«LA FRATERNIDAD CATÓLICA ESTÁ HERIDA» Y ES POR LA «OPCIÓN CATÓLICA», DIJO
La adoración de la Cruz es uno de los ritos más imponentes de los oficios de Viernes Santo. El Papa lo hizo tras escuchar al cardenal Cantalamessa su homilía sobre la divinidad de Cristo.
Los oficios de Viernes Santo tuvieron
lugar en la basílica de San Pedro, un año más con una asistencia limitada por
las exigencias de aforo y distancia social. El Papa presidió la celebración uno
de cuyos ritos es la lectura completa de la Pasión según San Juan.
A su
término, el cardenal Raniero
Cantalamessa, OFMCap, predicador de la Casa Pontificia, hizo
su tradicional predicación, centrada en explicar la encíclica de Francisco Fratelli tutti del
pasado 3 de octubre a la luz de un hecho
diferencial de la fraternidad cristiano: la divinidad de Jesús como fundamento
de la hermandad entre los
hombres.
El texto
del Papa aunque por su "horizonte
universal... evita restringir el discurso a lo que es propio y exclusivo
de los cristianos", recoge "el fundamento
evangélico de la fraternidad"
y lo hace con "pocas palabras pero vibrantes": "Otros beben de
otras fuentes. Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de
fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo".
El "fundamento cristológico de la fraternidad" se deduce del "nuevo
vínculo de fraternidad traído por Cristo", un concepto de hermandad
que supera el puramente familiar o social porque "en
el Nuevo Testamento la palabra «hermano» indica cada vez más claramente una
categoría particular de personas. Hermanos entre sí son los discípulos de Jesús,
aquellos que acogen sus enseñanzas".
"Cristo se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom
8,29)", continuó Cantalamessa, y de esta forma "los discípulos se
convierten en hermanos en un sentido nuevo y muy profundo: comparten no sólo la enseñanza
de Jesús, sino también su Espíritu, su vida nueva como resucitado".
Todo esto
da un sentido "único y trascendente" a
la fraternidad cristiana, que "se debe al
hecho de que Cristo también es Dios". La fraternidad
cristiana "no reemplaza a otros tipos de
fraternidad basados en la familia, la nación o la raza, sino que los
corona", porque "todos los seres
humanos son hermanos en cuanto criaturas del mismo Dios y Padre" y
al mismo tiempo "no sólo a título de creación,
sino también de redención; no sólo porque todos tenemos el mismo Padre, sino
porque todos tenemos al mismo hermano, Cristo".
UNA
UNIDAD HERIDA
La unidad
que de esto se deduce no reluce, sin embargo, como debiera, porque "la fraternidad católica está herida".
El cardenal Cantalamessa no entró en detalles, pero sí invitó a un "examen de nuestras conciencias" sobre "la causa más común de las divisiones entre los
católicos", que "no es el dogma,
no son los sacramentos y los ministerios: todas las cosas que por singular
gracia de Dios guardamos íntegras y unánimes. Es la opción política", señaló, "cuando
toma ventaja sobre la religiosa y eclesial y defiende una ideología... Esto es un pecado, en el sentido
más estricto del término" porque "significa
que «el reino de este mundo» se ha vuelto más importante, en el propio corazón,
que el Reino de Dios".
Como
contraejemplo, el predicador de la Casa Pontificia puso el del propio
Jesucristo, que no tomó partido por ninguno de los cuatro partidos
que dividían a los judíos de su tiempo: los fariseos, los saduceos, los herodianos y los
zelotas.
"Jesús no se alineó con ninguno de ellos y se resistió
enérgicamente al intento de arrastrarlo a un lado o al otro. No porque no le
importara el destino político de su pueblo, sino porque le importaba infinitamente más
su suerte espiritual, la del reino de Dios que había venido a traer
en medio de ellos", explicó.
Y "la primitiva comunidad cristiana lo siguió
fielmente en esta elección. Este es un ejemplo especialmente para los pastores,
que deben ser pastores de todo el rebaño, no de una sola parte de él".
