Les tengo que confesar que hasta hace pocos días me rehusaba a reconocer que estoy pasando por una crisis existencial en mi vida. La verdad es que solemos vivir más crisis de lo que estamos dispuestos a reconocer. Lejos de lo que creemos, las crisis existenciales no son malas de por sí.
¿Qué es una crisis? La primera definición que la
Real Academia Española nos proporciona es la siguiente: «Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una
situación, o en la manera en que estos son apreciados».
Lo fundamental son las
consecuencias de ese cambio profundo, a causa del proceso o situación que estás
viviendo, así como la manera en que aprecias esos cambios. Lo que nos debe
preocupar no es tanto la crisis, sino qué estamos haciendo para que las consecuencias
de esa crisis sean provechosas.
Las crisis, pueden
conducirnos, dependiendo de tu libertad, a acercarnos más a Dios, en lugar de
alejarnos de Él
LOS CAMBIOS (CRISIS)
EN NUESTRA VIDA
Son parte del proceso natural
de crecimiento personal. Aceptarlos con responsabilidad permite que crezcamos
en el modo de comprender nuestra vida; entender cómo somos consecuentes con
nosotros mismos y las circunstancias que nos rodean. Circunstancias que
incluyen a las personas que nos rodean, que, para la gran mayoría de nosotros,
suelen ser nuestros familiares: cónyuge, hijos, hermanos, etc.
Ortega y Gasset, solía decir: “yo y mis circunstancias” refiriéndose a sus
personas cercanas. Ignace Leep, en su libro “La
Comunicación de las Existencias”, afirma que las relaciones que
mantenemos con los demás son tan importantes que, cuando alguien cercano muere,
muere junto con él una parte de mí. Una parte de mí que solo conocía aquel que
murió. Cualquier otra persona nunca volverá a conocer ese conocimiento que
aquel tenía de mí.
Este “asunto”
de las relaciones que vivimos unos con otros es tan esencial, que
llamarnos “personas” – creados a imagen y semejanza de Dios -, para
identificarnos, es fundamental, en tanto que ese concepto hace referencia al
llamado más íntimo y necesario que tenemos cada uno a la relación con los demás.
NUESTRA IDENTIDAD SE DEFINE POR LAS
RELACIONES PERSONALES
De acuerdo a la madurez y
seriedad con que nos relacionemos con las demás personas, así de coherentes
seremos, con el valor que implica nuestra dignidad personal. Es así como la vivencia del amor entre personas – personas humanas, incluso
con personas angélicas y las divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo –
definirá profundamente qué tanto sentido le damos a nuestra vida.
Nuestra madurez personal no se
califica por los bienes que poseemos, el éxito profesional, las metas académicas,
la fama o el reconocimiento social que podamos tener; sino más bien por la
calidad humana de nuestras relaciones personales. Es decir, qué tanto amor
vivimos con los demás.
Naturalmente, me refiero al
amor que aprendemos del mismo Señor Jesús, quien es modelo auténtico de
Persona. Verdadero Hombre, siendo Hijo de Dios, es ejemplo perfecto para
nuestra naturaleza humana (GS, 22). Su naturaleza humana es igual a la nuestra
en todo, menos en el pecado.
Madurar como personas – y el
llamado que nos hace Dios – es que aprendamos a desaferrarnos de nuestras
seguridades personales y salgamos cada vez más al encuentro con los demás.
LA CRISIS EXISTENCIAL COMO POSIBILIDAD
PARA CRECER EN EL AMOR
Las crisis personales que experimentamos de modo especial en
algunos momentos de nuestra vida (cuando ingresamos a la escuela, empezamos la
pubertad o adolescencia, la primera enamorada, el inicio de la universidad, el
noviazgo, el matrimonio, el momento en que uno sale de su hogar, etc.), son
ocasiones y/u oportunidades en que somos invitados – fundamentalmente por Dios
mismo, en Su plan de Amor – para salir de lo que muchos psicólogos llaman “zona de confort”, y relacionarnos cada vez
más y mejor con otras personas.
Nos hacemos corresponsables de
la felicidad
de los demás. Ese camino del amor, que nos enseña a vivir una renuncia y
sacrificio cada vez más generoso a nuestros intereses propios – sean rectos o
no – permite que dediquemos cada vez más tiempo y espacio mental para servir al
prójimo, y ese es camino seguro hacia la felicidad.
Hay mucha más felicidad en dar que en recibir.
Mientras estemos preocupados únicamente por la satisfacción de nuestros
intereses o de nuestras necesidades afectivas, caemos – imperceptiblemente – en
una espiral egocéntrica, que, poco a poco, nos aleja de los demás y nos aleja
de lo único que puede llenar ese vacío interior que todos experimentamos: el amor al prójimo.
