1090. –De la existencia en Cristo de la voluntad humana y de la voluntad divina, se sigue, como se ha probado, que realiza acciones humanas, divinas y mixtas o humano-divinas. ¿Se pueden hacer más inferencias de la afirmación de su doble voluntad?
–Una consecuencia de admitir
dos voluntades en Cristo es la afirmación del libre albedrío en su voluntad
humana. Tuvo como hombre gozar de libre albedrío por tener voluntad humana,
porque: «si Cristo no tuvo voluntad humana, se
sigue que tampoco tuvo libertad según la naturaleza asumida, puesto que el
hombre es libre por la voluntad. De este modo Cristo no hubiera obrado a modo
de hombre, sino a modo de los demás animales, que carecen de libertad. Y,
además, tampoco sus actos hubieran sido virtuosos o dignos de ser alabados o
imitados por nosotros. En vano, pues, hubiera dicho: «Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29); y «Yo
os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn
13, 15)» [1].
Precisa Santo Tomás, en la Suma teológica,
que: «era necesario que Cristo además de la voluntad divina, poseyera también
una voluntad humana, no sólo como potencia natural o movimiento necesario, sino
también como movimiento racional» [2].
Explica que de acuerdo con
estos dos movimientos o inclinaciones: «a Cristo,
desde el punto de vista de su naturaleza humana, se le atribuyen varias
voluntades, a saber la voluntad sensible, que se llama voluntad por
participación», que es el apetito sensible; y «la
voluntad racional», que a su vez puede ser: «considerada,
bien como naturaleza, bien como razón».
La voluntad como naturaleza lo
es en cuanto el acto de querer el bien o su fin de manera natural y necesaria,
es decir el bien y la felicidad en general o en abstracto. La voluntad como
razón designa al acto de querer un bien concreto de manera racional y no
necesaria, y, por tanto, con elección. Pertenecería a ella, tanto la elección
de los medios para alcanzar el fin, el bien, y también la elección de un bien
concreto, porque la concreción del bien abstracto, al que se tiende natural y
necesariamente, se ha tenido también que elegir.
Advierte seguidamente que: «por una dispensación divina, el Hijo de Dios, antes de
su pasión, permitía a su carne que obrase y padeciese conforme a su propia
naturaleza, y lo mismo permitía a todas las facultades del alma» [3].
Había ya indicado que, por gozar el alma humana de Cristo de la visión
beatífica desde el primer instante de la concepción, debía que repercutir en su
cuerpo. «El alma de Cristo veía el Verbo de Dios
del mismo modo que los bienaventurados en el cielo. Por tanto, el alma de
Cristo era bienaventurada» [4].
Por ello: «Dada la relación natural que existe
entre el alma y el cuerpo, la gloria del alma redunda sobre éste».
Sin embargo, debe tenerse en
cuenta, por una parte, que: «esta relación dependía en Cristo de su divina
voluntad, la cual no permitió que se comunicase al cuerpo, sino que la retuvo
en el ámbito del alma, para que así su carne padeciese los quebrantos propios
de una naturaleza pasible. Lo mismo enseña el Damasceno cuando dice que «era beneplácito de la voluntad divina que el cuerpo
padeciese y obrase conforme a su propia naturaleza» (La fe ortox.,
l. 3, c. 19)» [5].
Por otra, que: «la voluntad sensible, por su misma naturaleza, rehúye
los dolores sensibles y las lesiones del cuerpo. Igualmente, la voluntad como
naturaleza rechaza lo que es contrario a la naturaleza y aquellas realidades
que son esencialmente malas, como la muerte y otras». Sin embargo, estos
males, que rehúye la a petición sensible y la voluntad como naturaleza pueden
ser objeto de la voluntad como razón, la voluntad que supone la elección,
El motivo es porque: «estas realidades son a veces elegidas por la voluntad
como razón, por el orden que dicen a un fin; así, la voluntad sensible de un
hombre normal y también su voluntad absolutamente considerada repulsan el
cauterio, el cual puede ser elegido por la voluntad como razón en orden a un
fin, la salud».
1091. –¿Qué se obtiene si se considera esta doctrina
en la naturaleza humana de Cristo?
–Si se aplica a Cristo, se
advierte que: «con su voluntad sensible y con su
voluntad racional considerada como naturaleza, podía querer algo distinto de lo
que Dios quería». Su voluntad divina o «voluntad
de Dios era que Cristo padeciese dolores y también la pasión y la muerte; pero
estas cosas las quería Dios no por sí mismas, sino por orden a un fin, la
salvación de los hombres».
Con su voluntad humana como
razón podía elegir estos «males», sin
embargo, Cristo: «con su voluntad como razón quería
siempre lo mismo que Dios. Lo cual queda de manifiesto en sus propias palabras:
«No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). En efecto, con la voluntad como razón quería cumplir la
voluntad de Dios, aunque con la otra voluntad quisiera algo distinto» [6].
De manera que: «Cristo quería se cumpliera la voluntad del Padre; pero
esto no lo quería con su voluntad sensible, pues la voluntad de Dios cae fuera
de la órbita de su objeto; ni tampoco con su voluntad como naturaleza, que
tiende a su objeto considerado absolutamente, y no en orden a la voluntad
divina» [7].
Ello no supone que en Cristo
se diera «contrariedad de voluntades», porque:
«el que alguna de las voluntades humanas de Cristo
quisiera algo distinto que la voluntad divina, procedía de la misma voluntad
divina, por cuya permisión la naturaleza humana operaba conforme a sus
tendencias propias» [8].
