La Eucaristía es una
fiesta, pero una fiesta del todo particular.
Por: P. Jon M. de Arza, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA:
Me llamo Sara y soy ‘librepensadora’ es decir, no
tengo una religión en específico, me gustaría saber, porque me llamó la
atención, ¿por qué ustedes dicen que la misa o ‘eucaristía’ es una fiesta?
Cuando yo fui a una misa no me pareció. Gracias.
RESPUESTA:
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que: «La Eucaristía es el sacrificio del mismo Cuerpo y de la
Sangre del Señor Jesús, que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su
segunda venida, el sacrificio de la cruz, confiando así a la Iglesia el
memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y
banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se
nos da una prenda de la vida eterna» (n. 271).
La Eucaristía es, pues, una fiesta, pero una fiesta del todo particular.
En primer lugar, porque Jesús la instituyó en el marco de las fiestas pascuales
de los judíos, por las que hacían memoria (celebraban) la liberación de la
esclavitud de Egipto. Lo que se festeja son las hazañas de Dios en su Pueblo,
las magnalia Dei. La Pascua se festejaba mediante el sacrificio
del Cordero Pascual y una Cena, que es comunión o participación de dicho
sacrificio. En la Santa Misa están también estos dos aspectos, el de Sacrificio
(el mismo de Cristo en la Cruz por el que nos liberó de la esclavitud del
pecado) y el de Banquete, por eso comemos el Cuerpo de Cristo ofrecido en el
altar. De manera que el altar es al mismo tiempo, ara del sacrificio, y mesa de
la Cena Pascual católica. Seguramente a Usted no le habrá parecido fiesta,
precisamente por el carácter de sacrificio, que perpetúa la muerte de Cristo, y
esto es un muy buen signo de la adecuada celebración de la Santa Misa, del
respeto de su esencia. La liturgia de la Misa (ya desde los inicios del
cristianismo) no se redujo a una imitación crasa de la Cena del Señor –y, por
tanto, a un banquete-, sino que mantuvo la forma de una comida, pero estilizada
de tal modo, que ya no puede hablarse de una «comida normal», sino sólo «simbólica» (al modo sacramental), permaneciendo
así abierta a un significado más profundo, que es el del mismo Sacrificio de la
Cruz. Esto se pone de manifiesto en la postura de los fieles, que de estar
sentados para la liturgia de la Palabra, se ponen de pie cuando comienza la
liturgia de la Eucaristía, «lo cual ciertamente no
puede significar el pasaje a una comida normal» (J. RATZINGER, La festa della fede,
Jaca Book, Milano 21990, 46). La estilización hace que el pan pueda
llamarse «hostia», la mesa transformarse en
altar, el dueño de casa (que en las fiestas judías presidía el rito) ahora sea
un sacerdote (puesto que se trata de un verdadero y propio sacrificio), los
saludos se realicen con fórmulas solemnes, etc.
Sin embargo, al mismo tiempo celebramos la victoria de Cristo, es decir,
su resurrección y su paso (que eso significa ‘pascua’)
al Padre. Por eso, para los cristianos, el Domingo, Día del Señor, día en que
resucitó Cristo, es «la fiesta primordial»,
y de este Misterio (el misterio pascual) deben nacer entre nosotros las
fiestas, ya que la auténtica fiesta debe nacer del culto, es decir, en la
alabanza tributada al Creador por la bondad de la existencia, ya que el séptimo
día ‘Dios vio que todo era bueno….y descansó (Gn
1,31; 2, 2-3). San Agustín enseña que el culto tiene lugar mediante ‘el ofrecimiento de alabanza y acción de gracias’ (‘Eucaristía’ quiere decir eso, acción de gracias,
o buena gracia), y siendo el acto principal de culto el sacrificio, se
constituye así en el alma de la fiesta. Los cristianos nos adentramos mediante
la Misa en la fiesta eterna, con la esperanza de ir, como decía San Atanasio, «de fiesta en fiesta hacia la Fiesta», esto es, de
domingo a domingo, primer día de la semana, día de la Creación de la Luz, día
de la nueva creación -resurrección- de Cristo, Luz del mundo, hacia el Domingo
eterno, el octavo día, el día que no conoce ocaso.
De la resurrección del Señor y del Domingo, toma también participación
toda otra fiesta, ya que el motivo de la fiesta es la alegría: «Fiesta es alegría y nada más», decía San Juan
Crisóstomo. Pero la alegría supone un fundamento, algo de qué alegrarse: es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte
aquello que ama. Alguien se alegra porque posee el bien que le es
conveniente, o realmente, o en esperanza, o al menos en la memoria. Y sólo se
alegra verdaderamente el que se alegra en el amor: «Donde
se alegra la caridad, allí hay festividad», decía el mismo Crisóstomo.
Por eso no hay motivo mayor de alegría que la Resurrección del Señor, porque su
triunfo es nuestro triunfo, su victoria es nuestra victoria. Este es el
fundamento objetivo por el que la liturgia cristiana es una fiesta, y se
diferencia de todo otro culto, y de los «party» mundanos.
«La fiesta presupone un autorización a la alegría;
esta autorización es válida sólo si está en grado de hacer frente a la
respuesta sobre la muerte (…); la resurrección de Cristo da la autorización a
la alegría buscada en toda la historia y que ninguno estaba en grado de
conferir. Por eso, la liturgia cristiana –Eucaristía- es, por naturaleza,
fiesta de la resurrección, Mysterium Paschae» (J. RATZINGER,
op. cit., 62-63).
En la Misa se muestran los matices de sacrificio (inmolación, muerte,
ofrecimiento) y Resurrección (fiesta, alegría). Son matices; a veces se resalta
más un aspecto, a veces otro, a veces hay un equilibrio. Pero de todos modos,
hay que tener en cuenta que se trata de una fiesta sagrada, y por tanto no es
como una fiesta de cumpleaños o un aniversario, sino que es una fiesta en la
que el festejado es Dios, por la Creación y porque envió a su Hijo Único para
salvarnos (re-creación), y el modo de entrar en unión con Él es a través de los
misterios, es un modo sacramental. Por lo tanto, habrá fiesta y alegría, pero
mesurada, contenida, o, mejor, sublimada en el espíritu; no habrá una fiesta en
la que se produzca un éxtasis o exacerbación de los sentidos, al modo
dionisíaco, o en el que hay una alienación del hombre (que busca evadirse en su
desesperación por no poder dar respuesta a la realidad de la muerte), sino que
el modo de festejar es «en espíritu y en verdad», lo que no quita que
festejemos también con nuestra sensibilidad, más aún, el corazón y todos
nuestros afectos, y todo nuestro cuerpo, se espiritualiza y se eleva a Dios,
como se dice en la Misa: «sursum corda»,
«levantemos el corazón».
A quien le interese profundizar en el tema, le
recomiendo la lectura de dos libros del Card. Ratzinger, actual Papa Emérito
Benedicto XVI: Un canto nuevo para el Señor. La fe en Jesucristo y la
liturgia hoy, y, sobre todo el arriba citado, La fiesta de la fe.
Se puede leer también con mucho provecho el libro de Joseph Pieper, Sobre
una teoría de la fiesta; de Romano Guardini, Preparación para la
celebración de la Santa Misa, y la estupenda Carta Apostólica de Juan Pablo
II, Dies Domini, sobre la santificación del día domingo.
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