CONFÍA: DIOS ESTÁ CONTIGO
La santidad es amar
a Dios con todas nuestras fuerzas
Por: H. Roberto Allison, LC | Fuente: Capsulas de
Verdad
Cuando uno entra en la
aventura de seguir a Dios y se decide hacer alguna obra apostólica por Él,
enseguida vienen como un relámpago las inquietudes, las dudas, y, lo peor de
todo, un sentimiento demoledor de indignidad. ¡Y cuánto más cuando Dios no nos pide niñerías o
trivialidades! ¡Deposita sobre nuestros hombros la salvación del mundo o, cuando
menos, de una persona! “¿Seré capaz de hacerlo?”, “¿Cómo yo? si soy tan
pecador…”, “Nunca podré hacerlo”, son los pensamientos más comunes.
El miedo es algo muy natural y sería de locos querer erradicarlo por completo. Y al querer forzar la naturaleza, sólo se logra carecer de naturalidad. Además, Dios nos quiere hombres completos, con defectos y todo. Pues bien, quisiera dar algunos consejos que me han ayudado en mi vida. Estos “tips” no eliminarán el miedo que nos ataca constantemente, sino que lo convertirán en nuestra mejor arma para dejar actuar a Dios.
TU DEBILIDAD ES TU FUERZA:
“Porque cuando soy débil,
entonces es cuando soy fuerte” (2 Corintios 12,10). Normalmente consideramos
nuestra debilidad como algo malo. Como si fuera una malformación del alma que
debemos extirpar. En cambio ¡Qué distinto piensa
Dios! Él no quiere que seamos superhéroes que alcanzan todo lo que
desean con el chasquear de sus dedos. Él sabe que si fuera así, no tendríamos
necesidad de él. Dios nos sobraría. Nuestras limitaciones, nuestra pobreza no
son un obstáculo. Son una bendición. Pues es sólo en ellas cuando vemos
manifiestamente la fuerza de Dios. A lo único que le debemos tener miedo es a
la auto-suficiencia, a creer que todo lo conseguiremos con nuestras propias
fuerzas. Dios quiere que le presentemos nuestra nada, y de esa nada fluirá el
agua fresca de la gracia. Se realizará lo que Bernanos llamaba “el milagro de las manos vacías”. No tengamos
miedo de ser pobres, de no tener un alma llena condecoraciones de conquistas y
logros, pues “de los pobres es el reino de los
cielos”.
CONFÍA:
DIOS ESTÁ CONTIGO:
“<Estaré con ustedes
todos los días hasta el fin del mundo”. (Mateo
28, 20). Muchas veces nos olvidamos que los frutos del apostolado no dependen
de nosotros. Es Dios el que lleva a término su obra. Es él quien nos sostiene,
nos invita y nos lleva de la mano. A nosotros lo que nos queda es
confiar. Dios es un Padre amoroso que sólo busca nuestro bien. Él sólo espera a
que nos animemos, a que demos el paso y nos lancemos con la certeza de que él
nos recibirá allá abajo. Lo mejor de todo
es que nunca nos abandona. Basta con ver el ejemplo de tantos santos que
confiaron y efectuaron grandes obras:
San Juan Bosco, la Beata Teresa de Calcuta, San Juan Pablo II. Seamos sinceros:
si a veces “fracasamos” en el apostolado, la causa no está en nuestra
negligencia (en la mayoría de los casos) sino en nuestra falta de confianza.
NO LO
OLVIDES NUNCA: VALES MÁS DE LO QUE TÚ PIENSAS.
En el Génesis leemos que, al final de la
creación, “vio Dios cuanto había hecho, y todo
estaba muy bien” (Génesis 1,31). Dios no se equivoca en todo cuanto
hace. Y tú no eres la excepción. Él te ha creado con una infinidad de valores,
dones y cualidades. Eres único en este mundo y es esa singularidad la que estás
llamado a aportar. Es verdad que también tenemos defectos y limitaciones. Nunca
hay que hacer las paces con nuestras caídas, pues Dios siempre bendice nuestros
esfuerzos. Pero no podemos permitir que sean ellos los que tiranicen nuestra
alma y la paralicen. Nuestra única desgracia no
consiste en ser despreciados, sino, tan sólo, en despreciarnos a nosotros
mismos. Todos tenemos en nuestro
interior una mina fertilísima esperando que sea explotada. Lo malo es que nunca
nos atrevemos a bajar para trabajarla. Nos sucede como el jornalero de la
parábola, que entierra su talento. No confiaba en sí mismo. Ni en su señor. Y
ya sabemos el final de la parábola. De la parálisis causada por el miedo no
sale nada. La desconfianza en nosotros mismos hiere profundamente el corazón
del Padre. Es una desconfianza a su amor, poder y gracia. Hemos salido de sus
manos. Demostremos lo que Él vale.
Todos estos consejos se aprenden poco a poco.
Parecen fáciles, incluso aliviadores, pero en la práctica son muy difíciles de
seguir a causa de nuestra soberbia escondida (pero activa) que pretende
dominarlo todo. Incluso el desprecio puede ser también hija de la soberbia.
Santa Teresita decía que
hay que aprender el arduo arte de amar nuestra pequeñez. Su caminito de vida
espiritual se ha convertido en un faro de luz en la santidad de muchísimas
personas. Estos consejos nacen de su poderosa espiritualidad. Ella
nos ha enseñado que la santidad no está en la derrota de nuestros defectos, en
alcanzar la indefectibilidad de nuestra pequeña alma. Como si fuera un “boy scout” que se esmera en conseguir todas las
medallas.
La santidad es amar a Dios
con todas nuestras fuerzas. Amarlo como ama un niño a su padre. Debemos
luchar contra todo aquello que reduce en nosotros el amor a Dios. Por eso
debemos luchar contra el pecado. Pero sólo será en nuestras limitaciones donde
brillará con toda su fuerza la misericordia de Dios que ama a su niño no por lo
que hace, sino por lo que es. Al fin y al
cabo, Dios a través de Cristo, se nos reveló como un Padre y ¿qué padre hay en
el mundo que no ame a su hijo cuando lo estrecha entre sus brazos?
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