prueba. Por ello, la misericordia se
apoya en la fe que nos descubre la bondad de Dios y en la constatación de la
pobre respuesta del ser humano. El cristiano es portador de misericordia, así
hace presente a Dios en el mundo y predica que el amor es más fuerte que el
pecado.
“NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN”. La
constatación de nuestra debilidad nos lleva a acudir a Dios para que no nos
deje de su mano. Somos muy conscientes de que hay cientos de tentaciones que
buscan alejarnos del amor de Dios y de su plan de salvación para nuestras
vidas. El mismo Jesucristo experimentó estas tentaciones y las venció
apoyándose en su amor al Padre y a los hombres, sus hermanos (Cf Mateo 4, 1-11;
Marcos 1, 12-13; Lucas 4, 1-14). En estos pasajes evangélicos, Cristo nos
enseña la importancia de Dios en nuestra vida por encima de los atractivos que
nos presenta lo que San Juan llama “el mundo”: No
améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del
Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia
de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas- no
viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero
quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre (I Juan 2,
15-17). Las tentaciones nos invitan siempre a quedarnos con lo pasajero y
desarraigarnos de Dios.
Una y otra vez, Jesucristo nos pide que recemos para no caer en la tentación
(Mateo 26, 41; Marcos 14, 38; Lucas 22, 40; 22, 46). Él sabe que necesitamos de
Dios para librarnos de ellas, que sólo con su apoyo, con la ayuda de la gracia,
podremos vivir sin dejarnos arrastrar por tantos elementos que nos llevan a
romper el plan de Dios para nuestra vida, la alianza de amor que Él ha
establecido con nosotros por el Bautismo. Él nunca falla a esta relación porque
Dios es fiel, pero nosotros, cuando no estamos unidos a Él, corremos el riesgo
de seguir el camino de nuestra infelicidad. Así
pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación
superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados
sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla
resistir con éxito (I Corintios
10, 12-13). Dios no nos quita las tentaciones, pero nos da la ayuda para
superarlas y expresarle nuestro amor prefiriéndolo a Él sobre todas las cosas.
La tentación es el camino que conduce al pecado, rotura de la relación de amor
entre Dios y el hombre. Cuando le pedimos a Dios que no nos deje caer en ellas,
estamos afirmando la opción por Él, la voluntad de amarlo sobre todas las
cosas.
“LÍBRANOS DEL MAL”. Jesucristo ya
ha vencido el mal que reinaba en el mundo. Ahora, Él nos apoya en esta lucha,
Él es quien vence en nosotros. El orden de la obediencia al designio de Dios
roto por el diablo, por Satanás, el ángel rebelde a Dios, su Creador, volverá a
restaurarse en Cristo cuando llegue su venida final. Hasta entonces, la Iglesia
ora a Dios para que nos libre de las acechanzas del Maligno. En efecto, el
Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que Al
pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos
los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En
esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del
mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora
el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno
de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de
todos y de todo en Aquel que “tiene las llaves de la Muerte y del Hades”:
(Apocalipsis 1, 18), “el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de
venir” (Apocalipsis 1, 8; Cf Apocalipsis 1, 4) (Catecismo de la
Iglesia Católica 2854).
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