Por:
Daniel Prieto | Fuente: catholic-link.com
Benedicto XVI nos decía que: “Existe un vínculo
estrecho entre la santidad y el sacramento de la reconciliación. La conversión
real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de
Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza
evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita
de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el
hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar
profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo
tanto anunciar, la novedad del Evangelio.” (Discurso a los participantes en el
curso de la Penitenciaria apostólica sobre el fuero interno, el 9.III.2012)
Muchas veces por temor, vergüenza o por influencias del mundo que nos
dice que no necesitamos a Dios, dejamos pasar o tratamos de no darle
importancia a un sacramento tan bello y lleno de misericordia como es el de la
Reconciliación. Este sacramento nos abre las puertas a ser partícipes del
banquete de la Eucaristía y revestirnos de la santidad y gracia que Dios nos regala.
Les dejamos esta galería para que ¡saquemos de nuestra vida estas
excusas, vayamos corriendo al encuentro del Señor y ayudemos a otros a hacerlo.
1. ME DA VERGUENZA
QUE ME MIREN EN LA FILA DE LA CONFESIÓN:
«Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza,
porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi
país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien,
porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta
confesión, y en nombre de Dios perdona […] No tener miedo de la Confesión. Uno,
cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la
vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande,
hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión!» (Papa
Francisco, Audiencia General, 19 de febrero de 2014)
2. NO ME SIENTO
PERDONADO CUANDO ME CONFIESO:
Hay una formula teológica en latín que suena complicada, pero en verdad
es sencilla. Dice así: los sacramentos actúan “ex
opere operato”. Si lo traduce literalmente la frase quedaría así, “los sacramentos actúan con el trabajo que se realiza”. Claro
como el agua, ¿no? En otras palabras, si se
realizan en “buena ley” la eficacia de los
sacramentos no falla. Es decir, si se celebran correctamente, los sacramentos
tienen una fuerza tal, que por gracia divina realizan aquello que dicen,
independientemente del estado de ánimo o de gracia de la persona que lo realiza
(no depende ni de la santidad del sacerdote ni de la mía, ni de cómo nos
sentimos en ese momento). Claro está, que mientras mejor es mi disposición
interior, mayor serán los efectos de aquella gracia recibida en mi vida.
3.
ESE SACERDOTE SIEMPRE ME RETA, ES MUY EXAGERADO:
El orgullo entre otras cosas genera una alta sensibilidad y
susceptibilidad ante todo lo que tenga que ver con nuestra persona, especialmente
en lo que se refiere a nuestros defectos y errores. En algunos casos incluso
llega a crear una serie de complejos, delirios de persecución, y agresividad
contra quienes nos cuestionan en dicho ámbito. Teniendo esto en cuenta,
pregúntese con humildad ¿No será más bien que yo
estoy siendo orgulloso y le echo la culpa al cura porque me duele aceptar mis
pecados? Si no fuese este el caso, entonces pregúntese ¿Quizá Dios se vale de este curita gruñón para hacerme
crecer en humildad? Si tampoco este es el caso, entonces busque un
sacerdote más calmado, y rece mucho por aquel a quien no le tiene mucha estima.
4. NO ME GUSTA EL
SACERDOTE, NO ME ESCUCHA:
Hable con el sacerdote si puede, dígale lo que piensa con caridad,
explíquele su situación. Si no, busque otro sacerdote. Y sobre todo rece mucho
para Dios mande cada vez más sacerdotes atentos, pacientes… santos.
5. YO ME CONFIESO
DIRECTAMENTE CON DIOS:
Si esto es verdad, entonces vaya a confesarse. Pues este sacramento es
la vía más segura para confesarse directamente con Dios. Si no está convencido,
revise que entiende usted por directo e indirecto. A mí al menos, cuando quiero
hablar directamente con alguien, no me basta solo con entablar un diálogo
interior y espiritual. Me gusta ir a ver a la persona y conversar cara a cara.
Soy más como esos griegos que le dicen a Felipe: “Señor,
queremos ver a Jesús”. Hay un impulso, un deseo profundo e irresistible
que me arrastra a buscar el contacto; a querer ver, escuchar, tocar. Dios sabe
perfectamente cuánto necesitamos esta certeza concreta y física. Por eso el
Logos se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso también instituyó los
sacramentos, como mediaciones visibles, concretas, tangibles, encarnadas… para
acceder a las gracias invisibles. Esto son los verdaderos diá-logos directos.
Así es, es tiempo de revisar las definiciones.
6. HAY MUCHA FILA,
ME DA PEREZA ESPERAR:
Respondo con un proverbio y una cita. Dice el Proverbio: «He pasado junto al campo de un perezoso, y junto a la
viña de un hombre insensato, y estaba todo invadido de ortigas, los cardos
cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al verlo, medité en mi
corazón, al contemplarlo aprendí la lección: Un poco dormir, otro poco
dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados y llegará, como vagabundo,
tu miseria y como un mendigo tu pobreza» (Pr 24,30-34). Dice la cita: «Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para
alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás la vida
imposible a ti mismo y quizá también a los demás y, lo que más importa,
correrás gran peligro de perderte eternamente». (J.Pecci –León
XIII -, Práctica de la humildad, 49). Mejor haga la fila.
