El mal se vence con el bien, la injusticia con la verdad unida a la misericordia.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Existe odio. Se lee en insultos en Internet. Se
escucha en comentarios entre conocidos. Se ve en gritos de rabia de unos contra
otros.
Ese odio, a veces, entra en la propia vida.
Surge ante una injusticia. Se nutre del recuerdo. Se aviva al ver el cinismo de
un culpable no castigado.
En sus formas extremas, el odio lanza sus
flechas contra grupos enteros de personas, contra nacionalidades, contra clases
sociales, contra categorías profesionales, contra todos los miembros de un
partido.
Otras veces queda circunscrito hacia personas
concretas. Es un odio que al menos evita la injusticia: se concentra hacia
aquella persona que nos traicionó, que nos hizo mucho daño. Pero no por ello
deja de destruir el corazón de quien lo alberga.
Porque el odio, aunque a veces uno no se da
cuenta, corroe a quien lo cultiva, y lo pone siempre en esa pendiente
resbaladiza que lleva a los insultos en público, a las agresiones, incluso a la
violencia.
No resulta fácil apagar el fuego del odio cuando
ha crecido día a día, sobre todo si ha cristalizado en el deseo de venganza y
en actitudes internas de rabia insatisfecha. Además, a veces escapa de uno
mismo, contagia a otros, y se convierte en un mal que no termina.
Muchos conflictos sociales surgen desde el odio
y lo alimentan. Conflictos políticos viven del odio hasta “aprovecharlo” para aumentar el número de votos.
Incluso llegan a asaltos contra gente inocente o a guerras absurdas.
En el “Catecismo de
la Iglesia Católica” (n. 2303) leemos: “El
odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando
se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave
cuando se le desea deliberadamente un daño grave”.
Cristo invita a perdonar, a no dejarse atrapar
por esa rabia interior que destruye a quien la acepta y que abre espacio a
heridas mayores.
El mal se vence con el bien, la injusticia con
la verdad unida a la misericordia, la ofensa con la mansedumbre (cf. Rm
12,17-21; Mt 5,43-48).
Ya hay demasiado odio en nuestro mundo. Si
empezamos a arrancar sus pequeñas raíces de nuestro corazón, y si pedimos a
Dios que nos dé la fuerza de perdonar y de acoger incluso al enemigo,
empezaremos a vencer el odio y a irradiar aquello que tanto necesita nuestro
tiempo: el amor auténtico.
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