El Papa Francisco presidió este domingo 15 de noviembre la Misa dominical en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano con motivo de la IV Jornada Mundial de los pobres.
El Pontífice estuvo acompañado de una pequeña
representación de personas pobres y sin hogar junto con los voluntarios que los
acompañan y representantes de las organizaciones caritativas que les ofrecen
asistencia de forma diaria.
A continuación, el texto completo de la homilía del
Papa Francisco:
La parábola que hemos escuchado tiene un comienzo, un desarrollo y un
desenlace, que iluminan el principio, el núcleo y el final de nuestras vidas.
El comienzo. Todo inicia con un gran bien: el
dueño no se guarda sus riquezas para sí mismo, sino que las da a los siervos; a
uno cinco, a otro dos, a otro un talento, «a cada cual según su capacidad»
(Mt 25,15). Se ha calculado que un único talento correspondía al salario de
unos veinte años de trabajo: era un bien
superabundante, que entonces era suficiente para toda una vida.
Aquí está el comienzo: también para nosotros
todo empezó con la gracia de Dios, que es Padre y ha puesto tanto bien en
nuestras manos, confiando a cada uno talentos diferentes. Somos
portadores de una gran riqueza, que no depende de cuánto poseamos, sino de lo
que somos: de la vida que hemos recibido, del bien
que hay en nosotros, de la belleza irreemplazable que Dios nos ha dado, porque
somos hechos a su imagen, cada uno de nosotros es precioso a sus ojos, único e
insustituible en la historia. Así nos mira Dios, así nos siente Dios.
Qué importante es recordar esto: En
demasiadas ocasiones, cuando miramos nuestra vida, vemos sólo lo que nos falta.
Nos lamentamos de lo que nos falta. Entonces cedemos a la tentación del “¡ojalá!”: ¡ojalá tuviera ese trabajo, ojalá tuviera esa
casa, ojalá tuviera dinero y éxito, ojalá no tuviera ese problema, ojalá
tuviera mejores personas a mi alrededor!... La ilusión del “ojalá” nos impide ver lo bueno y nos hace olvidar
los talentos que tenemos. Sí, tú no tienes eso, pero tienes esto. El “ojalá” hace que nos olvidemos de ello.
Pero Dios nos los ha confiado porque nos conoce a cada uno y sabe de lo
que somos capaces; confía en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades. También
confió en aquel siervo que ocultó el talento: esperaba
que, a pesar de sus temores, también él utilizara bien lo que había recibido. En
concreto, el Señor nos pide que nos comprometamos con el presente sin añoranza
del pasado, sino en la espera diligente de su regreso.
Esa fea nostalgia que es como un humor amarillo, un humor negro que
envenena el alma y la hace mirar siempre hacia atrás, siempre hacia los demás,
pero nunca a las propias manos, a la posibilidad de trabajo que el Señor nos ha
dado, a nuestras condiciones y también a nuestras pobrezas.
Así llegamos al centro de la parábola: es el
trabajo de los sirvientes, es decir, el servicio. El servicio es también
obra nuestra, el esfuerzo que hace fructificar nuestros talentos y da sentido a
la vida: de hecho, no sirve para vivir el que no
vive para servir. Debemos repetir esto, repetirlo con frecuencia: “No sirve para vivir el que no vive para servir”.
Debemos meditar esto: “No sirve para vivir el que
no vive para servir”. ¿Pero cuál es el estilo de servicio? En el Evangelio,
los siervos buenos son los que arriesgan.
No son cautelosos y precavidos, no guardan lo que han recibido, sino que
lo emplean. Porque el bien, si no se invierte, se pierde; porque la grandeza de
nuestra vida no depende de cuánto acaparamos, sino de cuánto fruto damos.
Cuánta gente pasa su vida acumulando, pensando en estar bien en vez de hacer el
bien. ¡Pero qué vacía es una vida que persigue las
necesidades, sin mirar a los necesitados! Si tenemos dones, es para ser
nosotros dones para los demás.
Aquí, hermanos y hermanas, hagámonos una pregunta: ¿Soy capaz de mirar a quien tiene necesidad, a quien está
en la necesidad?
Cabe destacar que los siervos que invierten, que arriesgan, son llamados
«fieles» cuatro veces (vv. 21.23). Para el
Evangelio no hay fidelidad sin riesgo. Pero Padre, ser cristiano, ¿significa arriesgar? Sí, arriesgar. Si tú no
arriesgas acabarás enterrando tus capacidades, tus riquezas espirituales,
materiales, todo. No hay fidelidad sin riesgo.
Ser fiel a Dios es gastar la vida, es dejar que los planes se trastoquen
por el servicio. Pero yo, para este plan, ¿sirvo? Tú
deja que se desarrolle el plan y sirve. Es triste cuando un cristiano juega a
la defensiva, apegándose sólo a la observancia de las reglas y al respeto de
los mandamientos.