Explica Santo Tomás que, en
primer lugar: «se ha de afirmar que, aunque la
voluntad natural y la voluntad sensible de Cristo quisieran algo distinto de lo
querido por su voluntad divina o por su voluntad racional, no se dio, con todo,
contrariedad de voluntades. (…) porque ni la voluntad natural ni la voluntad
sensible de Cristo rechazaban los motivos por los que su voluntad divina y su
voluntad racional querían la pasión. Pues también la voluntad natural de Cristo
quería absolutamente la salvación del género humano, aunque a ella no le correspondía
querer una cosa en orden a otra; y, en cuanto el impulso de la sensibilidad,
esto caía fuera de su alcance»
En segundo lugar, que: «ni la voluntad divina ni la voluntad racional de Cristo
eran impedidas o retardadas por su voluntad natural o por el apetito sensitivo.
Y del mismo modo a la inversa, ni la voluntad divina ni la voluntad racional de
Cristo rehuían o retardaban el impulso de su voluntad humana ni el movimiento
de su sensibilidad. A la voluntad divina y a la voluntad racional de Cristo les
agradaba que su voluntad natural y su voluntad sensible actuasen en conformidad
con su propia naturaleza» [9].
1092. –¿Qué se sigue del sometimiento voluntario de
la voluntad humana de Cristo a su voluntad divina?
–Como consecuencia, debe
sostenerse que Cristo hombre fue libre y con una libertad o libre albedrío
perfecto, porque: «la simple voluntad equivale a la
voluntad como naturaleza; en cambio, la elección, que es el acto del libre
albedrío, se identifica con la voluntad como razón. De ahí que, al tener Cristo
la voluntad como razón, es necesario que tenga también la elección y,
consiguientemente, el libre albedrío, cuyo acto es la elección»[10]. Dado
que en nosotros: «el libre albedrío es la facultad
por la que se elige el bien y el mal» [11],
podría parecer que Cristo en cuanto hombre no fue libre. Una posible
confirmación podría ser esta argumentación de Newman: «cuando
el hombre cayó, el Verbo podía haber permanecido en la gloria que
compartía con el Padre antes de que el mundo existiera. Pero el amor insondable
que se manifestó en nuestra creación, no se contentó con una obra frustrada
sino que le hizo bajar una vez más desde el seno del Padre para hacer su
voluntad y reparar el mal que el pecado había causado. Y con un asombroso
abajamiento Él vino a la tierra, no, como antes, con poder sino con debilidad,
con forma de siervo, con la apariencia de esa criatura caída que se había propuesto
restaurar. Así se humilló Él: sufriendo todas las flaquezas de nuestra
naturaleza con la apariencia de la carne pecadora, en todo menos el pecado –sin
pecado, pero sometido a la tentación– para, al final, ser obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz» [12].
Cristo, por ello: «no nació como nacen los demás hombres porque «lo nacido
de la carne, carne es» (Jn 3, 6)» [13],
en el sentido de la «carne corrupta» [14],
o con concupiscencias o deseos desordenados. Esta impecabilidad absoluta de
Cristo, no impedía su libertad, sino que posibilita su perfecto libre albedrío,
porque: «poder elegir el mal no es propio de la
razón del libre albedrío, sino que sigue al libre albedrío según que sea en una
naturaleza creada capaz de defecto» [15].
Cristo siempre quiso el bien y
con libre albedrío, porque: «aunque la voluntad de
Cristo está determinada al bien no lo está, sin embargo, a este bien en
concreto. Por tanto, Cristo, como los bienaventurados, podía elegir por su
libre albedrío, ya confirmado en el bien» [16].
Cristo elegía siempre entre bienes concretos.
Con esta libertad perfecta, no
dejaba de pertenecer a la naturaleza humana, ser uno de los nuestros, porque «como la voluntad pertenece a la naturaleza, el hecho de
querer de una manera determinada, pertenece también a la naturaleza, pero no
considerada absolutamente en sí misma, sino en cuanto está en tal hipóstasis», o
en cuanto que esta naturaleza está sustentada por una concreta y singular
hipóstasis o supuesto. «Por lo mismo, la voluntad
humana de Cristo, por estar en la hipóstasis divina, tenía un determinado modo
de querer; en efecto, se movía siempre de acuerdo con la voluntad divina» [17].
1093. –¿Hay más consecuencias de la doble voluntad de
Cristo?
–La existencia de voluntad en
Cristo supone la de ciencia o conocimiento intelectual. Su voluntad racional
humana gozaba como se ha dicho de la ciencia beatífica, tal como lo exigía así
su plenitud de la gracia, de la que también gozaba, ya que el máximo desarrollo
de la gracia sólo se da en la visión beatífica.
Sobre la gracia de Cristo se puede
hablar, aparte de la gracia santificante o gracia habitual, de la gracia de
unión, porque, además de la unión que proporciona la gracia habitual: «hay otra unión del hombre con Dios, que se opera, no
sólo por el afecto o la inhabitación, sino también por la unidad de hipóstasis
o de persona, de tal suerte, que la misma hipóstaiss o persona sea Dios y
hombre», unión que únicamente se da en Jesucristo.