"Si hay un carisma especial o un don que la Iglesia católica está
llamada a cultivar para todas las Iglesias cristianas", afirmó el cardenal en los últimos momentos de su
homilía, "es precisamente la unidad".
LA
ADORACIÓN, REDUCIDA
Tras la
homilía del cardenal Cantalamessa, tuvo lugar el rito de la Adoración de la Cruz, que
este año se simplificó, siendo realizado solamente por el Papa. Normalmente lo
hacían todos los cardenales presentes en el acto litúrgico. Tras la comunión y la bendición pontificia,
concluyeron los oficios de Viernes Santo, seguidos por la noche del tradicional
Via Crucis.
"Primer nacido entre muchos hermanos" (Rom 8, 29)
Predicación de Viernes Santo 2021
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap
El 3 de
octubre pasado, en la tumba de San
Francisco en Asís, el Santo Padre firmó su encíclica sobre
la fraternidad Fratres omnes.
En poco tiempo, ha despertado en muchos corazones la aspiración hacia este
valor universal, ha puesto de relieve las muchas heridas contra ella en el
mundo de hoy, ha indicado caminos para llegar a una fraternidad humana
verdadera y justa y ha exhortado a todos —personas e instituciones— a trabajar
por ella.
La
encíclica está idealmente dirigida a un público amplísimo, dentro y fuera de la
Iglesia: en la práctica, a toda la humanidad. Abarca muchas áreas de la vida: desde lo privado a lo público, desde lo religioso a lo
social y a lo político. Dado su horizonte universal, con razón evita restringir
el discurso a lo que es propio y exclusivo de los cristianos. Sin embargo,
hacia el final de la encíclica, hay un párrafo donde el fundamento evangélico
de la fraternidad se resume en pocas palabras pero vibrantes.
Dice: "Otros beben de otras fuentes. Para nosotros, ese
manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de
Jesucristo. De él surge «para el pensamiento cristiano y para la acción de
la Iglesia el primado que se da a la relación, al encuentro con el misterio
sagrado del otro, a la comunión universal con la humanidad entera como vocación
de todos»" (FO 277).
El
misterio de la cruz que estamos celebrando nos permite —más aún, nos obliga— a
centrarnos precisamente en este fundamento cristológico de la
fraternidad, dejando a un lado a todos los demás.
Para
entender el nuevo vínculo de fraternidad traído por Cristo, es necesario tener
presentes los diversos significados y diferentes áreas de aplicación del
término «hermano». En el Nuevo Testamento, «hermano» (adelphos) significa, en el sentido
primordial, la persona nacida del mismo padre y de la madre.
Se
denomina «hermanos», en segundo lugar, a los
miembros del mismo pueblo y nación. Así, Pablo dice que está dispuesto a
convertirse en anatema, separado de Cristo, en beneficio de sus hermanos según
la carne, que son los israelitas (cf. Rom 9,3). Está claro que en estos
contextos, como en otros casos, «hermanos» indica
a hombres y mujeres, hermanos y hermanas.
En esta
ampliación del horizonte se llega a llamar hermano a toda persona humana, por
el hecho de ser tal. Hermano es lo que la Biblia
llama el «prójimo». «Quien no ama a su hermano...» (1 Jn 2,9)
significa: quien no ama a su prójimo. Cuando
Jesús dice, «Todo lo que habéis hecho a uno solo de
estos hermanos menores míos, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40),
significa toda persona humana necesitada de ayuda.
Pero
junto a todos estos significados antiguos y conocidos, en el Nuevo Testamento
la palabra «hermano» indica cada vez más
claramente una categoría particular de personas. Hermanos entre sí
son los discípulos de Jesús, aquellos que acogen sus enseñanzas. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? [...]
Quien hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, es para mí hermano,
hermana y madre» (Mt 12,48-50).