Esos cristianos comedidos, que nunca dan un paso fuera de las reglas,
nunca. Tienen miedo del riesgo. Permitidme la imagen: estos que se preocupan
así de sí mismos, de no arriesgarse nunca, estos comienzan en la vida un
proceso de momificación del alma, y terminan como momias.
No es suficiente con observar las reglas. La fidelidad a Jesús no se
limita simplemente a no equivocarse. Eso es negativo. Así pensaba el sirviente
holgazán de la parábola: falto de iniciativa y
creatividad, se escondió detrás de un miedo estéril y enterró el talento
recibido.
El dueño incluso lo calificó como «malo» (v. 26). A pesar de no haber
hecho nada malo, pero tampoco nada bueno. Prefirió pecar por omisión antes de
correr el riesgo de equivocarse. No fue fiel a Dios, que ama entregase
totalmente; y le hizo la peor ofensa: devolverle el don recibido.
En cambio, el Señor nos invita a jugárnosla generosamente, a vencer el
miedo con la valentía del amor, a superar la pasividad que se convierte en
complicidad. Hoy, en estos tiempos de incertidumbre y fragilidad, no
desperdiciemos nuestras vidas pensando sólo en nosotros mismos. Con esa actitud
de la indiferencia. No nos engañemos diciendo: «Hay
paz y seguridad» (1 Ts 5,3). San Pablo nos invita a enfrentar la
realidad, a no dejarnos contagiar por la indiferencia.
Entonces, ¿cómo podemos servir siguiendo la
voluntad de Dios? El dueño le explica esto al sirviente infiel: «Debías haber llevado mi dinero a los prestamistas, para
que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses» (v. 27). ¿Quiénes son los “prestamistas” para nosotros, capaces de
conseguir un interés duradero?
Son los pobres. No lo olvidéis. Los pobres están en el centro del
Evangelio. El Evangelio no se entiende sin los pobres. Los pobres están en la
misma personalidad de Jesús que, siendo rico, se humilló a sí mismo haciéndose
pobre. Se hizo pecado, la peor pobreza.
Los pobres nos garantizan un rédito eterno y ya desde ahora nos permiten
enriquecernos en el amor. Porque la mayor pobreza que hay que combatir es nuestra
carencia de amor.
El Libro de los Proverbios alaba a una mujer laboriosa en el amor, cuyo
valor es mayor que el de las perlas: debemos imitar a esta mujer que, según el
texto, «tiende sus brazos al pobre» (Pr
31,20). Esta es la gran riqueza de esta mujer. Extiende tu mano a los
necesitados, en lugar de exigir lo que te falta: de este modo multiplicarás los
talentos que has recibido.
Se acerca el tiempo de la Navidad, el tiempo de las fiestas. Cuántas
veces surge esta pregunta que se hace la gente: ¿Qué
puedo comprar? ¿Qué más puedo tener? Tengo que ir a las tiendas a
comprar para tener. Digamos en cambio otra palabra: ¿Qué
puedo dar a los demás para ser como Jesús que se entregó a sí mismo
precisamente en aquel pesebre?
Llegamos así al final de la parábola: habrá
quien tenga abundancia y quien haya desperdiciado su vida y permanecerá siendo
pobre (cf. v. 29). Al final de la vida, en definitiva, se revelará la
realidad: la apariencia del mundo se desvanecerá,
según la cual el éxito, el poder y el dinero dan sentido a la existencia,
mientras que el amor, lo que hemos dado, se revelará como la verdadera riqueza.
Eso caerá, en cambio, el amor, emergerá.
Un gran Padre de la Iglesia escribió: «Así
es como sucede en la vida: después de que la muerte ha llegado y el espectáculo
ha terminado, todos se quitan la máscara de la riqueza y la pobreza y se van de
este mundo. Y se los juzga sólo por sus obras, unos verdaderamente ricos, otros
pobres» (S. Juan Crisóstomo, Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 3). Si
no queremos vivir pobremente, pidamos la gracia de ver a Jesús en los pobres,
de servir a Jesús en los pobres.
Me gustaría agradecer a tantos fieles siervos de Dios, que no dan de qué
hablar sobre ellos mismos, sino que viven así. Pienso, por ejemplo, en D. Roberto
Malgesini. Este sacerdote no hizo teorías; simplemente, vio a Jesús en los
pobres y el sentido de la vida en el servicio. Enjugó las lágrimas con
mansedumbre, en el nombre de Dios que consuela.
En el comienzo de su día estaba la oración, para acoger el don de Dios;
en el centro del día estaba la caridad, para hacer fructificar el amor
recibido; en el final, un claro testimonio del Evangelio. Comprendió que tenía
que tender su mano a los muchos pobres que encontraba diariamente porque veía a
Jesús en cada uno de ellos. Pidamos la gracia de no ser cristianos de palabras,
sino en los hechos. Para dar fruto, como Jesús desea.
Redacción ACI Prensa
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