La aceptación personal es fundamental para avanzar en el proceso de desarrollo integral y en el crecimiento espiritual.
Por: Humberto Del Castillo Drago | Fuente: CEC
Es muy difícil y frustrante convivir con un
sentido negativo de la propia identidad o recurrir a compensaciones ilusorias
para “recuperar” tal positividad. No es
extraño que se recurra a distintos procesos de evasión y compensación de la
realidad, debido a que el ser humano no se acepta ni se valora tal y como es. Y
no es raro que viva huyendo de sí mismo debido a que no se conoce y, en última
instancia, porque no acepta lo que conoce de sí mismo, evita esto con el uso de
máscaras, que lo único que hacen es hundirlo y ahogarlo en su propia mentira
existencial.
Ante la pregunta por el quién soy no es raro que
haya confusión y se responda desde el “quién no
soy”, es decir desde los problemas, pecados, heridas, desde el pesimismo
y negativismo. De esta manera, la pregunta por la propia identidad es una
pregunta honda y existencial que es necesario responder desde la mismidad,
desde el ser llamado a participar de la naturaleza divina.
Sólo respondiendo auténticamente sobre el propio
yo se hace posible una serena y adecuada aceptación de sí mismo y de los
propios límites. Philippe (2011) afirma que el acto más elevado y fecundo de la
libertad humana reside antes en la aceptación de sí mismo que en el dominio de
sí. Cuando falta aquella, la persona está continuamente afligida por un sentido
profundo de insatisfacción personal.
La aceptación personal conduce al ser humano a
la valoración integral de sí mismo como persona, cristiano, llamado a una
vocación particular. El proceso de aceptación y valoración personal puede tener
distintas miradas; una de ellas parte de la propia historia, el recorrido en
las distintas etapas de la vida en el que se incluye la revisión de temas
importantes, tales como los padres, el desarrollo psicosexual, el colegio, los
amigos, entre otros.
La auto-aceptación consiste en admitir y
reconocer todas las partes de sí mismo como un hecho, como la forma de ser,
pensar, sentir y actuar de sí, aunque en un principio no resulten agradables. Philippe
(2011) menciona que la libertad no consiste solamente en elegir, sino
aceptar lo que no hemos elegido. Se trata entonces de aceptar las propias
habilidades, capacidades y reconocer las fallas o debilidades sin sentirse
menos o devaluado. Este es un paso fundamental en la reconstrucción de la
valoración de sí mismo, porque precisamente las situaciones o hechos que hacen
crecer a la persona son aquellos que no domina, sino que acepta (Sagne, 1998). De
este modo, si el ser humano se acepta, valora y ama, va a aceptar, valorar y
amar a los demás y, lo más importante, va a aceptar, valorar y amar a Dios, el
Padre que le ha valorado cuando ha carecido interiormente de esa aceptación
personal.
La aceptación personal es fundamental para
avanzar en el proceso de desarrollo integral y en el crecimiento espiritual. En
su libro La libertad interior,
Philippe dice que lo que impide la acción de la gracia divina en la vida no son
tanto los pecados y errores, sino esa falta de aceptación de la debilidad,
todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que es o de la situación
concreta. Y es que en el fondo muchas veces la persona vive peleando contra sí
misma, contra hechos de la historia personal que ocurrieron hace mucho tiempo o
incluso, se lucha contra algunas partes del cuerpo. Si no se acepta a sí misma,
no se acepta a Dios en la vida, la acción de la gracia y del Espíritu Santo.
Philippe
(2011) habla de tres actitudes posibles frente a aquello de la vida, de la
propia persona o de las circunstancias que le desagrada o que considera
negativo:
La primera es la rebelión:
es el caso de quien no se acepta a sí mismo y se rebela: contra Dios que lo ha hecho así; contra la vida que
permite tal o cual acontecimiento; contra la sociedad; etc. Cabe aclarar
aquí que la rebelión no es vista aquí como forma negativa, debido a que puede
tratarse de una primera e inevitable reacción psicológica ante circunstancias
dolorosas y desgarradoras. El problema de ésta es que con esta actitud no se
resuelve nada, más bien se convierte en fuente de desesperación, de violencia y
de resentimiento.
La segunda, es la resignación:
como la persona se da cuenta de que es incapaz
de cambiarse a sí misma o de cambiar tal situación, termina por resignarse y
carecer de esperanza. Aunque esta etapa puede ser necesaria, resulta estéril si
se permanece en ella.
La tercera actitud (a la que
conviene aspirar) es la aceptación:
con respecto a la resignación, la aceptación implica una
disposición muy diferente, pues lleva a decir “sí” a
una realidad percibida como negativa, porque dentro de sí se alza la esperanza
de que algo positivo saldrá de ella. Es una actitud, por tanto, esperanzadora.
Cabe decir que cuando hay algo de fe, esperanza y caridad, automáticamente, hay
también disponibilidad a la gracia divina, hay acogida a esta gracia y más
pronto o más tarde, hay efectos positivos.
En síntesis, se puede decir que la aceptación no
es resignación, no es estar de acuerdo necesariamente con hechos dolorosos o
traumáticos. Más bien la aceptación es asumir, reconciliar en la propia vida,
valorar rectamente lo vivido y lo que ha dolido; integrar en la existencia lo
acontecido como parte de la historia y parte de un plan mayor, que es el Plan
de Dios.
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