La gracia de unión, que posee
la naturaleza humana de Cristo, tanto en el cuerpo como en el alma, es comunicada
por el Verbo de Dios, al que se encuentra unida hipostática o personalmente. «Es una gracia singular de Cristo-hombre el estar unido a
Dios en la unidad de persona; es un don gratuito, puesto que excede las
facultades de la naturaleza y no está precedido de mérito alguno. Este don le
hace infinitamente agradable a Dios, de modo que de Él se dice especialmente:
«Este es mi querido Hijo, en quien tengo puestas tosas mis complacencias» (Mt
3, 17; 17, 5)». [18].
La santidad de Cristo en
cuanto hombre, que es suma e infinita, es constituida por la gracia de unión,
porque la santidad consiste en la unión con Dios, y no hay otra mayor que la de
la Encarnación. Por este don gratuito santificador substancial, que ha recibido
Cristo en cuanto hombre, puede decirse que le hace Hijo de Dios y no meramente
adoptivo como las otras gracias, que son accidentales y, también, por ello
impecable [19].
Como ha indicado Battista
Mondin: «La unión hipostática con el Verbo de Dios
es el primer título por el cual Jesucristo supera a todos los otros hombres en
el orden de la gracia» [20],
porque, con palabras de Santo Tomás: «cuanto más se
aproxima a Dios una criatura, tanto más participa de su bondad, y recibe más
abundantes dones de su influencia; a la manera que recibe más calor el que más
se acerca al fuego. No puede haber ni puede imaginarse un medio más íntimo de
adhesión de la criatura a Dios que estar unido a Dios en la unidad de la
persona» [21].
1094. –Si Cristo poseía la gracia de unión, ¿por qué
necesitaba la gracia habitual o santificante?
–Respecto a la gracia habitual
o santificante, cuyo sujeto era el alma de Cristo afirma Santo Tomás que era
necesario que Cristo la tuviera. Una primera razón es por: «la unión de su alma con el Verbo de Dios, pues cuanto
algo, sometido a la acción de una causa, esté más próximo a ella, tanto más
recibirá su influencia» [22].
De ello se sigue que: «la gracia habitual en Cristo
no es una disposición habitual para la unión, sino un efecto de la unión» [23].
Una segunda razón de la
necesidad de la gracia santificante en Cristo está: «en
la excelsitud de su alma, cuyas operaciones debían alcanzar lo más íntimamente
posible a Dios por el conocimiento y el amor. Para esto la naturaleza humana
necesitaba ser elevada por la gracia»
Una tercera razón: «es la relación de Cristo con el género humano. Cristo,
en cuanto hombre, es «mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5), por lo cual era preciso que poseyera la gracia que debía
redundar sobre los demás hombres, según dice San Juan: «De cuya plenitud todos
recibimos gracia sobre gracia» (Jn 1, 26)». [24].
1095. –A la afirmación de la existencia de la gracia
habitual en Cristo, se le podrían presentar tres objeciones.
Primera, si: «la
gracia es una participación de la divinidad en la criatura racional, como nos
dice San Pedro (2 Pr 1, 4)» no puede estar en Cristo, porque «es Dios de
verdad, no por participación» [25].
Segunda: «El
hombre necesita la gracia para obrar rectamente, como se lee en San Pablo (1
Cor 15, 10) y también necesita la gracia para alcanzar la vida eterna (Rm 6,
23)». No parece que Cristo la necesitara, porque: «la vida eterna le era debida a Cristo en razón de su
filiación natural; y por ser el Verbo, por quien «fueron hechas todas las
cosas» (Jn 1, 3), tenía el poder de obrar todas las cosas rectamente» [26].
Tercera: como dice San Juan Damasceno:
«la naturaleza humana en Cristo fue «como un
instrumento de la divinidad» (La fe
ortodoxa, III, c. 15)», pero: «el sujeto que obra a manera de instrumento no necesita
de una disposición habitual para realizar sus propias operaciones, pues tal
hábito se da en el agente principal» [27].
Por consiguiente, Cristo no parece necesitar la gracia habitual o santificante.
¿Cómo resuelve el Aquinate las tres
dificultades?
–Respecto a la primera,
recuerda Santo Tomás que: «Cristo es verdadero Dios
por su persona y por su naturaleza divina. Pero, como en la unidad de la
persona permanece la distinción de las naturalezas, el alma de Cristo no es por
su esencia divina» [28].
Por consiguiente, el alma humana de Cristo necesita de la gracia santificante
para que la haga divina por participación.
Para resolver la segunda
objeción, indica que se advierte también la necesidad de la gracia habitual en
Cristo al considerar su doble naturaleza y, por tanto, sus dos tipos de
operaciones, porque: «en cuanto Verbo de Dios,
podía obrar todas las cosas rectamente por su operación divina; pero, como,
además de esta operación divina, hay en Él otra operación humana, se ha de
afirmar que poseyó la gracia habitual, en virtud de la cual tal operación fuese
en Él perfecta».
En cuanto, a la necesidad de
la gracia para alcanzar la vida eterna, nota que: «A
Cristo, en cuanto Hijo natural de Dios, le es debida la heredad eterna, es
decir, la bienaventuranza increada, que se consuma en el acto increado de
conocimiento y amor de Dios, el mismo por el que el Padre se conoce y se ama». En
cambio: «el alma no era capaz de tal acto a causa
de la diferencia de naturaleza» [29].
Por tanto, necesitaba de la gracia.