Finalmente, lo único que
importa en esta vida es la vivencia del Amor. Cualquier otro tipo de relación
que establezcamos está de más. Fuimos
creados por Amor, somos sostenidos por el Amor, y llamados para vivir el Amor.
Las
crisis existenciales son
experiencias tan únicas e irrepetibles
como cada
persona lo es. Proponerles mi testimonio como un ejemplo sería demasiado
pretencioso – por no decir soberbio – de mi parte. Sin embargo, compartir y
brindar – creo yo – algunas pistas, para que cada uno descubra su propio camino
personal en esa senda hermosa del Amor, podría ayudar un poco.
1. LA SOLEDAD COMO ESPACIO PARA ENCONTRARSE A SÍ
MISMO
Necesitamos momentos en la
vida en los que tengamos un encuentro con
nosotros mismos. Que podamos ser
conscientes de nuestras propias experiencias interiores, nuestros sentimientos
y mundo personal.
El ruido, la rutina apretada y
el activismo al que podemos esclavizarnos como una “necesidad”
imperativa de tener todo bajo control, no nos permiten poseernos y ser dueños de nosotros mismos. Solo podemos lograr dueños de nuestra vida y
vivir – lo que en inglés se conoce como – el “self-mastering”,
si es que somos conscientes de lo que nos pasa en el interior. Lograr
esa conciencia de uno mismo.
Por el contrario, una persona
inconsciente es alguien que no sabe hacia dónde dirigirse, hacia dónde caminar
para descubrir su felicidad. Como Alicia en el País de las Maravillas cuando le
pregunta al gato qué camino debía tomar, y éste le responde cuestionando el
objetivo que estaba buscando en su vida. Sin ese detenerse y mirar adentro, es
imposible responder.
2. APERTURA Y DIÁLOGO CON DIOS
Esos momentos personales de
soledad – llámense meditación personal si
se quiere – deben estar, necesariamente, abiertos a la comunicación –
principalmente – con Dios y, por supuesto, con los demás.
Esa búsqueda insaciable que
percibo en el mundo que vivimos por tener espacios de meditación, acudiendo a
tantas expresiones orientales que están dentro de un marco mucho más amplio
conocido como la Nueva Era, podrían ser un grito a la necesidad de mirarse
adentro.
Sin embargo, no van más allá
de una experiencia de bienestar o serenidad
aparente, momentánea, ya que no buscan la experiencia personal
necesaria del encuentro, sino que resultan ser un refugio en el que me
protejo de las “agresiones” externas.
Tristemente,
tarde o temprano, esa fugaz serenidad se pierde. El hombre no puede vivir ajeno
al encuentro con los demás, así como con la misma realidad, en una
suerte de burbuja de cristal.
Esa aparente serenidad termina
por convertirse en una experiencia de frustración, puesto que – como ya lo
hemos visto – nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Dios
(parafraseando de manera muy coloquial a nuestro querido san Agustín).
3. LANZARSE A LA AVENTURA DEL AMOR
La persona madura en la medida
en que sale de sí misma y se embarca en la más hermosa aventura de la vida: el Amor. El amor
es el sentido de nuestra vida. La experiencia del amor es nuestro
camino hacia la felicidad. El encuentro personal, abriendo nuestro corazón al
prójimo.
El egoísmo y – peor aún – el utilitarismo son actitudes totalmente opuestas
al amor, y nos hunden en una espiral peligrosísima de esa soledad que
hablábamos, donde no hay encuentro, sino separación. Cada vez que aparto
a los demás, y mi vida se vuelve, despacio pero tristemente, en un infierno.
Este infierno al que me refiero es la situación en
la que vivimos cada vez más alejados de los demás y, por lo tanto, de Dios. Ningún
hombre es una isla, diría un monje conocido, llamado Thomas Merton. No se equivocó. ¡No hay peor infierno que la soledad! Pero ¡ojo! me refiero a la soledad en la que nos
experimentamos solitarios, separados.
Una situación en la que nos desvinculamos
de cualquier relación con otras personas (divinas, angélicas o humanas). No hay
peor destino que ese.
Entonces, no nos paralicemos ante el
miedo que nos puede traer una determinada crisis existencial. Muchas situaciones o procesos personales pueden costarnos, o
incluso implicar cierto dolor. Nunca olvidemos que no hay amor más grande, que
dar la vida por los demás.
Un sacrificio como este, por
supuesto que implica dolor. Pero es el dolor del
amor, como nos invita la madre Teresa de Calcuta a vivir. Llegar al
punto de – si necesario – olvidarse de sí mismo,
para entregarse al 100% a los demás. Así es como, paradójicamente, nos
encontramos verdaderamente con nosotros mismos. Puesto que esta experiencia del
Amor es lo más propio de la vida en Cristo.
Escrito por Pablo Perazzo
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