Tenemos el honor de poder entrevistar en InfoCatólica al arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz Montes, ofm, con motivo de la reciente publicación de su libro “San Francisco de Asís, compañía para nuestro destino. Acercamiento a la teología de los santos” (Ed. Encuentro. Madrid 2021)
El prelado reflexiona en
profundidad sobre lo que ha significado el santo en la historia de la Iglesia y
cómo puede ayudar al hombre de hoy a alcanzar su destino, que no es otro que la
santidad, la vida eterna. Escribir este libro le ha hecho inmensamente feliz,
le ha permitido ahondar en los tesoros de San Francisco, en sus claves espirituales,
en sus vivencias más íntimas, en sus secretos más bellos, ha significado poder
zambullirse de nuevo en todo cuanto a él se le concedió como fraile y como
sacerdote.
Tras
lo mucho que se ha escrito sobre San Francisco de Asís, ¿qué matices nuevos
espera que aporte su libro para edificación de los creyentes y tal vez para la
conversión de las personas alejadas…?
Acercarse a un santo siempre
es un cauce para acercarse a Dios. Y así lo decían los primeros cristianos
cuando animaban cada día a mirar el rostro de los santos, para encontrar en sus
palabras el consuelo. Así lo afirma la Didaché, primer catecismo cristiano. El
rostro de los santos trasluce una belleza mayor. Y sus palabras son el eco de
una verdad que las abraza. Los santos no son eclipse o distracción entre Dios y
nuestra existencia, sino precisamente una vidriera iluminada por la luz divina,
y el reverbero de lo que Dios nos dice o nos calla. Por eso los santos como San
Francisco, significan esa vivencia hondamente cristiana de ver en ellos algo de
lo que también nosotros estamos llamados a vivir.
Un santo siempre será un
reclamo, una provocación, porque en él vemos que lo propuesto por Jesús no es
una quimera ajena, sino algo que nos corresponde por entero. Tanto a los
cristianos tibios y mediocres, como a las personas alejadas de la Iglesia o que
ni siquiera han entrado una vez, San Francisco se presenta como alguien tocado
por la gracia de Dios capaz de transformar la vida para siempre. Es la
experiencia de las bienaventuranzas vividas con toda la sencillez y confianza.
Porque no pocas veces la deriva de algunos cristianos que lo son sólo
sociológicamente y por inercia cultural, pero no por una vivencia madura y
adulta de su fe, al igual que el alejamiento de personas que en tantos sentidos
abandonaron la Iglesia o ni siquiera están aún bautizados, es una deriva que es
fruto de un cristianismo mediocre, puramente formal, sin pasión ni entrega.
Mientras que cuando alguien
conoce a una persona santa, una persona que se fía de Dios y que toma en serio
su bautismo en la vocación a la que luego ha sido llamada, que tiene un
compromiso cristiano con la sociedad y con la Iglesia, entonces sientes que tu
corazón ha sido tocado, provocado y acompañado por esos mejores hijos de la
Iglesia que son siempre los santos. Representa una gracia grande que podamos
encontrar a ese “santo de la puerta de al lado”, como
dice el papa Francisco. Un santo cotidiano que me permite vivir la santidad a
mí también como algo que me corresponde.
¿De
todas las facetas del Poverello, por qué ha querido destacar su compañía en
aras a llevarnos a la vida eterna, el hacernos como niños y dejar, que al igual
que el Cura de Ars al pastorcito, nos muestre el camino del Cielo?
No en vano he querido titular
el libro de esa manera: “San Francisco de Asís,
compañía para nuestro destino”. No es una suplencia enajenadora ni un
divertimento piadoso, sino una humilde compañía que nos recuerda a qué estamos
llamados. El destino no es otra cosa sino la santidad, y la vida se nos da para
que la imagen y semejanza que nuestro Creador quiso imprimir en nosotros al
llamarnos a la vida, pueda emerger con toda su belleza, toda su bondad, toda su
verdad, para que quien a diario nos escucha y nos ve, puedan preguntarse por
nuestro secreto a la hora de vivir las cosas que ellos también viven, pero que
nosotros lo hacemos de otra manera. Las circunstancias en unos y otros no
cambian, pero si el modo de mirarlas, de abrazarlas y de ofrecerlas. Esto nos
aporta San Francisco con su manera profundamente cristiana y evangélica de
vivir a Dios y a los hermanos todos.