Por último, responde a la
tercera, con la siguiente precisión: «La humanidad
de Cristo es instrumento de la divinidad, no a la manera de un instrumento
inanimado que carece totalmente de operación propia, sino a la manera de
instrumento animado por un alma racional, que se mueve al mismo tiempo que es
movido» [30].
Por consiguiente, para este movimiento u operación propia necesita la gracia.
1096. –¿En qué grado poseyó Cristo la gracia?
–Cristo tuvo la plenitud de la
gracia. «Poseer una cosa en su plenitud es poseerla
total y perfectamente». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que se puede
hablar de plenitud y totalidad desde dos aspectos: «en
cuanto a su intensidad», como el tener la blancura en el mayor grado
posible; y «en cuanto a su eficacia», como
el tener la vida en todos sus efectos y operaciones, tal como ocurre en el
hombre, a diferencia de las plantas y los animales.
Puede así afirmarse que: «Cristo poseyó la plenitud de gracia bajo ambos
aspectos». La poseyó en intensidad, porque: «la
poseyó en sumo grado y del modo más perfecto posible (…) por la proximidad del
alma de Cristo a la causa de la gracia». Se advierte: «con el efecto que ha de producir, pues el alma de Cristo
recibió la gracia para que de Él redundara en los demás. Deberá, por tanto,
poseerla en el más alto grado, como el fuego, que es la causa del calor de los
demás cuerpos, posee el máximo calor».
También respecto a la
eficacia, Cristo en cuanto a este segundo aspecto disfrutó de la plenitud de la
gracia en su eficacia por tenerla en todos sus efectos y operaciones. «La gracia le fue otorgada a Cristo como a principio
universal dentro del género de los que poseen la gracia», como el sol,
causa universal del calor, se extiende a todo lo que se refiere al calor. «Así, la plenitud de gracia bajo este segundo aspecto se
da en Cristo, en cuanto su gracia se extiende a todos los efectos de la misma:
las virtudes, los dones y otras realidades por el estilo» [31].
La plenitud de la gracia es
exclusiva de Cristo. Sin embargo, debe precisarse que: «puede
considerarse la plenitud de gracia de un doble modo: por parte de la misma
gracia y por parte del sujeto que la posee. Del primero modo o de manera
absoluta: «la plenitud consiste en poseer el más alto grado de gracia en cuanto
a su esencia y en cuanto a su eficacia, esto es, en cuanto se tiene la gracia
de la manera más excelente que puede ser tenida y con la máxima extensión a
todos los efectos de la gracia. Y esta plenitud de la gracia es exclusiva de
Cristo».
Otro modo de considerar la
plenitud es de manera relativa, o por: «parte del
sujeto, (que) consiste en poseerla plenamente en la medida de su condición, ya
se trate del grado de intensidad fijado por Dios, como dice San Pablo: «A cada
uno le fue otorgada la gracia en la medida de la donación de Cristo» (Ef
4, 7); ya sea en su virtualidad, o en cuanto uno dispone del poder de la gracia
para todo lo que se refiere a su estado o a sus deberes, como decía San Pablo: «A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta
gracia, la de iluminar a los hombres» (Ef 3, 8-9). Y tal plenitud de gracia no es exclusiva de Cristo, sino
que puede ser comunicada por Cristo a los demás» [32].
Así se explica porque: «la bienaventurada Virgen María es llamada llena de
Gracia, no por lo que toca a la misma gracia, pues no la tuvo en el máximo
grado posible, ni por relación a todos los efectos de la gracia, sino porque
recibió la gracia suficiente al estado de madre de Dios a que había sido
llamada» [33].
También que se diga del
protomártir San Esteban que: «estaba lleno de
gracia» [34],
porque: «tenía la suficiente para ser idóneo
ministro y testigo de Dios, para lo que había sido elegido». Lo mismo se
podría decir de otros, pero «de estas plenitudes,
una es mayor que la otra, de acuerdo con la previa ordenación divina a un
estado más elevado o más bajo» [35].
1097. –¿La plenitud de la gracia de Cristo es
infinita?
– Se ha probado que Cristo
poseyó la plenitud de la gracia habitual o santificante, en intensidad y
extensión, y también que tal plenitud pertenece absolutamente a Cristo. Se debe
afirmar también que esta plenitud es infinita.
Al probarlo, Santo Tomás
recuerda que hay una doble gracia en Cristo: «la
gracia de unión, que consiste en su unión personal al Hijo de Dios y que es
otorgada gratuitamente a la naturaleza humana». Sobre su grado de
plenitud: «Es evidente, que tal gracia es infinita,
por ser infinita la persona del Verbo»
Respecto a la gracia habitual,
advierte previamente, que puede ser considerada de dos maneras. «En cuanto es un ente, y de este modo tiene que ser
finita, pues se encuentra en el alma de Cristo como en su sujeto y el alma de
Cristo es algo creado, una criatura, y de capacidad limitada». Por
consiguiente: «no puede infinita, pues el ser de la
gracia, como no puede exceder a su sujeto, no puede ser infinito». El
sujeto de la gracia, el alma de Cristo, que ha sido creada, como todo sujeto
del ser de cualquier criatura, limita o hace finito el ser que recibe.
Sin embargo, considerada la
gracia formalmente, en cuanto a su naturaleza, o en: «relación
a su razón propia de gracia», de esta manera: «es
infinita, puesto que no está limitada ya que posee todo lo que pertenece al
concepto de gracia sin restricción alguna».