7. NO HE MATADO, NO
HE ROBADO Y SOY BUENO:
No he matado, no he robado, soy bueno: Aquí se aplica el “efecto socrático”. Me explico: Sócrates cuando recibió el oráculo en el templo de Delfos que lo proclamaba el hombre más sabio de Atenas, no lo podría creer. Él no podía ser más sabio que los hombres más cultos de su época (que bien conocía). Entonces se paseó por la polis tratando de desmentir el oráculo de la Pitonisa. Lo paradójico fue que al aceptar su ignorancia y los límites de su sabiduría comenzó a formular una serie de preguntas tan incisivas que acabaron por convertirlo en el más sabio entre sus pares. Salvando las distancias del caso, a los santos les pasa algo semejante. A ellos les parece tan increíble que la gente los considere santos, que van por el mundo desmintiendo los oráculos. Han percibido con tal sensibilidad el amor de Dios, que se experimentan siempre en falta. Pero mientras más confiesan su pecado y los límites de su amor, más se abren a la misericordia de Dios, y así irónicamente más confirman y afianzan su santidad. Por el contrario, quien se cree bueno sufre del “efecto farisaico”, y comete el pecado más terrible: la soberbia de sentirse justificado. Si usted sufre de este efecto preocúpese, porque es inversamente proporcional.
8. ESCUCHAR MISA,
ESO SÍ ES IMPORTANTE:
Dejo que Jesús le responda: «El que come mi
carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que
vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por
mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y
murieron: el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn6 56-58). Usted
replicará: «Está bien, entonces no solo escucharé
la misa, comeré también del pan que da Vida Eterna». Dejo que San Pablo
le responda: «Quien coma el pan o beba la copa del
Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese,
pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe
sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11,
27-29). Ya sabe entonces: no solo vaya a escuchar,
es importante comulgar, y para comulgar, los pecados hay que confesar.
9. LO HARÉ CUANDO
ESTÉ REALMENTE ARREPENTIDO:
Esta afirmación es en parte correcta. La confesión requiere del
arrepentimiento auténtico para que sea fructuosa. En todo caso sería bueno que
se esfuerce y se proponga alcanzarlo lo antes posible. ¿Cómo?
Rece más, lea la Biblia, medite más y haga un profundo examen de
conciencia. ¿Por qué? Porque la vida pasa y
todos necesitamos arrepentirnos para poder pedir con sinceridad perdón, y pedir
perdón es fundamental para poder convertirnos; y convertirnos, para llegar al
cielo. «No te desesperes – decía San
Agustín- se te ha prometido el perdón -Gracias a Dios por estas promesas –respondía otro–
a ellas me atengo. «Ahora, pues, vive bien –replicaba
este– Mañana viviré bien- el otro contestó: Te ha prometido Dios el perdón, pero el día de mañana
nadie te lo ha prometido» (San Agustín, Comentario sobre el salmo 101).
10. NO TENGO TIEMPO,
MEJOR COMULGO Y LUEGO ME CONFIESO:
Lo decíamos en otro punto. Si realmente no ha podido confesarse por
motivos de fuerza mayor (no valen argumentos como
“no alcancé porque estaba viendo el partido de fútbol”) y realiza una
contrición perfecta, usted podría comulgar. Lo dice el Catecismo en el 1452.
Ahora bien, obtiene el perdón de los pecados mortales con esta contrición, bajo
una condición importante: «si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf
Concilio de Trento: DS 1677)». Esto quiere decir, que al final de la
misa debe buscar al sacerdote para pedir la confesión (o lo antes posible). Si
no es esta su intención, pone en cuestión la perfección de su contrición y por
lo mismo el perdón de los pecados mortales cometidos. En todo no es muy aconsejable
aprovecharse de esta posibilidad, pues es muy difícil tener la certeza de la
perfección de la contrición. Vaya por lo seguro. Llegue a tiempo y confiésese
con tranquilidad. No se arriesgue. Recuerde también de las palabras de San
Pablo: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues,
cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29).
11. CON LAS
ORACIONES QUE HAGO DIARIO, LOS SACRIFICIOS, LAS OBRAS DE CARIDAD, SE ME
PERDONAN LOS PECADOS:
Esto es verdad. Lo dice la Biblia: «el amor cubre multitud de pecados»
(1Pe 4,8). Y lo confirma el Catecismo en el número 1452: «La contrición cuando brota del amor de Dios amado sobre
todas las cosas se llama “contrición perfecta”(contrición de caridad).
