La Iglesia no nace
según los deseos y los proyectos de los hombres, sino que viene de Dios.
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
La vocación sacerdotal es un tesoro para la vida
de la Iglesia. Cada sacerdote hace presente a Jesús entre los hombres, a través
de la celebración de los sacramentos, de la predicación, de su continuo acoger,
aconsejar, servir a personas de todas las edades y clases sociales.
Por eso resulta tan importante discernir bien quién ha recibido de Dios la vocación para este servicio tan importante, y quién no ha recibido la llamada divina. A la vez, es sumamente importante formar bien a los que se sienten llamados a ser sacerdotes, y orientarles hacia la madurez necesaria para realizar dignamente, con verdadera caridad pastoral, su servicio a la Iglesia.
El Magisterio de la Iglesia ha elaborado, durante siglos, una serie de criterios y normas para el discernimiento vocacional y para lograr una excelente formación de los seminaristas. Por motivos tristemente famosos, últimamente los obispos han tenido que intervenir en diversas ocasiones sobre el tema de la madurez afectiva y de la integridad moral de los sacerdotes, frente a escándalos que han herido profundamente a los fieles.
La Congregación para la educación católica acaba de publicar una “Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las Órdenes Sagradas”, firmada con fecha 4 de noviembre de 2005, y dada a la luz pública el 29 de noviembre de ese mismo año. Esta Instrucción quiere recordar algunos criterios a tener presentes en la delicada tarea de discernir quiénes son llamados al sacerdocio.
La Instrucción se coloca, como explica la introducción, en continuidad con las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de los distintos documentos del Magisterio católico sobre la formación sacerdotal. Por lo mismo, no toca puntos ya tratados en otros textos, ni “pretende tratar todas las cuestiones de orden afectivo o sexual que requieren atento discernimiento a lo largo del período formativo” (p. 4). Se limita a un tema muy concreto, “que las circunstancias actuales han hecho más urgente, a saber, la admisión o no admisión al Seminario y a las Órdenes Sagradas de candidatos con tendencias homosexuales profundamente arraigadas” (p. 4).
Son tres los puntos considerados en las pocas páginas del texto. El primero, “Madurez afectiva y paternidad espiritual” (n. 1), recuerda algunos elementos centrales para comprender el sentido del sacerdocio. Subraya especialmente la necesidad de lograr aquella madurez afectiva que permita a cada sacerdote una correcta relación con los hombres y mujeres con los que entrará en contacto a través de su servicio pastoral.
Alguno podría preguntar por qué es tan breve este punto, y la respuesta es sencilla: porque ya existen otros documentos dedicados a este tema. Entre ellos podríamos recordar dos sumamente interesantes, publicados por la Congregación para la educación católica: “Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal” (11 de abril de 1974), y “Orientaciones educativas sobre el Amor Humano. Pautas de educación sexual” (1 de noviembre de 1983).
El segundo punto es quizá el más delicado: “La homosexualidad y el ministerio ordenado” (n. 2). A pesar de lo que puedan decir algunos medios de comunicación, el texto no dice prácticamente nada nuevo, pues se limita a recoger la enseñanza de la Iglesia católica sobre la homosexualidad. En especial, recuerda que los actos homosexuales son pecado grave (como lo son los actos sexuales realizados fuera del matrimonio o sin el contexto de amor y apertura a la vida que son propios de tales actos). Decir lo anterior no significa afirmar que todo homosexual es un pecador: una cosa es la tendencia homosexual y otra cosa son los actos homosexuales. En otras palabras, no se trata de condenar a las personas, sino de analizar una problemática particular.
Por eso el texto hace presente una idea ya conocida en la doctrina católica: “las tendencias homosexuales profundamente arraigadas, que se encuentran en un cierto número de hombres y mujeres, son también [...] objetivamente desordenadas y frecuentemente constituyen, también para ellos, una prueba” (p. 5). Estas afirmaciones recogen lo que explica el “Catecismo de la Iglesia Católica”, nn. 2357-2358, y otros documentos eclesiales.