La gracia habitual de Cristo
no está limitada en cuanto tiene todo lo que pertenece a la gracia en sí misma.
La razón es porque: «como dice San Pablo «según el
propósito la gracia de Dios» (Rm 4, 5), a quien pertenece medir la
gracia, ésta le es conferida al alma de Cristo como a principio universal de
justificación para la naturaleza humana, pues «Nos
justificó en su amado Hijo» (Ef 1, 6). Es
como si decimos que la luz del sol es infinita, no según su naturaleza, sino en
relación con el concepto de luz, porque posee todo lo incluido en el concepto
de luz» [36].
La gracia habitual de Cristo es infinita, por tanto, en cuanto contiene todo lo
que es la gracia y también porque ha sido dada sin medida.
1096. –¿Qué consecuencias se siguen de la tesis de
la infinidad de la gracia de Cristo?
–Indica seguidamente Santo
Tomás que, en primer lugar, que los efectos que se pueden derivar de la gracia
infinita de Cristo pueden igualmente ser infinitos en el mismo sentido, porque:
«la gracia de Cristo produce un efecto infinito,
bien por razón de la infinitud de la gracia, según se ha explicado, o bien por
razón de la unidad de la persona divina, a la que el alma de Cristo está unida» [37].
También advierte que el
crecimiento de la gracia habitual de cualquier hombre nunca alcanzará al grado
de la de Cristo. Da la siguiente razón: «Lo menos
puede llegar, por medio del aumento, a la cantidad de lo que es mayor en las
cosas tienen cantidad de la misma naturaleza. Pero la gracia de otro hombre se
compara con la de Cristo como el poder particular con el universal. Por lo que,
así como el poder del fuego, por mucho que crezca, no puede equipararse al
poder del sol, así la gracia de otro hombre, por más que crezca, no podrá
igualarse a la gracia de Cristo» [38].
1097. –Parece, no obstante la doctrina expuesta, que la
gracia de Cristo puede crecer, porque se lee en la Escritura que: «El Niño
Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres» [39].
¿Cómo resuelve el Aquinate esta dificultad?
–La plenitud de la gracia
habitual de Cristo por ser absoluta no puede ya aumentar. Santo Tomás explica
que: «La imposibilidad de aumento de una forma
puede acontecer de dos modos: uno, por parte del propio sujeto; otro por parte
de esa forma».
Si se atiende al sujeto, se
advierte la imposibilidad: «cuando éste alcanza lo
último en la participación de la propia forma según su modo, como no puede
crecer el calor del aire, cuando éste ya ha alcanzado el límite de calor que
puede soportar sin destruirse, aunque pueda haber un grado mayor en la
naturaleza».
Si se considera la misma
forma, también: «queda excluida la posibilidad de aumento, cuando un sujeto
alcanza la máxima perfección en que esa forma puede ser poseída». Dios: «ha fijado la medida concreta de cada forma», y esta
medida «esta preestablecida de acuerdo con su fin».
Si estas consideraciones se
aplican a Cristo resulta que en cuanto a la forma debe excluirse la posibilidad
de aumento de la gracia. Debe tenerse en cuenta que: «el
fin de la gracia es la unión de la criatura racional con Dios, y no puede haber
ni puede entenderse una unión más íntima de la criatura racional con Dios que
la que se da en la persona; y, por tanto, la gracia de Cristo alcanza su máxima
perfección. Es, pues, evidente que la gracia de Cristo no puede aumentar por
parte de la misma gracia»
Por parte del sujeto tampoco
puede acrecentarse la gracia, porque: «Cristo, en
cuanto hombre, fue desde el primer instante de su concepción verdadera y
plenamente bienaventurado. Por tanto, no pudo darse en Él aumento de la gracia,
lo mismo que no se da en los demás bienaventurados, por haber llegado ya al
término».
No ocurre así con los que son «viadores», porque: «pueden
aumentar su gracia tanto por parte de la forma, pues no alcanzan el grado
supremo de gracia, como por parte del sujeto, pues aún no han llegado al
término de la bienaventuranza» [40].
Cristo fue «comprehensor», o bienaventurado, porque ya poseía
la visión beatífica de los bienaventurados, aunque en el grado más perfecto.
Sin embargo, en Cristo, en su vida entre nosotros fue también viador, aunque no
como los demás hombres.
Hay que tener en cuenta que «la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en la
del alma y en la del cuerpo (…) En la del alma, en cuanto que a ésta le es
propio ver a Dios y gozar de Él; y en la cuerpo, en cuanto que éste «resucitará
espiritual, en poder, en gloria y en incorrupción» (1 Cor 15, 42-43)».
Cristo gozaba de la primera,
porque: «antes de su pasión, veía con su alma plenamente a Dios, y, de esta
manera, tenía la bienaventuranza propia del alma. Más, fuera de éste, le
faltaban los demás elementos que integran la bienaventuranza, pues su alma era
pasible, y su cuerpo, pasible y mortal». Por consiguiente, Cristo: «era a la vez comprehensor, al poseer la bienaventuranza
propia del alma, y viador porque tendía a aquellos elementos de la
bienaventuranza que aún le faltaban» [41].
Respecto a las palabras de San
Lucas del crecimiento en gracia en la niñez de Cristo, hace la siguiente
distinción: «Se puede crecer en sabiduría y en
gracia de dos maneras. Una, mediante el aumento de los mismos hábitos de
sabiduría y gracia (…) otra, en relación con los efectos, en cuanto se realizan
obras más sabias y más virtuosas».
