La oración es el
primer recurso que nos ayuda a encontrar luces más claras en kis tiempos de
confusión.
Por: Fr. Nelson Medina O.P. | Fuente: fraynelson.com
PREGUNTA
Querido Padre; gracias por su perseverancia
enseñándonos. Hoy quiero preguntarle algo que tal vez es sólo personal o tal
vez le pasa a mucha gente. En mi parroquia nos recuerdan con frecuencia que hay
que orar por los sacerdotes, por el obispo y por el Papa. Digamos que en
principio estoy de acuerdo, ni más faltaba. Pero a veces, o muchas veces, me
siento una hipócrita porque oro sin ganas. Lo que sucede es que he tenido
muchas decepciones con sacerdotes, incluyendo un caso de un primo mío que no es
de contar en público. Y este Papa a veces me gusta pero otras veces me confunde.
A veces lo siento valiente y otras creo que se acobarda ante otros obispos o
cardenales. Me imagino y que estoy juzgando y que soy lo peor del mundo pero
eso es exactamente lo que siento. Entonces la pregunta es si debe orar sin
ganas y cuando siento que soy la peor hipócrita del mundo. Por favor, no
publique mi nombre.
RESPUESTA
Un buen punto de partida es recordar que la
oración no es un simple ejercicio de nuestra emocionalidad: no debemos
compararla demasiado con una catarsis o con la simple expresión de nuestra
subjetividad. Para expresar lo que somos y sentimos no necesitaríamos de un "Dios" a quien hablarle: bastaría conversar con un amigo o escribir algo en un
diario bien llevado.
La oración entonces es ante todo DIÁLOGO, y ello implica abrirnos a la Palabra de
Dios, que es quien inicia tal encuentro y conversación. La iniciativa es
siempre suya. Esa Palabra nos ilumina, cuestiona, transforma. Esa Palabra no
tiene que aprobar todo lo que sentimos pero también es verdad que resulta
eficaz para levantarnos en momentos de duda o fracaso--precisamente porque no
es una Palabra que nos damos a nosotros mismos.
Por otro lado, la oración, según nos enseña San
Pablo, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Y el Espíritu no
necesariamente está en consonancia con lo que a nosotros nos gusta o nos
parece. Si Dios tuviera que estar siempre de acuerdo o en sintonía con lo que
yo siento, ese "dios" sería
indistinguible de mi propio "yo."
Unidos entonces a la Iglesia, la Gran Orante,
iluminados por la Palabra y guiados e inspirados por el Espíritu, no nos
buscamos a nosotros mismos en la oración, sino que queremos orar en dirección
de los intereses de Jesucristo, lo cual hace que vayamos más allá de quién me
cae bien o mal, o quién me ha tratado de manera simpática o agria.
Este modo de crecer en la fe es de enorme
importancia en tiempos de confusión como los que vivimos. Porque será la
oración el primer recurso que nos ayude a encontrar luces más claras y quien
logrará de la misericordia divina mejores pastores.
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