Es un hecho que, a partir del fenómeno del Covid-19, buena parte del mundo católico ha podido aprovechar y profundizar en los misterios de la Fe.
No se puede negar. Es que, el
no tener siempre los sacramentos a disposición, quizás haya sido una de las
cosas más dolorosas a la que no estábamos acostumbrados (basta pensar en
ciertos casos en los que, injustamente, se le negó el ingreso a los hospitales
a ciertos sacerdotes).
Pero una de las cosas que
varios fieles han debido vivir es la ausencia no sólo de las misas sino de la
misma sagrada comunión, sea porque algunas parroquias estaban cerradas, sea
porque se exigía que la comunión fuese solamente en la mano.
No entraremos aquí en esta
polémica; solo el tiempo terminará de aclarar los tantos; sin embargo, creemos
que es provechoso analizar, más allá del modo de comulgar, el fruto que de la
comunión eucarística podemos hacer.
Y PODRÍAMOS
PREGUNTARNOS:
- “¿Por qué, si
comulgamos con frecuencia, seguimos siendo tan tibios y tan perezosos si, como
decía Santa Magdalena de Pazzi, bastaría una sola comunión bien hecha para elevarnos al más alto grado de
perfección?”.
Y, quizás, porque comulgamos
mecánicamente, recibiendo el sacramento pero no siempre su fruto, es decir, a
Cristo mismo.
Pero vayamos por
partes.
1. ¿ES OBLIGATORIO COMULGAR EN CADA MISA?
Como leemos en los Padres de
la Iglesia, los primeros cristianos festejaban el día del Señor, el Dies Domini, con
enorme fervor, al punto tal que los mártires de Abitinia llegaron a morir
confesando que “sine Dominico non possumus”
(es decir, “sin el domingo no podemos [vivir]”),
al verse impedidos de asistir al culto eucarístico. Sin embargo ¿se comulgaba siempre que se iba a misa?
Sabemos
que, hasta la alta edad media (s. XII), los fieles no
comulgaban sino apenas unas tres veces
al año: en Navidad, en Pascua y en Pentecostés
(y algunos ni siquiera en esas fechas) y eso, a pesar de que asistían a la misa
dominical y a las fiestas de guardar.
¿Por qué? Porque sucedía algo similar a
lo que sucede hoy en día en el mundo “ortodoxo” (ruso,
griego, etc.): existía una enorme conciencia de tan augusto
sacramento; tanta que los fieles se
preparaban espiritual y corporalmente para comulgar, cuando lo hacían, con un
enorme deseo y un enorme fervor.
Había que no sólo (como ahora)
estar en estado de gracia, sino también preparar el cuerpo con el ayuno
correspondiente, ayuno que iba desde la noche anterior (la misa se hacía
siempre de mañana). Sin embargo, a pesar de que estaba permitida, no toda la
gente comulgaba, de allí que la Iglesia introdujera a partir del IV
Concilio de Letrán (1215), el precepto que al día de hoy tenemos en nuestro Código de Derecho Canónico: “comulgar al
menos una vez al año” (c. 929 § 1 del CIC).
La gente común y, aún los
santos, no comulgaban sino raras veces al año, como Santa Brígida, Santa Clara [1],
Santa Isabel de Portugal o San Luis Rey, quien, yendo a misa habitualmente, lo
hacía sólo seis veces cada año. Fue recién a partir del siglo XIII que, en
plena lucha contra los cátaros (que negaban el valor de ciertos sacramentos)
surgirá una gran devoción hacia el Santísimo Cuerpo del Señor (de esta época es
la solemnidad de Corpus Christi) y el
inicio de una comunión sacramental con leve mayor frecuencia. Y fue sólo a
principios del siglo XX que, luego de una gran disputa, la Iglesia mandó que
los confesores no prohibiesen a sus penitentes comulgar con más frecuencia,
siempre que se tuviesen las debidas disposiciones.
Pues hasta aquí un
poco de historia.
2. PERO… ¿SE PUEDE SUBSISTIR SIN COMULGAR?
Hoy en día, la extendida
frecuencia en la recepción de la comunión, puede hacer pensar a muchos que, si no se comulga, no se puede subsistir cristianamente ni ser santo.
Es como si hubiese un ritual
que fuese así: se va a Misa, comienza la celebración, se leen las lecturas,
llega el ofertorio, viene la consagración y, luego, si se está en gracia de
Dios, todo el mundo a comulgar… Y si no está la comunión sacramental, es decir,
no se recibe el Cuerpo del Señor, no se puede uno santificar ni fortificar en
la Fe. Pero curiosamente, esta no ha sido la postura de la Iglesia, ni la del
Concilio de Trento, ni la de San Ignacio de Loyola (gran defensor de la
comunión frecuente pero no más de una vez por semana) ni la del mismo Lutero,
quien, sin ser defensor de la comunión frecuente, inventó que, si no había
fieles para comulgar, no debía hacerse la “santa
cena”.
De ser así entonces… ¿cómo hicieron todos los santos durante casi 1900 años de historia?
El mismo Concilio de Trento,
que en su sesión XIII había dicho: “[reciben el
sacramento solamente de modo espiritual] aquellos que comiendo con el deseo
este celeste pan que se les pone delante, por su fe viva que obra por el amor,
perciben su fruto y utilidades” [2],
en la sesión XXII (1562) “aprueba y recomienda” –contra
la posición luterana– aquellas Misas en las que el pueblo comulga sólo
espiritualmente mientras que únicamente el sacerdote lo hace sacramentalmente,
y dice que tales misas “deben ser consideradas,
como verdaderamente comunitarias… en parte… por esta comunión espiritual del pueblo”
[3].