En cuanto a la primera «Cristo no creció en ellas». Su sabiduría y su
gracia no crecieron nunca desde que recibió tales dones desde el primer momento
de su concepción. En relación a sus efectos: «Cristo
crecía en sabiduría y en gracia, lo mismo que crecía en edad, porque, a medida
que crecía edad, hacia obras más perfectas, para demostrar que era verdadero
hombre, tanto en lo referente a Dios como en lo tocante a los hombres» [42].
1098. –¿También Cristo poseyó las virtudes infusas
que siguen a la gracia en grado supremo?
–Cristo, además de la gracia
habitual, que reside en la misma del alma, como hábito entitativo, poseyó las
virtudes infusas, sobrenaturales, teologales y morales. La razón que da Santo
Tomás es la siguiente: «así como la gracia se
relaciona con la esencia del alma», para santificarla o para
divinizarla, «así también la virtud se relaciona
con sus potencias», para que realicen actos sobrenaturales. «Por eso es necesario que así como las potencias del alma
se derivan de su esencia, así también es necesario que las virtudes sean
ciertas derivaciones de la gracia», porque la siguen y la acompañan siempre,
como las potencias o facultades a la substancia del alma. «Y cuanto más
perfecto es un principio, tanto más profundos son sus efectos».
Se sigue de ello que: «al ser la gracia de Cristo perfectísima, es natural que
procedan de ella las virtudes para perfeccionar cada una de las potencias en
orden a todos los actos del alma. Y así resulta que Cristo tuvo todas las
virtudes» [43].
Además: «Cristo (…) las tuvo en grado eminentísimo,
por encima del modo común» [44].
Como también poseyó todas las
virtudes naturales, que eran compatibles con su estado, tampoco fue adquiriendo
paulatinamente los hábitos. Todas las llamadas virtudes adquiridas las poseyó
desde el principio de su concepción por infusión divina. Todo ella queda
manifestado en el culto oficial de Iglesia en las «Letanías
del Sagrado Corazón de Jesús», que fueron aprobadas por el papa León
XIII, en 1899. En la decimocuarta letanía se dice: «Corazón
de Jesús, abismo de todas las virtudes». Como comenta Pablo Cervera, en
su glosa a estas letanías: «El abismo en la Biblia
significa las profundidades insondables y las aguas profundas (…) Abismo
insondable de toda perfección en Dios Padre y en el «Dios Hijo del Eterno
Padre» (…) Toda la vida no basta para
adentrarnos en el abismo de virtudes de su corazón» [45].
1099. –Parece que Cristo le faltaba la virtud de la fe,
porque: «se dice en la Escritura: «La fe es prueba de lo que no se ve» (Heb 11,
1), pero para Cristo no hubo nada oculto, de acuerdo con lo que también se lee:
«Tú sabes todas las cosas» (Jn 21, 17)» [46].
¿A Cristo le faltaba la virtud de la fe?
–Por ser comprehensor o de
bienaventurado Cristo no tuvo aquellas virtudes que no son compatibles con este
estado. Entre ellas, hay que nombrar la fe, porque: «el
objeto de la fe es la realidad divina no vista y si la realidad divina deja de
ser algo no visto, desaparece el motivo de la fe». Como: «Cristo desde el primer instante de su concepción, vio
plenamente la esencia divina (…) en Él no pudo existir la fe»
[47].
Cristo no tuvo fe. Sin
embargo, si que poseyó la «certeza y la firme
adhesión» [48],
que implica la fe. También su mérito, porque: «el mérito de la fe consiste en
que el hombre, por obediencia a Dios, asiente a lo que no ve, según dice San
Pablo: «para promover la obediencia a la fe en
todas las naciones para gloria de su nombre» (Rm 1, 5)». Como: «Cristo
observó una obediencia perfectísima respecto a Dios, pues se dice en la
Escritura que: «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8)» [49],
por tanto, tuvo el mérito, del modo más excelente, que nosotros podemos obtener
con nuestra fe.
Por su certeza y obediencia de
asentimiento a Dios, puede decirse que es el «jefe
iniciador y consumador de la fe» [50],
y que siempre «Jesús comenzó a hacer y enseñar» [51].
Por ello, Cristo: «no enseñó nada referente al
mérito que él mismo no prácticase de manera más excelente» [52].
1100. –«La esperanza es la expectación de la bienaventuranza
futura» y «Cristo esperaba una cierta bienaventuranza, la glorificación del
cuerpo» [53].
¿Tuvo Cristo la esperanza, la segunda virtud teologal?
–La respuesta la da San Pablo:
«al decir: «Lo que uno ve ¿cómo esperarlo? (Rm 8,
24)». La esperanza, lo mismo que la fe, tiene por objeto las cosas inevidentes.
Así la fe no se dio en Cristo y tampoco la esperanza» [54].
Se explica porque: «Así como la fe consiste formalmente en un asentimiento a
lo que no se ve, así también la esperanza implica formalmente esperar lo que
aún no se posee. Y del mismo modo que el objeto de la fe en cuanto virtud
teologal no es cualquier realidad inevidente, sino sólo Dios mismo, de la misma
suerte, el objeto de la esperanza como virtud teologal es el gozar de Dios,
gozo que es el objeto principal que el hombre espera por la virtud de la
esperanza». Como: «Cristo, desde el primer momento de su concepción, gozó
plenamente de la posesión Dios, no tuvo la virtud de la esperanza».