En esta
línea, la Pascua marca una etapa nueva y decisiva. Gracias a ella, Cristo se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Los discípulos se convierten en hermanos en un
sentido nuevo y muy profundo: comparten no sólo la enseñanza
de Jesús, sino también su Espíritu, su vida nueva como resucitado. Es significativo
que sólo después de su resurrección, por primera vez, Jesús llama a sus
discípulos «hermanos»: «Ve a mis hermanos —le
dice a María Magdalena— y diles: "Subo a mi
Padre y a tu Padre, a mi Dios y a vuestro Dios"» (Jn 20,17). En
este mismo sentido, la Carta a los Hebreos escribe: «Quien
santifica y los que son santificados todos provienen de un mismo origen; por
esto [Cristo] no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,11).
Después
de la Pascua, este es el uso más común del término hermano; indica al hermano
de la fe, miembro de la comunidad cristiana. Hermanos «de
sangre» también en este caso, ¡pero de la
sangre de Cristo! Esto hace que la fraternidad de Cristo algo
único y trascendente, en
comparación con cualquier otro tipo de fraternidad, y se debe al hecho
de que Cristo también es Dios. No reemplaza a otros tipos de
fraternidad basados en la familia, la nación o la raza, sino que los corona.
Todos los seres humanos son hermanos en cuanto criaturas del mismo Dios y
Padre. A esto la fe cristiana añade una segunda razón decisiva. Somos hermanos
no sólo a título de creación, sino también de redención; no sólo porque todos
tenemos el mismo Padre, sino porque todos tenemos al mismo hermano, Cristo, «primogénito entre muchos hermanos».
* * *
A la luz
de todo esto, ahora debemos hacer algunas reflexiones actuales. La fraternidad
se construye exactamente como dice el Santo Padre que se construye la paz, es
decir, «artesanalmente»; empezando de cerca,
por nosotros, no con grandes esquemas, con metas ambiciosas y abstractas. Esto
significa que la fraternidad universal comienza para nosotros con la
fraternidad en la Iglesia católica. Dejo de lado también, por una vez, el
segundo círculo que es la fraternidad entre todos los creyentes en Cristo, es
decir, el ecumenismo.
¡La fraternidad católica está herida! La túnica
de Cristo ha sido desgarrada por las divisiones entre las Iglesias; pero —lo
que es peor— cada trozo de la túnica está dividido a menudo, a su vez, en otros
trozos. Hablo naturalmente del elemento humano de la misma, porque la verdadera
túnica de Cristo, su cuerpo místico animado por el Espíritu Santo, nadie la
podrá nunca herir. A los ojos de Dios, la Iglesia es «unica,
santa, católica y apostólica», y permanecerá como tal hasta el fin del
mundo. Esto, sin embargo, no excusa nuestras divisiones,
sino que las hace más culpables y
debe impulsarnos con más fuerza para que las sanemos.
En los
Hechos de los Apóstoles, Pedro refiere el grito que Moisés dirigió un
día, en Egipto, a los judíos que discutían entre sí: «¡Hombres,
sois hermanos! ¿Por qué os maltratáis el uno al otro?» (Hch 7,26; cf. Ex
2,13). No cuesta entender quién es hoy en la Iglesia quien pronuncia —con
sufrimiento y a menudo obligado a hacerlo en silencio— estas palabras.
¿Cuál
es la causa más común de las divisiones entre los católicos? No es el
dogma, no son los sacramentos y los ministerios: todas
las cosas que por singular gracia de Dios guardamos íntegras y unánimes. Es
la opción política,
cuando toma ventaja sobre la religiosa y eclesial y defiende una ideología.
Esto, en muchas partes del mundo, es el verdadero factor de división, incluso
si es silenciosa o desdeñosamente negada. Esto es un pecado, en el sentido más
estricto del término. Significa que «el reino de
este mundo» se ha vuelto más importante, en el propio corazón, que el
Reino de Dios.
