miércoles, 9 de julio de 2014

OBTENER DESEOS DE SANTIDAD


Cuando una persona nace…, entre las varias improntas o huellas indelebles, con las que Dios deja marcada, el alma que Él mismo crea, hay dos que tenemos que tener en cuenta aquí. La primera es el deseo de búsqueda de Dios que todo ser humano tiene. El principio básico que aquí rige nos dice, que todo lo creado tiende a su creador. El hombre tiene una tendencia a buscar a Dios, como fruto de esas preguntas transcendentes, que todo ser humano se hace así mismo. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?

Nosotros, consciente o inconscientemente todos tendemos a Dios, tendemos a su búsqueda, porque sentimos la necesidad de encontrarle. El que diga que no siente esa necesidad, o miente o la tiene ahogada, para que no le moleste. Todos tenemos esta necesidad. Todos necesitamos, tener conocimiento, porque a través del conocimiento si este es correcto llegaremos a la Verdad.

Y en segundo lugar, Dios deja marcada en toda alma que crea, esa impronta, del deseo que todos tenemos, de ansiar la felicidad. El hombre busca intensamente en este mundo la felicidad y no logra encontrarla, porque la felicidad que busca, es la que le espera cuando alcance la vida eterna, es esta una felicidad espiritual. Lo que en este mundo hay es una felicidad material y lo que Él desea y busca es la felicidad espiritual, que es eterna en contraposición a la material, que como toda materia es efímera y al final fenece, Es por ello que San Agustín, exclamaba: Señor nos hiciste para Ti y mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

Estas dos improntas llevan a muchas almas, primero a la búsqueda y después al encuentro con su Creador. Dios desea tal como ya sabemos, la salvación universal de todas las almas y esto hace que se den los casos, de que personas sin estar bautizadas, sientan los deseos de santificarse y por ello primeramente el de ser bautizados. El sacramento del bautismo, en todo caso es fundamental. El Señor nos dejó dicho: “15 Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. 16 El que creyere y fuera bautizado se salvará, más el que no creyere se condenará” (Mc 16,15-16). Los que estamos bautizados, no somos plenamente conscientes de que aparte de haber accedido a gozar la condición de hijos de Dios, nos hemos convertidos en templos vivos de Dios, desde momento de que la Santísima Trinidad, inhabita en nuestras almas.

Escribía San Pablo a los corintios, diciéndoles: “16 ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? 17 Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario”. (1Co 3,16-17). El teólogo dominico Antonio Royo Marín, escribe diciéndonos: “La inhabitación de las divinas personas en el alma justificada recibe en teología el nombre de gracia increada y acompaña siempre a la gracia santificante…, siendo absolutamente imposible sin ella. Aunque en cierto sentido es para nosotros más importante y de mayor valor la gracia santificante o gracia creada, que la misma inhabitación trinitaria; porque esta última aunque de suyo vale infinitamente más por tratarse del mismo Dios increado no nos santifica formalmente, o sea por la información intrínseca y ontológica, como la de la gracia santificante”.

Pero para tener deseos de santidad, no nos basta solo con la gracia increada del bautismo, necesitamos el impulso que nos dona la gracia santificante necesaria. Tanto en las personas creyentes pero tibias, como en las no creyentes. Pueden nacer deseos de santidad como consecuencia de haber sufrido una conversión Son almas que han dejado atrás el hombre viejo y es el hombre nuevo el que demanda, porque en Él han nacido los deseos de santidad, como consecuencia de una especial gracia divina. El Señor, ha hecho nacer, en el alma de estas personas, el deseo de ellas, de encontrarse con Él y subsiguientemente el deseo de santidad. Pero lo normal es que, solo del trato habitual de un alma con el Señor se generen los deseos de santidad.