Con este libro he querido
hacer un acercamiento a la rica personalidad cristiana de San Francisco de
Asís. Dios quiso mantener su validez como don para su Iglesia y la humanidad, a
través de ochocientos años. Y frente a los fáciles reduccionismos a los que se
ha podido prestar (muy a su pesar) San Francisco de Asís, he querido presentar
como hijo suyo espiritual que soy y como obispo de la santa Iglesia,
ese modo de ser cristiano que se deriva del franciscanismo.
He querido evitar que se
reduzca a San Francisco como tantas veces se ha podido hacer, a ese Francisco
revestido de verde ecologista, de blanco pacifista, de pana proletaria, de
puntillas barrocas hilvanadas. Sobresale en su biografía la belleza de una
santidad que Dios hizo brillar para la historia cristiana a través de uno de
sus hijos más fieles cuanto en Jesús se nos dio para nuestra propia vida y
santidad.
La compañía para el destino es
un concepto que descubrí en Luigi Giussani, cuando decía que “el santo no es profesión de minorías ni una pieza de
museo. La santidad es la sustancia de la vida cristiana. Pero a pesar de la
parcialidad de ciertas imágenes queda la huella de una idea fundamentalmente
exacta, a saber, la idea de que el santo no es un superhombre, de que el santo
es un hombre real, porque sigue a Dios y, en consecuencia, al ideal por el que
fue creado su corazón y del que está hecho su destino". Esta es la
memoria que me propuse hacer de San Francisco como gratitud por la llamada que
recibí de seguir al Señor Jesús en ese mismo camino en el que está fundamentada
mi vida y espiritualidad.
¿Qué
es lo que aportó Francisco y su espiritualidad a la Iglesia universal y en qué
medida fue necesario su carisma en aras a recuperar la esencia del Evangelio?
San Francisco no escribió un
quinto evangelio, sino que consintió que Dios en él recordara el evangelio
eterno, ese evangelio por el que dieron su vida los mártires, por el que
confesaron su fe los testigos cristianos de cada generación, por el que las
vírgenes ofrecieron su corazón, su tiempo y su vida toda, por el que los
doctores pusieron lo mejor de su inteligencia al servicio de la verdad. Pero,
aunque ya está dado todo y dicho todo en el Hijo bienamado, Jesús, resulta que
los cristianos podemos olvidarnos de sus palabras, podemos traicionar sus
gestos, podemos falsear hasta la frivolidad el legado cristiano que nos ha
transmitido la tradición de la Iglesia. Entonces el Espíritu Santo viene a
recordar y a enseñar de nuevo lo que ya estaba dicho y mostrado, pero que a
fuerza de no escucharlo y de no vivirlo, terminamos por hacernos sordos y
mudos, con una vida insignificante y contradictoria.
San Francisco vivió lo que ya
Jesús había indicado en sus gestos y milagros, y predicó lo que ya el Señor
había transmitido como Buena Noticia. No hizo nada nuevo, sino que trajo
aquella novedad al vivir cotidiano, resultando un viento huracanado como aquel
que llenó la habitación del Cenáculo en la mañana de Pentecostés. Una brisa que
abrió puertas y ventanas cerradas por el miedo, y una llama que puso sabiduría
y fortaleza para hacer de aquellos discípulos asustados unos testigos en medio
de la plaza. Esto lo vivió con sencillez San Francisco poniendo a Dios en el
primer lugar en su vida, y a aquellos a los que Dios más ama que se nos dan
como hermanos, y la creación entera como ocasión y pretexto para la gratitud y
la alabanza, y la minoridad de quien se sabe pequeño sin poderío ni armas, y la
Iglesia mirada y vivida como auténticos hijos. Esta fue la eterna novedad que
San Francisco regaló a la Iglesia de todos los siglos.
¿Qué
es lo que aporta este santo, cuya vida está como hemos dicho tan enraizada en
el Evangelio, al hombre moderno de este mundo cada vez más globalizado y más
impersonal?