Semejante contrición perdona las faltas». Sin embargo, la Biblia también
dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes
perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les
quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23). Y el Catecismo continúa diciendo: «semejante contrición perdona las faltas veniales;
obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf
Concilio de Trento: DS 1677).». No se debe oponer una verdad con la
otra. Ambas deben ser integradas. La confesión no es una imposición externa o
una cuestión opcional, es más bien el regalo que nos hace Dios para “concretar” con seguridad esa experiencia de
misericordia que hemos recibido. Es muy difícil estar seguros de haber hecho
una contrición perfecta, y por eso Dios nos regala maneras para confirmarla. Es
poco aconsejable comulgar sin tener certeza del perdón. De hecho quien
pudiendolo confirmar a través de las mediaciones seguras, prefiriese no
hacerlo, por considerarlas innecesarias, pone en cuestión al mismo Dios e ipso
facto pone en cuestión la perfección de su contrición.
12. NO ME CONFIESO
CON UN PECADOR, ÉL NO PUEDE PERDONARME:
Cuando el sacerdote dice “Yo te absuelvo” ocurre un gran milagro. Sucede lo mismo que cuando dice: “este es mi Cuerpo”. No es el Cuerpo del sacerdote. Sépalo usted, allí quien habla ya no es solo el sacerdote. Ese “Yo” que usted escucha es la voz del mismo Cristo. Sí, es una voz que viene desde lo más alto de los cielos y desde las profundidades del corazón. Qué no la engañen sus sentidos. Ese “Yo” le pertenece a Cristo. Es difícil de creer, pero es la pura verdad. A usted quien lo perdona es Cristo, cierto, a través del sacerdote.
13. NO LO NECESITO,
SOY CONSCIENTE DE MIS ERRORES Y PUEDO CORREGIRLOS SOLO:
Habría que distinguir. Mejorar sus errores es una cosa, perdonar sus
pecados es otra. Sobre lo primero tiene usted razón. Puede y debe mejorar sus
errores. Eso sí, no diría solo, porque la gracia de Dios es siempre necesaria.
Sobre lo segundo en cambio se equivoca. Si se trata de pecados, la confesión es
imprescindible. Solo Dios perdona los pecados. Esta potente verdad fue uno de
los motivos de la conversión de Chesterton, que decía con gran lucidez: «Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por
qué te uniste a la Iglesia de Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea
en parte incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay ningún
otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los
pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al
hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los
predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y
condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender
conmigo a las profundidades de mí mismo”»
14. DIOS NO ME VA A
PERDONAR:
Es cierto. Dios no lo va a poder perdonar si sigue creyendo que no lo va
a perdonar. La misericordia de Dios llama con insistencia, pero jamás bota
abajo la puerta. Pruebe usted mejor a cambiar de idea. Repita conmigo: “Dios sí que me va a perdonar. Dios quiere, puede y me va
a perdonar. Dios es infinitamente misericordioso”. Es cierto. Dios ahora
la va a perdonar, sin importar lo que haya hecho. Dios no se cansa de
perdonarlo. Dios es siempre fiel y llama todo el tiempo a nuestra puerta. Somos
nosotros los que por desconfianza, vergüenza, falsa autocompasión, etc. nos
quedamos comiendo solos, encerrados en los pequeños y terribles rincones de
nuestra pusilánime soledad.
15. CONOZCO AL
SACERDOTE, ME DA MUCHA VERGÜENZA CONTARLE LO QUE HE HECHO:
Dicen algunos que el pudor es la experiencia interior que nos lleva a
reconocer el valor que debe ser protegido (ocultado muchas veces). Esto salva
por ejemplo a la desnudez del mal gusto (lo sabemos es de mal gusto andar
desnudos por la calle). La vergüenza en cambio, que en algo se le parece, es la
experiencia interior del valor que ha sido transgredido, y nos lleva a
protegernos (a ocultarnos también tantas veces). Esto nos salva de ser unos
sinvergüenzas (lo sabemos es feo cometer un pecado grave y luego andar por la
vida como si nada hubiese sucedido). Ahora bien, la vergüenza puede ser
negativa si es que se repliega en sí misma. Decía el santo Cura de Ars que el
demonio antes de pecar te quita la vergüenza y te la restituye cuando vas a
confesarte. Pero por el contario, la sana vergüenza, puede ser muy positiva si
es que nos lleva a una confesión más profunda y dolida, y evita que volvamos a
caer muy seguido en los mismos pecados. Por eso usted tiene que aprovechar su
mucha vergüenza como catalizador, para -después de entrar en su interior y
replegarse- salir como el hijo pródigo decidido a la casa del Padre. Si le
cuesta mucho, entonces busque a otro sacerdote o un confesionario con rejilla.
Eso sí, no se olvide: evite quedarse oculto.
16. NO TENGO POR QUÉ
CONTARLE MIS PECADOS A OTRO, ES UN ASUNTO PRIVADO:
En este asunto San Juan es taxativo: «Si
decimos que no pecamos, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en
nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, Dios nos perdonará. Él es fiel y
justo para limpiarnos de toda maldad.» (1Jn1, 8-10) Además «Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú
puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros
pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario
pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote […].
También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con
el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y
uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo dela Confesión». (Papa Francisco,
Audiencia General, 19 de febrero de 2014).
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