Junto con la Eucaristía, el sacramento de la reconciliación es el único que podemos recibir múltiples veces en nuestra vida. Hay algunos que solo recibimos una sola vez —como el bautismo o la confirmación—, y hay algunos que quizás no llegamos a recibir.
Por ejemplo, una mujer no
recibirá el sacramento del Orden Sagrado, quizás no tengamos la suerte de morir
habiendo recibido antes la Unción de los Enfermos o solo recibiremos el del
Matrimonio si es nuestra vocación.
En esta oportunidad quiero
hablarte de este sacramento, la Confesión. ¿Cómo
agradecemos el don de poder acudir a Él, cada vez que nos haga falta? ¿Y cómo
salimos de ese encuentro?
Quizás la confesión se ha
convertido en eso que tienes que hacer para «poder
comulgar», tal vez eres el padrino en una boda, o eres tú quien se
casará y entonces te «toca» confesarte. O lo
haces una vez al año por ser Pascua, o porque se ha convertido en regla
de cada semana y es un punto más de tu check
list.
En ambos casos —tanto si no
acudes con frecuencia como si lo haces periódicamente—, puede tornarse algo
difícil de hacer. Por eso, quiero compartirte algunas reflexiones que podrían
ayudarte a confesarte de una manera distinta. ¡De
una manera nueva!
1. MIRARLE Y DEJARSE MIRAR POR ÉL
«Pedro sabe que
él es conocido tanto en su amor como en su traición: Señor, Tú lo sabes todo,
Tú sabes que te amo (Jn 21:17». Esta expresión de Pedro,
desde su humildad, arrepentimiento y cariño, es una de mis favoritas del
Evangelio.
Siempre la leí pensando que
Pedro, al decir «Tú lo sabes todo», hacía
énfasis en el amor que le tenía a su Maestro, como diciéndole «ya sabes que te quiero, porque lo sabes todo».
Desde hace un tiempo, empecé a
ver esta escena de otra manera. Pedro, más bien, al decirlo «todo», creo que no hace tanta referencia a su
amor, como a sus miserias.
En el «todo»
del apóstol, yo leo: «Señor: Tú conoces lo
que los demás apóstoles no conocen, Tú me viste cuando te negué. Tú sabes que
tuve miedo de la acusación de una anciana, y te abandoné. No hay nada que pueda
esconderte, porque ya lo sabes todo».
Pero, inmediatamente al «lo sabes todo», añade: «sabes que te quiero». Y
en esta segunda parte, puedo leer: «Sí, Señor,
sabes lo que yo quisiera esconder, lo que me avergüenza, lo que me duele haber
hecho… pero sabes que lloré, sabes que daría todo lo que puedo dar por cambiar
el «no» que te di por un «sí», sabes que, aunque te quiero mal… te quiero».
Luego
de que Pedro negara tres veces a Jesús, se encontró con su mirada. Fue el
encuentro con la mirada divina el que le ayudó a darse cuenta de sus faltas,
pero también fue el momento que le permitió llorarlas. La primera mirada, le
ayudó a arrepentirse.
Luego de encontrarse con el
Señor resucitado, y decirle esta hermosa frase sobre la cual hemos
reflexionado, vuelve a encontrarse con la mirada de Cristo. Esta segunda
mirada, le ayuda a dejar las lágrimas, le habla de misericordia, le habla de
amor, de perdón, y le deja una misión.
CONSEJOS PRÁCTICOS PARA MIRARLE, Y DEJAR QUE ÉL TE
MIRE:
— Al preparar el examen de conciencia, no lo hagas como si fuera un test donde hay que marcar «sí» o «no». Mira
a los ojos a Cristo y pregúntale: «En este punto,
¿pude haberte amado más?», «¿miré a otro lado, cuando me llamabas?», «¿por qué
lo hice?».
— Los días previos a la
confesión, trata más intensamente al Espíritu Santo, para que ponga un poco de luz sobre tu conciencia.
Pídele que te haga más sensible a su voz, para ver aquellas faltas que a veces,
nos pasan desapercibidas.
No en el sentido de «hacer una confesión perfecta» y «decir todo lo que hice», sino con el espíritu de
ver las pequeñas manchas a las que nos acostumbramos, que hacen de antesala a
errores más grandes.
— Los dos primeros consejos te
pueden ayudar a tener conocimiento suficiente de ti y tus faltas. Pero no
olvides buscar conocerle a Él, meditar en todas las veces en las que perdonó a
los pecadores, curó a los enfermos y le permitió ver a los ciegos.
