martes, 7 de febrero de 2017

¿DE IZQUIERDA O DE DERECHA? NO, LA IGLESIA NO APOYA NINGUNO


Etiquetas artificiales enmascaran un hecho: las dos orientaciones se apoyan en posiciones condenadas desde hace mucho tiempo por la Iglesia.

Tanto la llamada “izquierda” como la llamada “derecha” tienen la pésima y deshonesta costumbre de adueñarse de la doctrina de la Iglesia, predicando, por su cuenta, que ellos mismos, como “izquierdistas” o “derechistas” son los verdaderos fieles católicos – e instrumentalizando a la Iglesia como si fuera un espejo “más o menos espiritualizado” de una ideología “socio-política-económica” (y como si fuera más herético cuestionar esa ideología que reducir la persona de Cristo a un icono al servicio de un “bloque” u otro).
Con el empeoramiento del cuadro crónico en que se lleva a cabo esta interpretación esdrújula, manipuladora e interesada de la doctrina de la Iglesia como simple respaldo de preferencias “socio-político-económicas” particulares, traemos a discusión este texto de Mark Gordon que puede servir como estímulo para la reflexión.
A lo largo de las últimas décadas, la política de los Estados Unidos se ha dividido, aparentemente, en dos campos opuestos e irreconciliables: los “liberales” y los “conservadores” (ndr: esos términos equivalen, en el espectro latinoamericano, a los clichés genéricos “izquierdistas” y “derechistas”, respectivamente).

En la estera exitosa “estrategia del Sur”, de Richard Nixon, esa división imaginaria se incorporó a las identidades y al autoentendimiento de dos principales partidos del país, con los Demócratas representando el “liberalismo” (o la “izquierda”, como se diría en AL y en otros países de habla hispana) y los Republicanos o “conservadurismo” (o la “derecha”).

Este modelo binario es impuesto incluso en las interpretaciones sobre el Papa, con algunos “conservadores” acusando a Francisco de “liberal” y algunos “liberales” garantizando que ellos están en lo correcto.

Desde un punto de vista católico, esa división es artificial y está basada en una deformación, a veces deliberada, a veces inocente, de lo que el liberalismo es de hecho y, por extensión, de quién es y de quién no es liberal. El caso es que, en Estados Unidos, hay dos partidos liberales dominantes.

El Partido Republicano, lejos de ser conservador, adopta, en realidad, lo que podríamos llamar “liberalismo de derecha”, conocido también como liberalismo clásico: un liberalismo esencialmente político y económico.

Pero el Partido Demócrata sigue el patrón de “liberalismo de izquierda”, que podríamos llamar de liberalismo moderno, preponderantemente social y cultural.

La divergencia de estos dos liberalismos sobre cuestiones específicas enmascara sus raíces comunes y sus visiones del mundo que se refuerzan mutuamente.

En su carta apostólica Octogesima Adveniens, el papa Pablo VI escribió: “en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del ser individual en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad”.

Para oídos modernos, tales palabras del pontífice pueden parecer una condenación del liberalismo socio-cultural, con su retórica libertina que golpea las teclas de la “elección”, de los “derechos” y de la “autonomía”.

En realidad, el Papa estaba discutiendo el liberalismo político-económico, que enseñó al mundo entero a implantar el lenguaje del individualismo y, a través del mismo, comunicar un punto de vista antropológico en fundamental desacuerdo con la concepción católica del hombre y la sociedad.

En su libro Holocaust of the Childlike, el escritor Daniel Schwindt resume con claridad la afinidad retórica entre los dos liberalismos: “Estamos en una situación en la que no queda más que ser filisteos y fariseos. Uno dice ‘El cuerpo es mío, déjenme en paz’ mientra el otro dice ‘El dinero es mío, déjenme en paz’. Las dos mentalidades se pueden resumir en la misma filosofía del ‘es mío, y, finalmente, las dos son adeptas del liberalismo, creyendo devotamente que el bien supremo reside en la libertad individual de hacer lo que se entiende como bien, involucrando el propio cuerpo o la propia economía”.

El origen del liberalismo es fácil de identificar. Es un movimiento moderno, que surgió a partir del Iluminismo del siglo XVII. Fundamentalmente, el Iluminismo fue un movimiento de ideas caracterizadas por un rechazo, a veces explícito y fuerte, a veces no tanto, de la civilización cristiana que lo precedió, especialmente de la autoridad espiritual y temporal de la Iglesia católica.

Como expresión de ese rechazo, los filósofos del Iluminismo buscaron formular una base racional para la ética y la moralidad, incluyendo en ello al gobierno de las sociedades humanas. Su enemigo era la tradición, principalmente lo que ellos tachaban de “supersticiones” de la Iglesia.

Mientras que la virtud fue la principal preocupación de la filosofía desde el periodo clásico y durante toda la Edad Media, el Iluminismo hizo de la libertad, en especial la “libertad de la mente”, su preocupación central.

El propio liberalismo tuvo muchos padres, pero David Hume, Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau son sus fundadores más frecuentemente citados. De todos ellos, Locke fue la inspiración más importante para los fundadores de los Estados Unidos, la primera república liberal del mundo.

Siguiendo a Hobbes, Locke creía que el hombre, en su “estado natural”, es un sujeto solitario furiosamente egoísta, lo que provoca, inevitablemente, la supremacía del más fuerte sobre el más débil, limitando así la libertad de la mayoría.

Locke creía que la mayoría, formada por los débiles, había creado a los gobiernos para contener a los fuertes y reafirmar la libertad como derecho natural de todos. Sus ideas sobre la sociedad civil, la separación de los poderes y la tolerancia religiosa pretendían crear una sociedad racional, en que la libertad fuera maximizada y limitara las agresiones de los poderosos.

