Hace unas semanas,
preparando los ejercicios espirituales que dirigí a un grupo de sacerdotes de
la diócesis de Lugo, pregunté al delegado de clero, D. Miguel Asorey, si estaba interesado en que planteara alguna
cosa especial, algún tema que pudiera parecer interesante o necesario para los
sacerdotes que pudieran acudir. D. Miguel solo me pidió una cosa: aquí,
me dijo, prácticamente todos somos párrocos de pueblos y aldeas y a veces nos
cansamos. Necesitamos que nos animes…
A raíz de esta sugerencia,
ofrecí a los sacerdotes una meditación que, precisamente, llevaba este título y
en la que quise compartir con ellos la gracia y el privilegio que supone ser
cura de aldea. Siempre lo intuí, pero desde que me he convertido en cura más
que de pueblo de aldea (de hecho, en el pueblo en el que vivo apenas llegamos a
los cincuenta habitantes en invierno) cada
día experimento con mayor abundancia la gracia y el privilegio que supone ser
cura de aldea. Bendito sea Dios.
Muchas son las razones, y ahora no las voy a exponer todas. Quizá un día me anime y ponga por
escrito aquella meditación que me consta que a algunos compañeros les hizo
mucho bien, pero hoy sí quería comentar simplemente alguna de las razones para
vivir la pastoral y la presencia en nuestros pueblos mínimos como una auténtica
gracias de Dios.
Ayer, en Braojos, celebré misa como cada tarde. En la preciosa capilla
de diario, tres mujeres mayores y un hombre que llegó a última hora. Pensaba que algo así era el calvario. Cristo en la cruz, muriendo por
nosotros, dando su sangre en remisión de los pecados y al pie de la cruz apenas
María, alguna mujer y el discípulo Juan.
Cada misa es el calvario, el sacrificio de Cristo. Tan misa la solemne del
Vaticano como la catedralicia, la monástica, la dominical de una parroquia
inmensa o la de diario de Braojos con tres o cuatro personas. La de Braojos, la que celebra un
servidor en su pueblito, y siendo igual que todas las demás, me hace entrar de manera especial en el
calvario con su soledad, su nada, su abandono. Es como si a uno se le
regalara el privilegio de acudir al calvario de una manera muy cercana.
Cristo predicó caminando de aldea en aldea. Doy gracias a Dios por el privilegio de predicar y celebrar yendo de
pueblo en pueblo, y tantas veces con prácticamente nadie. Serán cosas
mías, pero es como si uno tuviera la suerte, la gracia y el privilegio de vivir
especialmente cerca a la vida y el ministerio de Cristo.
Cualquier sacerdote hablará de
la soledad del calvario. El cura de pueblo la experimenta. Cualquier sacerdote sabe que Cristo caminaba
de aldea en aldea. El cura rural lo sabe y lo hace. Es sencillo y
repetido hablar de los últimos. Nosotros, los curas de aldea, tenemos la
gracia, la suerte y el privilegio de estar allí donde ya no hay nada, apenas
unos ancianos.
Ser cura de aldea es
experimentar la voz del Maestro que te dice: “mira, tú en la ciudad te vas a dispersar y corres
el riesgo de despistarte en tu ministerio, así que te voy a llevar al desierto
para hablarte al oído y cuidarte especialmente”.
Yo sé que esto no se entiende.
Y es que, también los curas, pensamos como los hombres, no como Dios. Pero, si
pensamos como Dios, lo de ser cura de
pueblo, de aldea, es el gran privilegio que solo algunos hemos podido recibir.
Me ha tocado. Y no dejo de dar gracias a Dios por este gran regalo.
Jorge González
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