En la Audiencia General presidida por el Papa
Francisco en el Aula Pablo VI del Vaticano este miércoles 13 de febrero, el
Santo Padre reflexionó sobre el Padrenuestro y el diálogo con Dios.
En su catequesis, el Pontífice destacó que el diálogo con Dios debe
estar libre de todo individualismo, y recordó que en la oración del
Padrenuestro no está presente el “yo” y sí
el “tú” y el “nosotros”.
“No hay espacio para el individualismo en el
diálogo con Dios. No hay ostentación de los problemas personales como si
fuésemos los únicos en el mundo que sufren. No hay oración elevada a Dios que
no sea a oración de una comunidad de hermanos y hermanas”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestro itinerario para aprender cada vez mejor a rezar como
Jesús nos enseñó. Tenemos que rezar como Él nos enseñó a hacerlo.
Él dijo: cuando reces, entra en el silencio
de tu habitación, retírate del mundo y dirígete a Dios llamándolo
"¡Padre!". Jesús quiere que sus discípulos no sean como los
hipócritas que rezan de pie en las calles para que los admire la gente (cf. Mt
6, 5). Jesús no quiere hipocresía. La verdadera oración es la que se hace en el
secreto de la conciencia, del corazón: inescrutable,
visible solo para Dios. Dios y yo. Esa oración huye de la falsedad: ante Dios es imposible fingir.
Es imposible, ante Dios no hay truco que valga, Dios nos conoce así,
desnudos en la conciencia y no se puede fingir. En la raíz del diálogo con Dios
hay un diálogo silencioso, como el cruce de miradas entre dos personas que
se aman: el hombre y Dios cruzan la mirada, y esta
es oración. Mirar a Dios y dejarse mirar por Dios: esto es rezar. “Pero, padre, yo no digo palabras…” Mira a Dios y
déjate mirar por Él: es una oración, ¡una hermosa
oración!
Sin embargo, aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae
en el intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo
fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y
situaciones, los problemas, tantas cosas, todas las llevo en la oración.
Hay una ausencia impresionante en el texto de "Nuestro
Padre". ¿Si yo preguntase a vosotros cual es la ausencia impresionante en
el texto del Padre nuestro? No será fácil responder. Falta una palabra.
Pensadlo todos: ¿qué falta en el Padre nuestro? Pensad,
¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la
que en nuestros tiempos, -pero quizás siempre-, todos tienen una gran estima. ¿Cuál es la palabra que falta en el Padre nuestro que
rezamos todos los días? Para ahorrar tiempo os la digo: Falta la palabra "yo". “Yo” no se dice nunca.
Jesús nos enseña a rezar, teniendo en nuestros labios sobre todo el "Tú", porque la oración cristiana es
diálogo: "santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad".
No mi nombre, mi reino, mi voluntad. Yo no,
no va. Y luego pasa al "nosotros".
Toda la segunda parte del "Padre
Nuestro" se declina en la primera persona plural: "Danos nuestro pan de cada día, perdónanos
nuestras deudas, no nos dejes caer en la
tentación, líbranos del mal". Incluso las
peticiones humanas más básicas, como la de tener comida para satisfacer
el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie pide el pan para
sí mismo: dame el pan de cada día, no, danos, lo suplica para todos, para todos
los pobres del mundo. No hay que olvidarlo, falta la palabra “yo”. Se reza con el tú y con el nosotros. Es una
buena enseñanza de Jesús. No os olvidéis.
¿Por qué? Porque no
hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No hay ostentación
de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el mundo que
sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad, somos
hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, “nosotros”.
Una vez el capellán de una cárcel me preguntó: “Dígame,
padre, ¿Cuál es la palabra contraria a yo? Y yo, ingenuo, dije: “Tú”. “Este es el principio de la guerra. La palabra
opuesta a “yo” es “nosotros”, donde está la paz, todos juntos”. Es una
hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas
que están a su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que
se ha cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles;
no los aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su
alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los
pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón es ¿cómo es? ¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al
Señor que nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. “Ablanda, Señor, mi corazón”.
Es una oración hermosa: “Señor, ablanda mi
corazón, para que entienda y se haga cargo de todos los problemas, de todos los
dolores de los demás”. Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del
mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu,
sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre. Este "sentir compasión" –no olvidemos esta
palabra tan cristiana: sentir compasión- es uno de los verbos clave del
Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a
acercarse al hombre herido al borde del camino, a diferencia de otros que
tienen un corazón duro.
Podemos preguntarnos: cuando rezo, ¿me abro
al llanto de tantas personas cercanas y lejanas?, ¿O pienso en la oración como
un tipo de anestesia, para estar más tranquilo? Dejo caer la pregunta,
que cada uno conteste. En este caso caería víctima de un terrible malentendido.
Por supuesto, la mía ya no sería una oración cristiana. Porque ese "nosotros" que Jesús nos enseñó me
impide estar solo tranquilamente y me hace sentir responsable de mis hermanos y
hermanas.
Hay hombres que aparentemente no buscan a Dios, pero Jesús nos hace
rezar también por ellos, porque Dios busca a estas personas más que a nadie.
Jesús no vino por los sanos, sino por los enfermos, por los pecadores (cf. Lc
5, 31), es decir, por todos, porque el que piensa que está sano, en realidad no
lo está. Si trabajamos por la justicia, no nos sintamos mejor que los demás: el Padre hace que su sol salga sobre los buenos y sobre
los malos (cf. Mt 5:45). ¡El Padre ama a
todos! Aprendamos de Dios que siempre es bueno con todos, a diferencia
de nosotros que solo podemos ser buenos con alguno, con alguno que me gusta.
Hermanos y hermanas, santos y pecadores, todos somos hermanos amados por
el mismo Padre. Y, en el ocaso de la vida, seremos juzgados por el amor, por
cómo hemos amado. No solo el amor sentimental, sino también compasivo y
concreto, de acuerdo con la regla evangélica -¡no
la olvidéis!- "Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos, más
pequeños a mí lo hicisteis". Así dice el Señor. Gracias.
Redacción ACI
Prensa
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