El que haya personas con esta situación no debe ser motivo para discriminarlas. El documento dice explícitamente: “Tales personas deben ser acogidas con respeto y delicadeza; se evitará toda discriminación injusta” (p. 5). Entonces, alguno dirá, ¿por qué no pueden ser admitidas al sacerdocio? El motivo está en su problemática personal: el tener “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” crea serias dificultades para la madurez afectiva, tan necesaria para cualquier ámbito de vida que implique relaciones con otras personas. Si esto vale incluso para la vida matrimonial (hay personas con tendencias homosexuales que son incapaces, por su problemática, de contraer matrimonio válido), también vale para la vida sacerdotal, en la que el sacerdote está llamado a tratar con niños, jóvenes y adultos.
Por estos motivos, la Instrucción subraya que la Iglesia, en el respeto que merecen estas personas, “no puede admitir al Seminario y a las Órdenes sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay” (p. 6).
El motivo vuelve a ser expuesto en las líneas que siguen a la afirmación anterior: “Dichas personas se encuentran, efectivamente, en una situación que obstaculiza gravemente establecer una correcta relación con hombres y mujeres. De ningún modo pueden ignorarse las consecuencias negativas que se pueden derivar de la Ordenación de personas con tendencias homosexuales profundamente arraigadas” (p. 6).
Existen algunos casos, sin embargo, en los que se dan ciertas tendencias homosexuales que son simplemente una señal de falta de madurez y que, por lo mismo, tienen un carácter transitorio. En tal caso, indica el documento, uno podría entrar al Seminario, en la espera de alcanzar la necesaria madurez que conllevaría la desaparición de tales tendencias, “al menos tres años antes de la Ordenación diaconal” (p. 6).
El tercer punto se dedica a profundizar sobre “el discernimiento de la idoneidad de los candidatos por parte de la Iglesia” (n. 3). Conviene recordar que toda vocación implica una llamada de Dios y una respuesta libre y responsable del hombre. El don de la vocación es “recibido a través la Iglesia, en la Iglesia y para el servicio de la Iglesia” (p. 6), y nos hace comprender que el ser sacerdote no es algo escogido por uno mismo, sino que depende del carácter sobrenatural de la Iglesia.
En otras palabras, “no existe un derecho a recibir la Sagrada Ordenación” (p. 6), sino que es la Iglesia quien indica los requisitos necesarios para recibir los sacramentos, y quien discierne quién sea idóneo para entrar en el Seminario y reúna, a lo largo de su formación, las cualidades que son necesarias para recibir la ordenación sacerdotal en la Iglesia.
Acusar a la Iglesia de cerrar el paso a los homosexuales a una actividad profesional como cualquier otra es no entender lo que es la Iglesia ni reconocer su carácter sobrenatural. La Iglesia no nace según los deseos y los proyectos de los hombres, sino que viene de Dios. En su camino por obedecer a Dios, la Iglesia, a través del Obispo diocesano, tiene que velar para que los sacerdotes puedan cumplir bien su hermosa vocación, con todas las cualidades necesarias para ello, especialmente con la ayuda de la madurez afectiva.
Por lo mismo, quienes, por problemas como el de la homosexualidad u otros de diversa índole, no pueden alcanzar tales cualidades, deben ser avisados y guiados para encontrar cuál es su lugar en la Iglesia, qué camino pueden seguir para vivir su condición de bautizados, pero no en el servicio sacerdotal. Esta indicación, hay que recordarlo, no es nueva, pues ya el Código de Derecho Canónico (publicado en 1983) indica lo siguiente: “Si [...] el Obispo duda con razones ciertas de la idoneidad del candidato para recibir las órdenes, no lo debe ordenar” (canon 1052, n. 3).
La Instrucción termina con otras indicaciones a tener en cuenta a la hora de reconocer el estado de no idoneidad de quienes viven en esta situación. Con honestidad, y a través de un diálogo con los formadores y el director espiritual, quienes descubren estas tendencias homosexuales fuertemente arraigadas deberían renunciar al camino sacerdotal y acoger este sacrificio como parte de su cruz y de su misma condición cristiana.
Estamos, por lo tanto, ante un documento muy concreto para un tema de importancia. Nos toca a los católicos rezar para que sea acogido generosamente. De este modo nuestros seminaristas y futuros sacerdotes tomarán mayor conciencia de cuáles son aquellas cualidades que les permiten servir con alegría y amor a Cristo en sus comunidades, especialmente a través de la madurez afectiva que tanto les ayudará a la hora de ejercer su ministerio en un mundo hambriento del testimonio de integridad moral, pureza y amor de todos los sacerdotes.