Creo que
todos estamos llamados a hacer un examen serio de nuestras conciencias sobre
este asunto y a convertirnos. Esta es, por excelencia, la obra de aquel cuyo
nombre es «diábolos», es decir, el
divisor, el enemigo que siembra cizaña, como Jesús lo define en su parábola
(Cf. Mt 13,25).
* * *
Debemos
aprender del Evangelio y del ejemplo de Jesús. Había una fuerte polarización
política a su alrededor. Algunos estaban a favor de una resistencia, incluso
armada, contra el dominio romano, otros —por interés, o para evitar males
peores— estaban a favor de una convivencia pacífica. Había cuatro
partidos: los fariseos, los saduceos, los herodianos y los zelotas. Jesús no se alineó con ninguno de ellos y se
resistió enérgicamente al intento de arrastrarlo a un lado o al otro. No porque
no le importara el destino político de su pueblo, sino porque le importaba
infinitamente más su suerte espiritual, la del reino de Dios que había venido a
traer en medio de ellos.
Jesús
amaba a su patria. Lloró sobre ella, previendo su destino (Cf. Lc 19,41), pero
no fomentó desórdenes, alineándose con una parte y situándose contra la otra.
La primitiva comunidad cristiana lo siguió fielmente en esta elección. Este es
un ejemplo especialmente para los pastores que deben ser
pastores de todo el rebaño, no de una sola parte de él. Por eso,
son los primeros en tener que hacer un examen serio de conciencia y preguntarse
a dónde están llevando a su rebaño: si a su lado, o
al lado de Jesús.
Jesús
nunca eludió su tarea de maestro. En el
Evangelio da todas las indicaciones éticas necesarias para el bien personal,
familiar, social y económico del mundo. Su moral abraza todos los deberes,
insistiendo sobre todo en el deber hacia los pobres y hacia los menos. Pero
deja a cada uno, a lo largo de la historia, la tarea de aplicar su enseñanza en
su propio ámbito y según sus responsabilidades.
El
Concilio Vaticano II confía esta tarea sobre todo a los laicos. Puede
traducirse en opciones incluso diferentes, siempre y cuando sean respetuosas
con los demás y pacíficas. Entre los apóstoles había lugar para Mateo que era
un publicano, es decir, un recaudador de impuestos en nombre de los romanos, y
para Simón que venía de las filas opuestas de los zelotes. No se dice que estos
dos apóstoles hubieran abandonado completamente sus antiguas convicciones, pero
habían descubierto algo que relativizaba sus diferencias y les
permitía vivirlas «reconciliadas».
* * *
Cristo
vino a anunciar «paz a los que estaban lejos y paz a los que estaban cerca» (Ef
2,17). Es decir, a los que estaban cerca por la profesión de la misma religión,
pero lejos unos de otros con el corazón: la paz entre
la Iglesia y el mundo y la paz entre cristianos y cristianos en la Iglesia.
«Por medio de él podemos presentarnos, unos y otros, al Padre en un solo
Espíritu» (Ef 2,18). Si hay un carisma especial o un
don que la Iglesia católica está llamada a cultivar para todas las Iglesias
cristianas, es precisamente la unidad.
El
reciente viaje del Santo Padre a Irak nos ha hecho sentir de primera mano lo que
significa para quienes están oprimidos o han sobrevivido a guerras y
persecuciones sentirse parte de un cuerpo universal, con alguien que pueda
hacer que el resto del mundo escuche su grito y reviva la esperanza. Una vez
más se ha cumplido el mandato de Cristo a Pedro: "Confirma
a tus hermanos" (Lc 22, 32).
A Aquel
que murió en la cruz «para reunir a los hijos de
Dios dispersos» (Jn 11,52) elevamos, en este día, «con corazón contrito y espíritu humillado», la
oración que la Iglesia le dirige en cada misa antes de la Comunión: "Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: «La paz
os dejo, mi paz os doy». No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y
conforme a tu palabra concédele la paz y la unidad, tú que vives y reinas por
los siglos de los siglos. Amén".
Traducción de Pablo Cervera Barranco.
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