No se puede obtener unos deseos verdaderos de santidad pensando en la gloria de ser canonizado. Aparte de que esto de estar canonizado es importante, para los que estamos aquí abajo, pero en el cielo no representa gran cosa, habrá miles de personas con mayor gloria que muchos canonizados. Desear ser canonizado, sería un acto de vanidad, incomprensible en un alma que desea santificarse. Podemos estar seguros de que no hay ningún santo en el calendario de la Iglesia, que esperase llegar a tener el honor de ser elevado a los altares. El verdadero santo es lo suficiente realista, como para no considerarse un héroe. Está suficientemente preocupado, pensando que debería ser mucho mejor, como para dedicarse a pensar en lo bueno que es.

El deseo no nace en la persona porque sí. Es el Espíritu Santo, el que a través del juego de las mociones e inspiraciones, va llevando un alma, al camino de desear la santidad. El debido aprovechamiento de las gracias divinas que recibamos, impulsa al Espíritu Santo, a donar más gracias al alma que aprovecha las anteriormente recibidas. Para comprender mejor el juego de la distribución de la gracia, es de tener presente que ella es un don, como es don, todo lo que Dios nos proporciona. Todos son dones o regalos para entendernos mejor. Y el Espíritu Santo sopla, dónde cómo y cuándo quiere. En el evangelio de San Mateo podemos leer: “1 Porque al que tiene se le dará más y abundará; y al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado”. (Mt 13, 12). La elección de los doce, es un buen ejemplo de cómo el Señor distribuye su gracia. Él escogió a los que quiso. “13 Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, 14 y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, 15 con poder de expulsar a los demonios. 16 Designó, pues, a los doce:”. (Mc 3, 13).

San Pablo toca también este tema de la distribución da las gracias divinas y nos dice: “14 ¿Diremos por eso que Dios es injusto? ¡De ninguna manera! 15 Porque él dijo a Moisés: "Seré misericordioso con el que yo quiera, y me compadeceré del que quiera compadecerme". 16 En consecuencia, todo depende no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia de Dios. 17 Porque la Escritura dice al Faraón: "Precisamente para eso te he exaltado, para que en ti se manifiesta mi poder y para que mi Nombre sea celebrado en toda la tierra". 18 De manera que Dios tiene misericordia del que él quiere y endurece al que él quiere”. (Rom 9,14-18)

El deseo de santidad, es la consecuencia lógica de la vida de un alma, que está siempre atenta a las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. En otras palabras, se trata de un alma que es dócil a las mociones e inspiraciones del Espíritu de Amor. Y cuando esta alma, se lanza generosamente a la conquista del amor de Dios, a buscarle y amarle para entregarse a Él, Dios se regocija, viendo a esta alma que le busca con sus escasas fuerzas, y se vuelca con ella, para que su deseo de santidad no se le apague, cuando entre en contacto con la dura realidad del mundo.

Dios ayuda a esta alma que ha dado el paso adelante, para que no se desanime y llegue un momento en que se sienta derrotada y diga: No es posible, esto no es para mí. Es triste saber que desgraciadamente hay almas que llegan a tirar la toalla, e interiormente se auto justifican diciéndose, la tontería de : Yo no tengo madera de santo, con ser tal como soy, tengo asegurado un rinconcito en el cielo y con esto tengo suficiente. Gravísimo error. Estas personas no se dan cuenta, que en la vida espiritual el que no avanza retrocede, y que con la ayuda divina, todos estamos capacitados para caminar por ella y llegar a ser santos.

El deseo de santidad se identifica con el deseo de amar, y este en definitiva, depende de la humana voluntad misma; por ello, tan pronto como hemos formado el verdadero deseo de amar, empezamos a sentir amor; y, a medida que el deseo crece, el amor va progresando. Quien desee ardientemente el amor, amará pronto con ardor. Si de verdad un alma desea la santidad, ha de entregarse con autentico ardor a esta labor, de una forma absoluta, olvidándose de todo lo demás, de todo aquello que directa o indirectamente le aparte de su objetivo, es más debe de olvidarse también de aquello otro que sin apartarle, al menos no le acerca a Dios.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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