lunes, 29 de octubre de 2018

ESTA TARDE HE VISTO EL FUTURO DE LA IGLESIA: EL FUTURO ES LA MISA TRADICIONAL


Esta tarde he visto el futuro, el futuro real de la Iglesia, no el que imagina la muchedumbre de Roma, que confunden el futuro por la burocracia inconsciente, que piensa que tiene al Espíritu aprisionado en los años 60 bajo el título del “espíritu del Vaticano II”. Cuando fue elegido el pontífice actual, escribí un artículo titulado “Regreso al futuro”, que predecía que la Iglesia tendría que revivir los años 60 pero esta vez con una venganza. Todos esos prelados y sus seguidores portadores de carteras, que fueron a la clandestinidad durante el pontificado de Juan Pablo II, se reunirían y hablarían con gran nostalgia durante esos (para ellos) oscuros años bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI. Hablaron del “trabajo inacabado” del Concilio, ese trabajo que tenía poco que ver con los documentos del Concilio pero sí mucho más con su imagen de la Nueva Iglesia que se actualizaría para adaptarse a las necesidades y deseos del hombre moderno.

Pobres. No se daban cuenta de que el hombre moderno murió en los años 60 y que el hombre postmoderno estaba emergiendo y caminada con aire gacho hacia Belén. Cuando vives en un contenedor sellado como es el Vaticano con su burocracia, hay poca probabilidad de que converses con lo que realmente pasa en el mundo y en las mentes y los corazones de la gente. Pero la muchedumbre de los 60 ha vuelto y con una venganza. El único programa de los 60 que siguió marchando durante su exilio fue el programa de la corrupción moral del clero. Que siguió creciendo y floreciendo. La destrucción de la vida litúrgica de la Iglesia hizo un alto algún tiempo, y parecía que podría haber una posibilidad de cuestionar las bases de la reforma litúrgica que siguió al Concilio y de, al menos, pensar que había de hecho una discontinuidad en la vida litúrgica de la Iglesia, que resultó en el vaciado de nuestras iglesias.
Pero un burócrata no puede de ningún modo concebir una discontinuidad en la vida de la Iglesia, porque el burócrata debe creer que, pase lo que pase, es por definición obra del Espíritu Santo, y así la única cosa que debe hacer es repensar y cambiar de rumbo de acuerdo con lo que oye y lo que le dicen ser la última manifestación del Espíritu, sea un sínodo, o un sermón, o una encíclica, o una conferencia de prensa, o lo que se susurra en los pasillos y en la logia.
Son los burócratas en todos los niveles del clero los que mantuvieron la máquina viva durante cincuenta años para que, cunado un papa dimitiera, solamente tuvieran que cambiar la dirección a que miraban cuando se levantaban por la mañana: del Este al Oeste. Uno no tiene que asombrarse de que el doble golpe de la renuncia de un papa y de la elección de un obispo de los 60 al papado no resultara en confusión y caos. Puesto que, cuando los que estaban anteriormente en el poder y después en la clandestinidad durante cincuenta años volvieron a ser ellos mismos otra vez, de regreso al futuro, la burocracia de apoyo de todos los niveles de la Iglesia estaba lista para sostenerlos en el proyecto de rehacer la Iglesia en su propia imagen de los 60. Y parte del pegamento que mantuvo todo esto junto y lo hizo posible fue el condenable éxito de la corrupción moral del clero en todos los niveles, una corrupción que permitió a la burocracia controlar, por medio de una intimidación basada en un conocimiento incriminador, y avanzar en su agenda sin impedimento, excepto por unos pocos cardenales y obispos molestos como tábanos.
Así, precisamente mientras se reúne el Sínodo de la Juventud en Roma en un quasisecreto, he visto el futuro esta tarde. Estaba invitado a sentarme en el coro durante una misa tradicional solemne en una parroquia de mi diócesis. El celebrante, el párroco, el diácono y el subdiácono eran todos sacerdotes jóvenes de la diócesis. La misa se celebró sin faralaes, sin excesos, sin ningún signo de esteticismo. La fiesta era la Maternidad de la Santísima Virgen María, instituida por Pío XI para celebrar el aniversario del Concilio de Éfeso, en el que María fue proclamada Theotokos, la portadora de Dios, afirmando la total divinidad de la persona de Cristo. La música de la misa era toda canto gregoriano, la misa IX. Los acólitos eran todos jóvenes, algunos nuevos en esto, algunos con bastante práctica en servir a esta misa. Era el culto a Dios en su forma más pura, en su forma tradicional, una forma cuyos retraimiento y modestia litúrgica invitan a la oración y por ende a la adoración. Los ministros sagrados se entregaban a sus cometidos en la misa en una forma natural de olvido de uno mismo. Conocían los tonos propios de los varios cantos y los entonaron bien. El sermón fue inteligente y verdaderamente católico. Estos tres hombres hicieron la adoración posible al quitarse ellos mismos de en medio y dejar que el rito hablara por sí solo.

Muchos de los sacerdotes jóvenes de mi diócesis han aprendido la misa romana tradicional, alias la forma extraordinaria. Aman esta misa de un modo sobrio sin sombra de pavoneos o suspiros de “Iglesia Alta”. Aman a Cristo y a su Iglesia. Son leales a las enseñanzas del Magisterio. Son sacerdotes que se encuentran a gusto en cualquier situación y que disfrutan la mutua compañía. Disfrutan la compañía tanto de hombres como de mujeres en sus parroquias. Los burócratas que mandan en la Iglesia no saben que existen estos sacerdotes. Y eso es bueno. Porque, mientras los burócratas corretean en sínodos y conferencias y tratan de apagar fuegos nocivos sin el agua de la pureza moral y por lo tanto fallando cada vez, estos jóvenes sacerdotes, no sólo en mi diócesis sino en la mayoría de las diócesis del mundo católico, aprenden otra vez como adorar y descubren la belleza del culto y lo enseñan a su rebaño. Y ellos, como la misa tradicional que aman, ellos son el futuro de la Iglesia.

Padre Richard G. Cipola
(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)

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