Pero, como C. B. MacPherson demostró en su libro de 1962, La Teoría Política del Individualismo Posesivo: de Hobbes a Locke, la noción de libertad de Locke era mecánica, relativista y caracterizada por el “individualismo posesivo”, que para MacPherson, indicaba lo individual como la posesión de sí mismo. Mientras que el sacerdote John Donne escribió que “ningún hombre es una isla / cada hombre es un pedazo de continente / una parte de lo fundamental”, Locke decía que cada hombre es, sí, una isla, y que el propósito del Estado es garantizar la alegre independencia de cada hombre frente a los demás.

De acuerdo con MacPherson, Locke entendía la libertad como “ser libre de las voluntades de los otros”, de la dependencia de los otros y las obligaciones hacia la sociedad.

“Si lo que vuelve a un hombre un ser humano es ser libre de las voluntades de los demás”, escribió MacPherson, “entonces la libertad de cada individuo sólo puede ser legítimamente limitada por las obligaciones y reglas necesarias para garantizar las mismas libertades hacia los otros”.

Este es el centro tanto del liberalismo político-económico de la derecha como del libertinaje socio-moral de la izquierda. Esta es la base tanto para una reforma del capitalismo que sacude a la sociedad de sus bases morales tradicionales cuanto para la aventura moral que “descubre” infinitos nuevos “derechos” sexuales y sociales. Esta es la fuente de la indiferencia religiosa y el secularismo. Esta es el pilar del consumismo y la comercialización de las personas humanas y las relaciones.

Se considera, y aún se presupone hoy en muchos lugares, que el liberalismo político y económico no ejercería ningún efecto sobre el carácter social y moral de un pueblo, a no ser, en todo caso, algún efecto de “refuerzo positivo”.

Esta fue, ciertamente, la convicción del sacerdote John Courtney Murray, el teólogo jesuita del siglo XX que hoy es un héroe tanto para los liberales de derecha, como George Weigel, como para los liberales de izquierda, como James Carroll.

El sacerdote Murray es considerado con frecuencia como el inspirador de la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la Libertad Religiosa, la Dignitatis Humanae, en la que la Iglesia adoptó una concepción claramente americana de libertad religiosa. Menos conocido es el papel del sacerdote Murray como inspirador de otro “concilio”, conocido como “el Cónclave de Hyannisport”, de 1964. La escritora Anne Hendershott describe el escenario: “En una reunión en el complejo de los Kennedy en Hyannisport, Massachusetts, en un día cálido de verano de 1964, la familia Kennedy y sus asesores y aliados recibieron un coaching de los principales teólogos y profesores universitarios católicos sobre la manera de aceptar y promover el aborto ‘de consciencia tranquila’.

El ex sacerdote jesuita y ex profesor de ética en la Universidad de Washington, Albert Jonsen, recuerda la reunión en su libro El Nacimiento de la Bioética (Oxford, 2003). Él describe el encuentro que reunió a los reverendos Joseph Fuch, teólogo moral católico, Robert Drinan, entonces rector del Boston College Law School, y tres teólogos académicos, Giles Milhaven, Richard McCormick y Charles Curran, para orientar a la familia Kennedy a redefinir el apoyo al aborto.

Jonsen escribe que las conversaciones en Hyannisport fueron influenciadas por la posición de otro jesuita, el sacerdote John Courtney Murray, posición que ‘distinguía entre los aspectos morales de una cuestión y la posibilidad de aprobar una legislación sobre esa misma cuestión’. Se llegó al consenso, en el ‘Cónclave’ de Hyannisport, que los políticos católicos ‘pueden tolerar una legislación que permite el aborto en determinadas circunstancias, como en el caso en que los esfuerzos políticos para reprimir ese error moral puedan causar mayores riesgos para la paz y para el orden social’”.

El propio sacerdote John concretó lo que podríamos llamar el “Principio de Murray” en un memorándum de 1965 enviado al cardenal Spellman, de Boston. Spellman había pedido a Murray un parecer sobre la despenalización de la anticoncepción, que estaba siendo propuesta en el Estado de Massachusetts.

En el memo, Murray escribió: “No es función del derecho civil imponer todo lo que es moralmente correcto ni prohibir todo lo que es moralmente incorrecto. En razón de su naturaleza y finalidad, como instrumento del orden en la sociedad, el propósito del derecho se limita a la manutención y la protección de la moralidad en la esfera pública. Las cuestiones de moral privada sobrepasan el objetivo del derecho: éstas deben dejarse al ámbito de la consciencia personal”.

Este mismo argumento ha sido usado a lo largo de los últimos cuarenta años en relación a todo, desde la pornografía hasta el matrimonio entre personas del mismo sexo, pasando, está claro, por el aborto.

Podemos pensar, a este respecto, en el siguiente hecho: Murray, que se horrorizaba con el aborto y se sorprendería con la idea del matrimonio homosexual, parece que nunca consideró que sus presupuestos antropológicos incorporados en el liberalismo político-económico y concretizados en dispositivos constitucionales estadounidenses como la Primera Enmienda acabarían permeando la vida social y moral de los Estados Unidos (para profundizar en el asunto, te recomiendo el ensayo del editor de la Communio, David Schindler, Religious Truth, American Freedom, and Liberalism: Another Look at John Courtney Murray).

Resulta, sin embargo, que después de dos siglos, las propiedades del liberalismo clásico, muy sutil, pero implacablemente corrosivas, hicieron su daño.


La definición de libertad propuesta por Locke como “ser libre de las voluntades de los otros” se transformó en ser libre del bien común, de la ley natural, de las enseñanzas de la Iglesia y hasta incluso de las obligaciones de una madre hacia su propio hijo.

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