La
vida monástica, desde sus mismos orígenes, ha colocado en el centro de su
itinerario espiritual el combate contra los pensamientos o logismoi.
La renuncia a los pensamientos malignos es la
renuncia monástica por excelencia, incluso por sobre la ascetismo
físico de los ayunos y las vigilias. A veces este combate constituye un
auténtico martirio espiritual, el cual es propio de aquellos que siguen una
vocación solitaria. Como se lee en uno de los Apotegmas: “también los filósofos ayunan y viven en castidad; solo
los monjes vigilan sus pensamientos”.
En
efecto, el paso desde el hombre carnal al estado del cristiano espiritual
perfecto, implica un combate en un doble frente, los cuales están unidos
entre sí: el de las pasiones desordenadas arraigadas en el fondo del corazón
humano, y el de los demonios. La guerra que los monjes deben sostener es una
guerra interior, espiritual, inmaterial, una guerra invisible, que por lo mismo
que combate a enemigos que no se dejan ver, es la más ruda y peligrosa de todas
las guerras. Esto, y no otra cosa, es lo que se vive en la soledad de los
monasterios.
El
arma que habitualmente usan los demonios son los “pensamientos”, a veces buenos en sí, pero en
general malos y perversos. El demonio no da la cara sino que se esconde detrás
de los malos impulsos que están dentro del hombre -y aun detrás de los buenos-
y se sirve de ellos insidiosamente para llevarlo a su ruina. Así, apenas San
Antonio Abad deja el mundo y marcha al desierto, el Enemigo busca apartarlo de
su propósito recordándole los bienes que ha dejado, el cuidado que debe tener
de su hermana, sus afectos familiares, los placeres de la vida y la dificultad
de la virtud. Al no ser pensamientos objetivamente malos, resultan más
peligrosos. En el caso de los principiantes y aquellos que tienen menos
purificadas sus pasiones, se sirven los demonios de otras tentaciones más
manifiestas, contenidas en los ocho logismoi o vicios capitales, como los
llamará Juan Casiano.
Decía
San Jerónimo que los que han de ir a la guerra preparan con cuidado su armadura. De hecho, esta armadura espiritual es la única cosa que el monje debía
llevar consigo al abandonar el mundo. Este arsenal está compuesto por todas las
armas que indica San Pablo, el cinto de la verdad, la coraza de la justicia, el
escudo de la fe, la espada de la Palabra de Dios, etc. A los que se agrega la
oración, el ayuno, la sobriedad, la invocación del Nombre de Jesús, el
discernimiento de espíritu, entre otras armas mencionadas en los escritos de
los padres del monacato.
Los monjes estaban convencidos de que su combate
espiritual contra los demonios no tenía por única finalidad la de salvar sus propias almas; ellos se insertaban en la guerra cósmica entre Dios y sus
huestes, por una parte, y Satanás
y sus demonios por otra. Dice Evagrio Pontico: “Toda
la creación inteligente se divide en tres partes: una está luchando, otra corre
en auxilio de la que lucha, la tercera combate contra la que lucha y le hace
violenta guerra. Ahora bien, no es a causa de la potencia del enemigo ni a
causa de la negligencia de las tropas auxiliares, sino por culpa de la cobardía
de los mismos combatientes por lo que desfallece y languidece en nosotros la
contemplación de Dios”. Esta era una convicción del monacato antiguo: si somos derrotados, es porque queremos; el enemigo no es
tan fuerte como parece, y los ángeles de Dios nos ayudan poderosamente.
Pero
el monje tiene todavía un auxiliar más poderoso y excelso que los mismos
ángeles: Jesucristo. Existía en ellos
la íntima convicción de que Cristo luchaba con ellos y luchaba en ellos. Decía
San Jerónimo: “Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una
espada, y siempre avanza delante de nosotros y lucha por nosotros y vence a los
adversarios”. En realidad, nosotros participamos del mismo triunfo de
Jesucristo.