Es cierto (y lo afirmamos mil
veces) que, cuantas veces se pueda comulgar, estando en gracia, con las debidas
disposiciones, etc., sería tibieza o acedia no aprovecharnos del Santísimo
Cuerpo de Cristo, pero es falso que, siempre y en todo lugar, deba o convenga
hacerse (podría uno espaciarla por una mala disposición anímica o física, por
ejemplo); de lo contrario, la Iglesia se habría equivocado al mandar desde hace
siglos, a comulgar al
menos una vez al año y no “siempre que se pueda”.
Si hasta el mismo San Felipe
Neri, santo que, de entre los de su época, era de los que recomendaba la comunión
frecuente, sugería a sus penitentes, dejar de comulgar por un tiempo o ante
ciertas circunstancias, para sacar mayor provecho espiritual.
Pues hay que decirlo aunque a
algunos les suene a obvio: sólo el sacerdote está
obligado a comulgar en cada misa y para completar el Sacrificio.
Puede pasar, entonces que uno,
aún queriendo comulgar, se vea impedido de hacerlo por razones de fuerza mayor
(sea porque no tiene una misa cerca, sea porque no puede -en recta conciencia-
comulgar con ciertas imposiciones (vgr., en la mano).
¿Qué hacer entonces?
Creemos que
se debe retornar al verdadero sentido de la comunión espiritual, que es una verdadera comunión de la que se
nutrieron millones de cristianos a lo largo de la historia, recibiendo el sacramento sin
hacerlo físicamente.
¿Cómo? ¿Recibir el sacramento
sin “recibirlo”?
Sí. Como sucede con otros
sacramentos, a saber, con el matrimonio (cuando no hay un ministro que pueda
casar a los novios), o con el bautismo, que puede recibirse sin que alguien
derrame las aguas bautismales sobre una persona (bautismo de sangre o bautismo
de deseo), del mismo modo, puede recibirse el sacramento
de la comunión sin que se comulgue materialmente
el Cuerpo de Cristo.
Y no nos referimos a “recibir la gracia del sacramento” solamente, sino
también el mismo
sacramento, como dice el gran
Santo Tomás de Aquino:
“Es posible
alimentarse espiritualmente de Cristo, en cuanto que está presente bajo las
especies de este sacramento, creyendo en él y deseando recibirlo
sacramentalmente. Y esto es no sólo alimentarse de Cristo
espiritualmente, sino también
recibir espiritualmente este sacramento” (”et hoc non solum est manducare Christum spiritualiter, sed
etiam spiritualiter manducare hoc sacramentum”) [4].
Porque hay algunos, que hoy en
día, aunque comulguen mil veces al día, recibirán sólo el signo (“sacramentum tantum”), las especies eucarísticas
pero no el signo y la cosa significada, es decir, el Cuerpo mismo del Señor (“res et sacramentum”), como puede hacerlo quien
realice en serio una comunión
espiritual, que es una verdadera comunión y no una especie de “premio
consuelo”.
Podríamos preguntarnos, cada
uno, ante la triste circunstancia de, por momentos, ver impedida o limitada la
comunión sacramental en estos tiempos tan especiales, si hemos aprovechado el
modo que la Iglesia nos da de recibir al Señor cuando no podemos hacerlo del
modo normal. O, más sencillamente ¿cuántas comuniones espirituales hemos hecho
cuando no pudimos recibirla del modo ordinario?
Que sirvan entonces estas
líneas para iluminar ciertas inteligencias y para enfervorizar nuestra
voluntad, haciendo cada comunión como si fuese la primera, la única y la última
de nuestras vidas.
Que
no te la cuenten…
P. Javier
Olivera Ravasi, SE
[1] La Regla de Santa Clara para las Hermanas Pobres,
por ejemplo, establecía “que las hermanas reciban la Comunión siete veces al
año”, es decir, en Navidad, jueves Santo, Pascua, Pentecostés, la Asunción
de la Santísima Virgen, la fiesta de San Francisco y la fiesta de Todos los
Santos (Regla III, 14). Siglos después encontramos a San Francisco de Sales en
1608, por ejemplo, quien consideraba que “sería imprudente aconsejar la
Comunión diaria a todos de manera incondicional”; y recomendaba la Comunión
semanal a “las almas devotas” (Cfr. Rodolfo Laise, Holy Communion, Preserving
Christians Publications, New York 2018).
[2] Decreto primero, cap VIII.
[3] Missas illas, in quibus solus sacerdos
sacramentaliter communicat, [Sacrosancta Synodus] probat atque commendat, si
quidem illae quoque Missae vere communes censeri debent, partim quod in eis
populus spiritualiter communicet…”. Ses. XXII, Decreto primero, Cap. VI. Lutero
criticaba de manera muy fuerte el que en las llamadas Misas privadas no hubiera
comunión de los fieles, esto, según él, las volvía inválidas. Las contraponía
entonces a las Misas “comunitarias” o “de comulgantes” (“gemeinen oder
communicanten Messen”) se ve claramente en la redacción del decreto conciliar,
la intención de rechazar esta doctrina (cfr. ibídem).
[4] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae,
III pars, q. 80, a. 2.
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