Decía el gran escritor
Chesterton que, Dios confunde a cada generación dándole al santo que más la
contradice. Es una confusión que se torna en anuncio iluminador, no en nebulosa
relativista. El hombre contemporáneo sufre esa contradicción que ya denunciara San
Juan XXIII al convocar el Vaticano II: la sociedad
moderna, decía él, camina entre los avances científicos y técnicos como nunca
antes en su historia, y los retrocesos inmensos en el orden moral y espiritual.
Así ha resultado, como escribió el gran teólogo Henri de Lubac: no es verdad que el hombre sea incapaz de hacer un mundo
sin Dios, pues ya lo tiene, pero cuando se hace un mundo sin Dios, siempre se
hace contra el hombre. Este aserto describe bien lo que ha sido de hecho
la historia del pasado siglo XX, donde las guerras mundiales y las guerras
civiles fratricidas, junto a la secularización que pretende expulsar a Dios de
nuestro pequeño paraíso, dan como resultado la tristeza y la desesperanza en
las que vivimos.
San Francisco fue una
evangélica revolución para la época y la Iglesia de su tiempo. Una revolución
que no tenía ni tiene el marchamo de la violencia o de la venganza, sino el de
acertar a colocar cada cosa dentro de la armonía en la que eternamente fueron
soñadas. El mundo globalizado que termina siendo anónimo, y el mundo impersonal
que nos acaba enajenando, chocan saludablemente con la fraternidad cristiana
que San Francisco nos recuerda desde su filial experiencia de saberse hijo de
Dios, hijo de la Iglesia e hijo de su tiempo. Como en otros momentos he dicho,
esta triple filiación es la que constituye a San Francisco siempre como un
contemporáneo, un santo cercano que nos acompaña a nuestro destino.
Un
libro de 410 páginas que, según usted, le ha dejado inmensamente feliz. ¿Como
franciscano, cómo ha experimentado ese gozo interior de gustar las dulzuras de
su padre fundador y el poder transmitirlas desde su condición de arzobispo?
Vivir mi carisma franciscano
dentro de la llamada que Dios a través de la Iglesia me ha hecho como
arzobispo, a veces me desplaza los centros vitales en los que fui educado por
mi Orden Franciscana a la que tanto debo y a la que tanto quiero. Y mis años de
profesor de teología en la Universidad San Dámaso (Madrid), también quedan en
un pasado que ya no me permite seguir profundizando como cuando estaba dedicado
por entero a la enseñanza teológica. Este libro me ha permitido retomar esos
centros vitales y esas docencias sabrosas. Porque ahondar en San Francisco, en
sus claves espirituales, en sus vivencias más íntimas, en sus secretos más
bellos, ha significado poder zambullirme de nuevo en todo cuanto a mí se me
concedió como fraile y como sacerdote. El hecho de poder describirlo a través
de esas páginas, era un modo de revivirlo en mi inteligencia que busca comprender,
en mi corazón que quiere no olvidar, en mi propia espiritualidad que ha de
expresarse ahora en el ministerio episcopal con un talante que beba y viva del
carisma franciscano. Por eso me ha hecho feliz y me ha hecho inmensamente bien.
Es lo que de corazón deseo para quienes lean el libro, que encontrándose con
San Francisco se puedan encontrar con quién él se encontró.
Estos días recordaba una
anécdota de Michelangelo Buonarotti, que el papa Benedicto XVI traía a colación
en uno de sus libros sobre la Iglesia. Cuando los discípulos de Michelangelo
vieron la escultura del Moisés, le dijeron al maestro que se había superado a
sí mismo logrando su mejor obra de arte. A lo cual, el genio del artista
italiano respondió: la obra de arte estaba dentro
del bloque de mármol, yo me he limitado a quitar los trozos que la ocultaban.
Es muy hermosa esta anécdota, porque la vida de San Francisco como la de cada
uno de nosotros, se nos da para esa labor: para
quitar los trozos que ocultan, que oscurecen, que acallan la obra de arte
divina que es nuestra vida. Los santos como el Poverello dejaron que
aflorase y esto fue su altísimo testimonio y ahora su fraterna intercesión.
Por Javier Navascués
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