Por eso resulta tan importante discernir bien quién ha recibido de Dios la vocación para este servicio tan importante, y quién no ha recibido la llamada divina. A la vez, es sumamente importante formar bien a los que se sienten llamados a ser sacerdotes, y orientarles hacia la madurez necesaria para realizar dignamente, con verdadera caridad pastoral, su servicio a la Iglesia.
El Magisterio de la Iglesia ha elaborado, durante siglos, una serie de criterios y normas para el discernimiento vocacional y para lograr una excelente formación de los seminaristas. Por motivos tristemente famosos, últimamente los obispos han tenido que intervenir en diversas ocasiones sobre el tema de la madurez afectiva y de la integridad moral de los sacerdotes, frente a escándalos que han herido profundamente a los fieles.
La Congregación para la educación católica acaba de publicar una “Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las Órdenes Sagradas”, firmada con fecha 4 de noviembre de 2005, y dada a la luz pública el 29 de noviembre de ese mismo año. Esta Instrucción quiere recordar algunos criterios a tener presentes en la delicada tarea de discernir quiénes son llamados al sacerdocio.
La Instrucción se coloca, como explica la introducción, en continuidad con las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de los distintos documentos del Magisterio católico sobre la formación sacerdotal. Por lo mismo, no toca puntos ya tratados en otros textos, ni “pretende tratar todas las cuestiones de orden afectivo o sexual que requieren atento discernimiento a lo largo del período formativo” (p. 4). Se limita a un tema muy concreto, “que las circunstancias actuales han hecho más urgente, a saber, la admisión o no admisión al Seminario y a las Órdenes Sagradas de candidatos con tendencias homosexuales profundamente arraigadas” (p. 4).
Son tres los puntos considerados en las pocas páginas del texto. El primero, “Madurez afectiva y paternidad espiritual” (n. 1), recuerda algunos elementos centrales para comprender el sentido del sacerdocio. Subraya especialmente la necesidad de lograr aquella madurez afectiva que permita a cada sacerdote una correcta relación con los hombres y mujeres con los que entrará en contacto a través de su servicio pastoral.
Alguno podría preguntar por qué es tan breve este punto, y la respuesta es sencilla: porque ya existen otros documentos dedicados a este tema. Entre ellos podríamos recordar dos sumamente interesantes, publicados por la Congregación para la educación católica: “Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal” (11 de abril de 1974), y “Orientaciones educativas sobre el Amor Humano. Pautas de educación sexual” (1 de noviembre de 1983).
El segundo punto es quizá el más delicado: “La homosexualidad y el ministerio ordenado” (n. 2). A pesar de lo que puedan decir algunos medios de comunicación, el texto no dice prácticamente nada nuevo, pues se limita a recoger la enseñanza de la Iglesia católica sobre la homosexualidad. En especial, recuerda que los actos homosexuales son pecado grave (como lo son los actos sexuales realizados fuera del matrimonio o sin el contexto de amor y apertura a la vida que son propios de tales actos). Decir lo anterior no significa afirmar que todo homosexual es un pecador: una cosa es la tendencia homosexual y otra cosa son los actos homosexuales. En otras palabras, no se trata de condenar a las personas, sino de analizar una problemática particular.
Por eso el texto hace presente una idea ya conocida en la doctrina católica: “las tendencias homosexuales profundamente arraigadas, que se encuentran en un cierto número de hombres y mujeres, son también [...] objetivamente desordenadas y frecuentemente constituyen, también para ellos, una prueba” (p. 5). Estas afirmaciones recogen lo que explica el “Catecismo de la Iglesia Católica”, nn. 2357-2358, y otros documentos eclesiales.
El que haya personas con esta situación no debe ser motivo para discriminarlas. El documento dice explícitamente: “Tales personas deben ser acogidas con respeto y delicadeza; se evitará toda discriminación injusta” (p. 5). Entonces, alguno dirá, ¿por qué no pueden ser admitidas al sacerdocio? El motivo está en su problemática personal: el tener “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” crea serias dificultades para la madurez afectiva, tan necesaria para cualquier ámbito de vida que implique relaciones con otras personas. Si esto vale incluso para la vida matrimonial (hay personas con tendencias homosexuales que son incapaces, por su problemática, de contraer matrimonio válido), también vale para la vida sacerdotal, en la que el sacerdote está llamado a tratar con niños, jóvenes y adultos.