Sin embargo: «aunque para Cristo nada podía ser objeto de fe, tuvo
esperanza respecto de algunas cosas que todavía no había alcanzado. Porque
aunque conocía perfectamente todas las cosas, por lo cual excluía totalmente la
fe, no obstante, no estaba en posesión de todos los elementos de su perfección,
como la inmortalidad y la glorificación del cuerpo, y podía esperarlos» [55].
El objeto de esta «esperanza» de Cristo no es el de la esperanza teologal,
porque: «el objeto de la esperanza como virtud
teologal no es la bienaventuranza del cuerpo, sino la del alma, que consiste en
el gozo de Dios» [56].
Sin embargo, esta «esperanza» en la
glorificación de su cuerpo era superior a la esperanza teologal, que podemos
tener nosotros, porque no provenía de la infusión de un hábito sobrenatural,
sino de la perfecta posesión de Dios.
1101. –¿Cristo poseyó los dones del Espíritu Santo?
–Todos los dones del Espíritu
Santo –sabiduría, entendimiento, ciencia, temor, consejo, piedad y fortaleza [57]–
en su plenitud y excelencia fueron dados al alma de Cristo. Para probarlo,
recuerda Santo Tomás que: «Los dones son
perfecciones sobreañadidas a las potencias del alma que las capacitan para ser
movidas por el Espíritu Santo». Como: «es
claro que el alma de Cristo era movida de un modo perfectísimo por el Espíritu
Santo, según dice San Lucas: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del
Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto» (Lc 4, 1), debe concluirse que en Cristo se dieron los dones en un
grado excelentísimo» [58].
Puede objetarse que dado que: «la función de los dones consiste en servir de ayuda a las
virtudes», pero como «las virtudes en Cristo
son perfectas», no parece que necesitara los dones del Espíritu Santo.
A ello responde Santo Tomás: «Lo que es perfecto dentro de los límites de su propia
naturaleza, necesita ser ayudado por lo que es de naturaleza superior». Por
ello: «las virtudes necesitan ser ayudadas por los dones, que perfeccionan las
potencias del alma, capacitándolas para recibir la moción del Espíritu Santo» [59],
que las mueve directa e inmediatamente y, por tanto, no al modo humano, como
las virtudes, sino sobrehumano o divino.
1102. –¿En Cristo se dieron las gracias gratis dadas
o carismas?
–También Cristo, con suprema
perfección, poseyó los nueve carismas o gracias gratis dadas –«palabra de sabiduría», «palabra de ciencia», «fe»,
«carismas de curaciones», «operaciones de milagros», «profecía»,
«discernimiento de espíritus», «variedades de lenguas» e «interpretación de
lenguas» [60].
La prueba, que da Santo Tomás
es la siguiente: «Las gracias carismáticas se ordenan a la manifestación de la
fe y de la doctrina espiritual. El que enseña necesita medios por los que pueda
manifestar la verdad de su enseñanza, ya que de otro modo tal enseñanza sería
inútil. Pero Cristo es el primero y principal maestro de la fe y de la doctrina
espiritual, como se lee en la epístola a los Hebreos: «Esta
salvación fue inaugurada por la predicación del Señor, fue confirmada entre
nosotros por los que le escucharon, acreditándola Dios con señales y milagros…»
(Heb 2, 3-4)».
La predicación oral la inició
Cristo la continuaron los apóstoles y la Iglesia ha conservado y perpetuado en
su Tradición oral. Esta predicación oral, no ya la escrita en los Evangelios,
fue acreditada con los dones del Espíritu Santo. Por consiguiente: «Cristo, como primero y principal maestro de la fe,
poseyó en sumo grado todas las gracias carismáticas» [61],
por: «estar su alma unida a la divinidad» [62].
1103. –Además de la gracia de unión y de la gracia
habitual, con todos los dones y carismas, que le acompañan, ¿Cristo poseyó
otro tipo de gracia?
–Cristo tiene también la
llamada gracia capital, que es su gracia habitual en cuanto que le compete ser
Cabeza de la Iglesia, que es así su cuerpo místico. Explica Santo Tomás que: «por derivarse la gracia de Cristo a los demás hombres,
era conveniente que fuera la Cabeza de la Iglesia, porque de la cabeza se
comunican la sensibilidad y el movimiento a los demás miembros, conforme a su
naturaleza. De este modo la gracia y la verdad pasan de Cristo a los demás
hombres; y por esto dice San Pablo: «sometió todas las cosas bajo sus pies y le
puso por cabeza de toda la Iglesia» (Ef 1, 22)» [63].
Según esta doctrina:
«la
humanidad de Cristo posee un poder de influencia en cuanto unida al Verbo de
Dios, al cual el cuerpo se une por medio del alma. Por tanto, toda la humanidad
de Cristo, tanto su alma como su cuerpo, influye en los hombres, en sus almas y
en sus cuerpos, principalmente en sus almas y secundariamente en sus cuerpos.
Esta influencia se manifiesta de dos maneras. Primero, porque «los miembros del
cuerpo son instrumentos de la justicia», que existe en el alma por Cristo; en
segundo lugar, porque la vida gloriosa se deriva del alma a los cuerpos: «Quien
resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos
mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rm 8, 11)» [64].
