A mis 52 años, confieso que me da un poco de pena ver que otros han subido montañas (sin escalar, no me gusta escalar), atravesado bosques, se han lanzado en paracaídas, han buceado... y yo solo he subido montañas bibliográficas, he atravesado bosques literarios, etcétera; no hay necesidad de llevar la comparación hasta el final.
Es verdad
que en toda esa vida al aire libre, llena de ejercicio, de sensación de vivir y
todo eso es más engañosa de lo que parece. Queda genial en las fotos y en los
vídeos, pero está llena de momentos... tediosos, aburridos y totalmente
insatisfactorios.
La vida
de los libros, la vida del pensamiento, es más serena. Mucho menos aburrida.
Hay individuos que parecen destinados a las bibliotecas reales o virtuales.
Lo cierto
es que a mí me encanta la vida social. Para nada soy el eremita de los libros.
Todo lo contrario. Si de mí dependiera, saldría a cenar cada día, con una larga
sobremesa, con risas, me encanta pasarlo bien con otros. Si de mí dependiera,
tendría una excursión cada semana. Y un viaje más largo cada dos meses por
España o por otros lugares.
Pero las
circunstancias, la vida, el Destino, parecen haberme recluido en el invernadero
más adecuado para producir cuatro cosechas al año.
También
me hubiera gustado ejercer el poder, el poder eclesiástico, claro. De verdad,
con toda sinceridad, nunca he consentido en esta tentación. Pero sí, he sentido
siempre esa inclinación, ese gusto. Aunque en eso estoy limpio. Mi voluntad
siempre ha rechazado tal impura tentación.
Hay una
lujuria del poder, hay una lujuria del conocimiento (incluso en la teología).
Pero, en mí, el trabajo con los libros ha tenido todo de inspiración, de
pasión, pero siempre he tenido en cuenta el vanidad
de vanidades. Inspiración, pasión arrolladora, pero nunca me he
considerado superior a nadie, mejor que nadie. Unos trabajan en una cosa;
otros, en otra. Eso es todo.
Lo único
que sí que me daba envidia era el que sabía vivir. Eso sí. Yo siempre me he
considerado un poco enterrado en una tumba de libros. Enterrado en vida. Solo
así he podido producir cosechas abundantes. Pero, ahora, pasada la mitad de mi
vida, me doy cuenta de que lo que me parecía una etapa de dedicación exclusiva
como algo transitorio se ha ido convirtiendo en algo permanente. Quizá era mi
destino. Quizá no estaba en mi mano repartirme, dividirme.
Amo la
teología y la literatura, con pasión. Pero estoy tan convencido de que todo es
vanidad. Lo digo con total sinceridad. Es cierto que la entrega fue a Dios. La
teología y la literatura solo han sido el camino concreto de caminar en esa
entrega. Eso siempre lo he tenido claro. Siempre me he movido en un Libro cuadrado por
poner un marco como el de una de mis obras. El Centro siempre he tenido claro
cuál era.
A mis 52
años, tengo el más agridulce de los sabores en mi boca. Para nada encuentro el
sabor de la satisfacción. Quizá también me encuentro bajo el peso, el inmenso
peso de mi obra sobre san Pablo, cuyas dimensiones pesan sobre mí como una
losa. ¿Ha valido la pena?, me pregunto
incesantemente. Sea de ello lo que fuere, ya voy acabando.
Bueno,
pensamientos que os ofrezco, que os descubro. 52 años es un buen momento para
repensar el trabajo, para reflexionar sobre mí mismo. A los 60 es posible que
sea mucho más rígido, que ya tenga menos capacidad para ser flexible incluso en
mis preguntas.
Pero, os
lo digo con total sinceridad, quizá la soberbia sea el pecado en el que más
difícil me parece que yo pueda caer. La envidia sí, la soberbia... no. La aurea mediocritas no seré yo el que la coloque
en un pedestal.
P. FORTEA
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