Por estos motivos, la Instrucción subraya que la Iglesia, en el respeto que merecen estas personas, “no puede admitir al Seminario y a las Órdenes sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay” (p. 6).
El motivo vuelve a ser expuesto en las líneas que siguen a la afirmación anterior: “Dichas personas se encuentran, efectivamente, en una situación que obstaculiza gravemente establecer una correcta relación con hombres y mujeres. De ningún modo pueden ignorarse las consecuencias negativas que se pueden derivar de la Ordenación de personas con tendencias homosexuales profundamente arraigadas” (p. 6).
Existen algunos casos, sin embargo, en los que se dan ciertas tendencias homosexuales que son simplemente una señal de falta de madurez y que, por lo mismo, tienen un carácter transitorio. En tal caso, indica el documento, uno podría entrar al Seminario, en la espera de alcanzar la necesaria madurez que conllevaría la desaparición de tales tendencias, “al menos tres años antes de la Ordenación diaconal” (p. 6).
El tercer punto se dedica a profundizar sobre “el discernimiento de la idoneidad de los candidatos por parte de la Iglesia” (n. 3). Conviene recordar que toda vocación implica una llamada de Dios y una respuesta libre y responsable del hombre. El don de la vocación es “recibido a través la Iglesia, en la Iglesia y para el servicio de la Iglesia” (p. 6), y nos hace comprender que el ser sacerdote no es algo escogido por uno mismo, sino que depende del carácter sobrenatural de la Iglesia.
En otras palabras, “no existe un derecho a recibir la Sagrada Ordenación” (p. 6), sino que es la Iglesia quien indica los requisitos necesarios para recibir los sacramentos, y quien discierne quién sea idóneo para entrar en el Seminario y reúna, a lo largo de su formación, las cualidades que son necesarias para recibir la ordenación sacerdotal en la Iglesia.
Acusar a la Iglesia de cerrar el paso a los homosexuales a una actividad profesional como cualquier otra es no entender lo que es la Iglesia ni reconocer su carácter sobrenatural. La Iglesia no nace según los deseos y los proyectos de los hombres, sino que viene de Dios. En su camino por obedecer a Dios, la Iglesia, a través del Obispo diocesano, tiene que velar para que los sacerdotes puedan cumplir bien su hermosa vocación, con todas las cualidades necesarias para ello, especialmente con la ayuda de la madurez afectiva.
Por lo mismo, quienes, por problemas como el de la homosexualidad u otros de diversa índole, no pueden alcanzar tales cualidades, deben ser avisados y guiados para encontrar cuál es su lugar en la Iglesia, qué camino pueden seguir para vivir su condición de bautizados, pero no en el servicio sacerdotal. Esta indicación, hay que recordarlo, no es nueva, pues ya el Código de Derecho Canónico (publicado en 1983) indica lo siguiente: “Si [...] el Obispo duda con razones ciertas de la idoneidad del candidato para recibir las órdenes, no lo debe ordenar” (canon 1052, n. 3).
La Instrucción termina con otras indicaciones a tener en cuenta a la hora de reconocer el estado de no idoneidad de quienes viven en esta situación. Con honestidad, y a través de un diálogo con los formadores y el director espiritual, quienes descubren estas tendencias homosexuales fuertemente arraigadas deberían renunciar al camino sacerdotal y acoger este sacrificio como parte de su cruz y de su misma condición cristiana.
Estamos, por lo tanto, ante un documento muy concreto para un tema de importancia. Nos toca a los católicos rezar para que sea acogido generosamente. De este modo nuestros seminaristas y futuros sacerdotes tomarán mayor conciencia de cuáles son aquellas cualidades que les permiten servir con alegría y amor a Cristo en sus comunidades, especialmente a través de la madurez afectiva que tanto les ayudará a la hora de ejercer su ministerio en un mundo hambriento del testimonio de integridad moral, pureza y amor de todos los sacerdotes.
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