Estas influencias
principalmente del alma y secundariamente del cuerpo, por ser instrumento se
ella, se realizan en todos los hombres por medio de las gracias actuales, a las
que el hombre puede rechazar. Si se convierte por ellas, se salvará. De manera
que todo el que se salva, y puede hacer obras meritorias, lo hace por la
humanidad de Cristo unida a su divinidad, y que, por ello, comunica
instrumentalmente su divina gracia, actual y gracia santificante, que se recibe
por los sacramentos. Por tanto: «Cristo, en cuanto
Dios, por su propia autoridad puede comunicar la gracia o el Espíritu Santo;
como hombre la comunica sólo instrumentalmente, pues su humanidad fue
«instrumento de su humanidad» (San Juan Damasceno, La fe ortod.,
III, c. 15)» [65].
En definitiva, hay que: «asignar a Cristo una triple gracia. Primero, la gracia
de unión, por la cual una naturaleza humana, sin mérito alguno precedente,
recibió el don de estar unida al Hijo de Dios en la persona. Segundo, la gracia
singular, en virtud de la cual el Alma de Cristo fue más llena que todas las
demás de gracia y de verdad. En tercer lugar, una gracia capital, en virtud de
la cual la gracia se deriva de Él a los demás».
Lo confirma la Escritura,
porque: «Esta triple gracia está anunciada en un
orden conveniente por el Evangelista, porque respecto de la gracia de unión
dice: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14); respecto de la gracia
singular afirma: «Le vimos, como el Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14); y respecto de la gracia
capital añade: «Todos hemos recibido de su
plenitud» (Jn 1, 16)» [66].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 36.
[2] ÍDEM. Suma teológica, III, q. 18, a. 1, ad 3.
[3] Ibíd., III, q. 18, a. 5, in c.
[4] Ibíd., III, q. 14, a. 1, ob. 2.
[5] Ibíd., III, q. 14, a. 1, ad 2.
[6] Ibíd., III, q. 18, a. 5, in c.
[7] Ibíd., III, q. 18, a. 5, ad 1.
[8] Ibíd., III, q. 18, a. 6, ad 1.
[9] Ibíd., III, q. 18, a. 6, in c.
[10] Ibíd., III, q. 18, a. 4, in c.
[11] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 24, a. 3, ob. 2.
[12] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones
Encuentro, 2007-2015, vol. 2, «La Encarnación», pp.46-57, p. 49.
[13] Ibíd., p. 50.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 54, a. 3, ad 1.
[15] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 24, a. 3, ad. 2.
[16] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 18, a. 4, ad 3.
[17] Ibíd., III, q. 18, a. 1, ad. 4.
[18] ÍDEM, Compendio de Teología. c. 214, 426.
[19] Cf. Battista Mondin, Cristología, en Abelardo Lobato O.P.
(Dir.), El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy,
Valencia, EDICEP, 2003, vol. III, El hombre Jesucristo y la Iglesia, pp.
47-344, pp. 169-171.
[20] Battista Mondin, Cristología, op. cit., p. 167.
[21] Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, c. 214, 428.
[22] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 7, a. 1, in c.
[23] Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, c. 214, 428.
[24] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 7, a. 1, in c.
[25] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ob. 1.
[26] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ob. 2.
[27] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ob. 3.
[28] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ad 1.
[29] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ad 2.
[30] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ad 3.
[31] Ibíd., III, q. 7, a. 9, in c.
[32] Ibíd., III, q. 7, a. 10, in c.
[33] Ibíd., III, q. 7, a. 10, ad 1.
[34] Hch 6, 8.
[35] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 7, a. 10, ad 1.
[36] Ibíd., III, q. 7, a 11, in c.
[37] Ibíd., III, q. 7, a. 11, ad 2.
[38] Ibíd., III, q. 7, a. 11, ad 3.
[39] Lc 2, 52.
[40] Ibíd., III, q. 7, a. 12, in c.
[41] Ibíd., III, q. 15, a. 10, in c.
[42] Ibíd., III, q. 7, a. 12, ad 3.
[43] Ibíd., III, q. 7, a. 2, in c.
[44] Ibíd., III, q. 7, a. 2, ad 2.
[45] Pablo Cervera Barranco, Las letanías del Corazón de Jesús,
Burgos, Grupo Editorial Fonte, 2020, pp. 63-64.
[46] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 7, a. 3, sed c.
[47] Ibíd. III, q. 7, a. 3, in c.
[48] Ibíd., III, q. 7, a. 3, ad 3.
[49] Ibíd., III, q. 7, a. 3, ad 2.
[50] Heb 12, 2.
[51] Hech 1, 1.
[52] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 7, a. 3, ad 2.
[53] Ibíd., III, q. 7, a. 4, ob. 2.
[54] Ibíd., III, q. 7, a. 4, sed c.
[55] Ibíd., III, q. 7, a. 4, in c.
[56] Ibíd., III, q. 7, a. 4, ad 2.
[57] Cf. Is 11, 1-3.
[58] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 7, a. 5, in
c.
[59] Ibíd., III, q. 7, a. 5, ad 1.
[60] 1 Cor 12, 8-10.
[61] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 7, a. 7, in c.
[62] Ibíd., III, q. 7, a. 7, ad 1.
[63] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 214, 429.
[64] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 8, a. 2, in c.
[65] Ibíd., III, q. 8, a. 1, ad 1.
[66] ÍDEM, Compendio de Teología. c. 214, 430.
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