El
punto más difícil de este combate, a la vez que el más necesario, lo constituye
el arte de discernir entre los buenos y malos espíritus. Esto no se limita a distinguir el
pecado de lo que no lo es, ya que en la medida que el monje avanza en su
camino, más el demonio busca perderlo disfrazado de ángel de luz, y utilizando
como trampa pensamientos buenos en apariencia, pero que siempre esconden un
engaño sutil. Como dice nuestro Padre San Benito en su Regla: “Hay caminos que a los hombres parecen rectos, pero que
conducen a lo profundo del infierno”. Es decir, repetimos, que no se
trata de un discernimiento puramente moral entre el bien y el mal, sino entre
los pensamientos que proceden de Dios y los que, a pesar de su apariencia de
bondad y santidad, provienen del demonio.
Los
monjes que no poseían aún el don de este discernimiento espiritual, tenían la
práctica de consultar sus problemas con los ancianos que ya lo habían recibido.
Es decir, que tenían necesidad de dirección espiritual. Este fue un punto en el
cual se insistió mucho entre los maestros del monacato primitivo. Para que la
dirección del padre espiritual fuera efectiva, era necesario manifestar no solo
las faltas y caídas, sino sobre todo los pensamientos, las inclinaciones, las
sugestiones y los impulsos interiores. Cuando el logismoi
ha repercutido en un acto externo u obtenido el consentimiento de la voluntad,
la manifestación del alma llega demasiado tarde. Es preciso, por el contrario,
atacar el enemigo en cuanto empieza a manifestarse; hay que aplastar la cabeza
de la serpiente apenas asoma, matar a los hijos de Babilonia apenas nacidos,
extirpar los malas hierbas antes de que empiecen a echar raíces. Decía San
Antonio: “He visto monjes que, después de muchos
años de trabajos, cayeron y llegaron hasta la locura por haber contado con sus
propias obras y no haber aceptado el mandamiento de Dios que dice: Interroga a
tu padre y te lo enseñará”.
Los
Apotegmas nos permiten vislumbrar como se realizaba esta dirección. Se nos habla simplemente de
una visita, una pregunta y una respuesta. Todo transcurría en pocas palabras,
como conviene a la austeridad y despojamiento de la misma condición monástica.
Siempre subsistía la mirada de fe en que las palabras de los ancianos eran
verdaderamente inspiradas por el Espíritu Santo.
Otras
de las herramientas del monje para salir vencedor de esta guerra espiritual era
la vigilancia, también llamada atención y guarda del corazón. Entendemos por esto el
estado de una inteligencia dueña de sí misma, prudente y ponderada, lo cual va
unido al silencio interior. Gracias a esta actitud, el monje está despierto y
atento a las posibles sorpresas, lo cual permite repeler al adversario desde el
instante en que intenta aproximarse. Porcario, abad de Lerins, decía: “Observa siempre la cabeza de la antigua serpiente, estos
es, el inicio de los pensamientos”. Es preciso montar en guardia a la
puerta del corazón y preguntar, como Josué, a cada uno de los pensamientos que
se presentan: “¿Eres de los nuestros o de los
enemigos?” Y no franquearle la entrada sin estar bien seguros de su
identidad.
San
León Magno, en el conocido exorcismo que redactó después de su impactante
visión del ataque del infierno a la
Iglesia y al mundo, llama al demonio “inventor y
maestro de toda mentira” (inventor et magister omnis fallaciae). Es
decir, que a través de medios muy diversos, a veces más directos y brutales,
otras veces solapados y sutiles, el Enemigo del género humano quiere introducir
en nuestras mentes el efecto oscurecedor y perturbador de una mentira mental que nos atrape. Su fin, es
siempre nuestra perdición, el alejamiento progresivo de Dios y de su santa
Voluntad. Salir victoriosos de este combate es lo más importante de nuestra
vida. Las armas de los antiguos monjes o padres del desierto son válidas para
todos los cristianos, según el don de Dios para cada uno y las condiciones del
propio estado de vida. La oración continua (por supuesto, antes que nada, la
vida Sacramental intensa), la vigilancia interior, la humildad que implica la
dirección o acompañamiento espiritual con personas experimentadas, y
agregaremos un medio infalible, aunque no mencionado por ellos: la oración
suplicante y confiada a la Santísima Virgen María, el rezo del Santo Rosario y
la consagración a Ella.
Schola Veritatis
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