Haz oración, contempla estas
escenas, y escucha lo que Él tiene para decirte. Incluso,
cuando hagas el examen de conciencia, pregúntale: «de todos mis pecados, ¿cuál
fue el que más te dolió?».
2. ABRAZARSE A CRISTO
¿Sabes qué me
parece curioso? Que en la materia del sacramento de la Confesión están los propios
pecados del penitente y su corazón contrito, que los aborrece: de las miserias, Dios hace algo santo.
Cuanto
más tardamos en confesarnos, más difícil se hace volver. Parece que
hemos acumulado tanto polvo… y nos olvidamos de que es precisamente ese polvo
el que Dios nos pide que le entreguemos, para convertirlo en algo hermoso.
Otras veces, también cuesta ir
al sacramento cuando lo hacemos con regularidad. Casi se transforma en una
lista de tareas, algo que toca hacer, porque nos lo propusimos y «debemos» cumplirlo.
Pero se nos olvida que la
confesión es la oportunidad de encontrarnos con la única persona con la que
vale la pena encontrarnos, porque nacimos, precisamente, para ese encuentro.
Te recomendé que, antes de
volver a la confesión, mires a Cristo. Ahora, acércate a Él. Párate junto a su
cruz. ¿Ves que inclina la cabeza? Quiere escucharte.
¡Háblale! ¿Ves que tiene los brazos abiertos? ¡Abrázale!
Mientras quieras hablarle, Él
te escuchará. Mientras le abraces, no te alejarás. Si no te alejas, no le
perderás. ¿Y el polvo, acumulado del camino? ¡Él lo
limpiará!
CONSEJOS PRÁCTICOS PARA NO DEJAR DE HABLAR CON ÉL
— Lo que más te cuesta
confesar, dilo primero. Habrás vencido a la vergüenza, y al demonio que te
tienta para que lo escondas.
— Sé claro, concreto y
conciso: evita dar mil vueltas o justificarte,
contando al sacerdote toda la historia de tu vida, cuando no tiene que ver con
los pecados de los que te acusas.
— El sacerdote te dará algunos
consejos, ¡no temas preguntarle si algo no te queda
claro! Y toma estas recomendaciones por lo que son: venidas del mismo Dios.
3. DESPUÉS DE LA CONFESIÓN: ¡NO SUELTES SU MANO!
A todos nos ha pasado —y más
de una vez— que, al salir del confesionario, casi podemos sentir el peso de la
aureola que nos imaginamos encima de nuestra cabeza. ¡Y
también el golpe de ella, cuando se nos cae encima, apenas volvemos a caer en
lo que acabamos de confesar!
Es natural, pero más natural
es el deseo de parecernos más a Cristo, porque para eso hemos nacido. ¿Cómo lograrlo? Solo intentando y recomenzando,
rectificando la intención y enmendando. ¡Tranquilo, no te sientas
abrumado, porque es una tarea para toda la vida!
Pero una manera de al menos,
evitar en lo posible la caída, es no soltar su mano. Los niños, cuando aprenden
a caminar, toman la mano de sus padres. Y si tropiezan, no caen del todo,
porque estaban sujetos. ¡Él hace lo mismo con
nosotros!
CONSEJOS PRÁCTICOS PARA PERMANECER JUNTO A ÉL
— ¡Sé agradecido! Luego de cumplir tu
penitencia, quizás quieras dirigir unas palabras de gratitud al Señor.
Reconocerte agradecido también te ayudará a asimilar cada vez más, el don que
has recibido. La gratitud nos une a Dios.
— Toma nota de los consejos
del sacerdote (no hace falta que anotes mientras hablas con él, puedes hacerlo
al salir del confesionario). ¡Así no los olvidas! Podrás
luego llevarlos a la oración, meditar en ellos, ver cómo aplicarlos en tu vida
y lucha espiritual, junto a Él.
— No hace falta que te hagas
muchos propósitos, con tal de fijarte uno, para corregir el defecto que más te
cuesta vencer, adelantarás mucho en vida interior. Hazlo con
humildad, sabiendo que es Él el que te conducirá.
Espero que encuentres en estos
puntos de reflexión y en estos consejos, una guía para acudir a la confesión
cada vez con más cariño, más consciente de la inmensa gracia que recibes en
ella.
Escrito por María Belén Andrada
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